FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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DECLARACIONES, LEGADOS Y UN HOMENAJE

Producciones Especiales - Sonidos Modernos - Carpeta 2

DECLARACIONES, LEGADOS Y UN HOMENAJE

Desde que en 1959 el musicólogo Joseph Rufer (1893-1985) afirmó haber oído a Arnold Schoenberg aseverar, hacia 1922, que su nuevo método compositivo aseguraba “la supremacía de la música alemana por los próximos cien años”, la crítica ha sido implacable para con el etnocentrismo  del compositor austríaco. Junto a otra sentencia más famosa (“si es arte no es para todos, si es para todos no es arte”), dicha frase sustentó la noción del dodecafonismo como el patrimonio de unas mentes autoritarias, arbitrarias y elitistas.

Pero, en tanto técnica compositiva, el dodecafonismo fue durante décadas sinónimo de vanguardia y revolución en el campo de la música. Práctica esotérica al servicio de unos pocos iniciados en su origen, en la década 1920, devino paradigma de la música moderna desde 1945 en adelante. Y es aún hoy uno de los fenómenos musicales más estudiados no solo por compositores, sino por la musicología, centros de enseñanza musical y la crítica especializada en general. De hecho, a pesar de la dificultad que impone a los oyentes el enfrentarse a un estilo tan poco acostumbrado, lentamente algunas de sus obras –sobre todo de Alban Berg– se han convertido en parte del repertorio convencional de las orquestas profesionales.

Semejante contradicción es una de las tantas que involucran a la música europea de la primera mitad del siglo XX, y da cuenta de la entonces crucial tensión entre reacción y progreso y, como corolario de ella, entre nacionalismo y universalismo.

Para Schoenberg, en cuanto consecución del ideal de una música autónoma, solo la tradición musical austro-alemana es de alcance “universal”. Y solo gracias al progreso de dicha tradición puede una música autónoma seguir existiendo. Las innovaciones de Schoenberg se basan en un afán conservador, y la hegeliana proclama en pos de lo universal y abstracto está teñida de aquel nacionalismo imperial propio de los albores de la Gran Guerra.

No obstante el pensamiento de su creador, la influencia ejercida por el dodecafonismo en músicos vanguardistas quizá no deba extrañarnos. La posibilidad de construir organizaciones de sonidos donde cada uno de ellos valga por sí mismo fue una aspiración generalizada después de la Segunda Guerra Mundial. Y el dodecafonismo era el antecedente inmediato de dichas prácticas. Ya en 1937 John Cage (1912-1992) vaticinaba que el método dodecafónico, en tanto era “análogo a una sociedad en la que el énfasis se pone en el grupo”, sería la base para organizar las alturas en la antirromántica y antiindividualista “música del futuro”. Podemos considerar, entonces, que las posibilidades a las que la técnica daba paso fueron despojadas de la ideología personal de sus primeros hacedores.

Por otro lado, los compositores de las nuevas vanguardias que surgieron después 1945 quizá despreciaran el conservadurismo de Schoenberg, pero compartían su elitismo. Un estilo tan difícil de acceder para quien no se empeñe en ello les proporcionaba un buen punto de referencia. De hecho, durante los años posteriores a la conflagración, la figura de Schoenberg (exiliado en EE.UU.) se acrecentó. Berg (muerto por enfermedad en 1935) fue lenta pero constantemente revalorizado. Webern (muerto en Salzburgo por un soldado norteamericano en 1945) se convirtió, lisa y llanamente, en objeto de veneración.

Que el nazismo haya condenado al atonalismo y al dodecafonismo bajo el argumento de que se trataba de “bolchevismo cultural”; que haya prohibido trabajar públicamente a Webern (ejercía la musicología y dirigía un coro de trabajadores) y obligado a huir a Schoenberg, probablemente sean datos que contribuyeron, hacia 1950, a ensalzar al estilo dodecafónico. Y, quizá también, ayudaron a idealizar a los compositores, omitiendo sus contradicciones (valga por caso la ambigua posición de Webern –incluso estando prohibido– respecto del nazismo) y agigantando sus virtudes.

Igualmente contradictorio es el caso de Stravinsky. A pesar de todos los atenuantes ensayados por sus biógrafos, lo cierto es que en 1930 declaró públicamente que “probablemente nadie admire más a il Duce que yo”. La fidelidad al texto (la partitura) que reclamaba de los músicos al tocar era, en sus propias palabras, de “un orden ético más que estético”, privilegiando el concepto de ejecución por sobre el de interpretación, cosa muy en boga en la música de la Italia de Mussolini. Los músicos, entonces, eran meros instrumentos del compositor.

Pero mucho más polémico resulta su pedido, en 1938, a su editor en el Tercer Reich, para que no se lo incluya en la lista de “músicos degenerados”, puesto que él no era “ni judío ni bolchevique”. A pesar de exigir una comprensión de la música en sus propios términos, despojada de todo contenido y de toda hermenéutica, Stravinsky reclamaba legitimidad de acuerdo a su origen étnico y a su ideología.

Béla Bartók se sitúa en el extremo opuesto: enterado de que una obra suya se estrenaba en el Reich, protestó pidiendo que se lo incluyera en la lista de los “degenerados”. Tal era su desprecio por el nazismo que prefería la censura a saber que su música podía sonar en aquella Alemania. Si Stravinsky se radicó en EE.UU. por su neutralidad al comienzo de la contienda –tal cual lo había hecho en Suiza durante la Primera Guerra Mundial–, Bartók lo hizo por su profunda aversión a la alianza de Hungría con el Reich de los Mil años.

No obstante, las vanguardias posteriores a 1945 obliteraron el escabroso debate acerca de dichas adscripciones y sus posibles injerencias en la estética musical, para concentrarse exclusivamente en las posibilidades que brindaban las nuevas técnicas compositivas. nota

Distinto fue el destino de las músicas de los compositores asociados al surrealismo y a la Nueva Objetividad, con la excepción –una vez más– de Satie (fallecido en 1925), quien tras 1945 sería nuevamente revalorizado, esta vez por John Cage. La música de Weill –tras su forzado exilio en 1933– fue extirpada por Broadway de sus aspectos más críticos y polémicos; su producción fue absorbida por las industrias culturales. La música de Krenek y Hindemith –también exiliados del nazismo– hoy es repertorio de salas y teatros de élite. Al igual que el neoclasicismo de Los seis, sus aspectos rupturistas, corrosivos, se han vuelto patrimonio del establishment académico –cosa que también tiende a suceder con Satie al de día de hoy–. Quizá sea cierto que no hubo cómo darle continuidad a la estética de las óperas y ballets del neoclasicismo surrealista de los años veinte: su público migró al cine una vez que este se volvió sonoro. A su vez, para cuando la catástrofe bélica terminó, las preocupaciones estéticas –incluyendo las de quienes habían sobrevivido– eran otras.

Tal vez uno de los casos más emblemáticos de la censura, persecución y deliberado olvido que sufrieron muchos de los músicos cuyas vidas fueron atravesadas por las dos contiendas mundiales fue el de Hanns Eisler. Perseguido por el nazismo, interrogado y finalmente expulsado de EE.UU. por el Comité de Actividades Antiamericanas, en Occidente su arte fue lenta pero sistemáticamente desplazado de cualquier espacio de difusión.

Como reconoce un artículo de Los Angeles Times firmado en 2010 por el crítico Mark Swed, desde su expulsión de los EE.UU. “no hemos sabido qué hacer” con su legado. A tal punto que los numerosos filmes de Hollywood para los que compuso música no volvieron a ser editados –a excepción del célebre Hangman Also Die, de Fritz Lang–. Su música –aclamada por artistas como su maestro Schoenberg, por Stravinsky, Leonard Bernstein, Aaron Copland, Charlie Chaplin, Pablo Picasso y Thomas Mann, entre otros– fue prohibida en EE.UU. y discretamente retirada de los escenarios del resto de Occidente. Incluso la poesía que en su homenaje escribió el folclorista Woodie Guthrie (1912-1967) en 1948 no fue musicalizada sino hasta 1998.

Radicado finalmente en la República Democrática Alemana, fue recibido como un héroe. Se le permitió componer y enseñar, e incluso aportar la música para el documental Noche y niebla de Alain Resnais (1922-2014). Mas, cuando demostró ser independiente del clasicismo reaccionario que la RDA procuraba imponer a toda manifestación artística, fue duramente criticado, presionado y censurado por la burocracia del Partido Comunista. Rehabilitado durante el deshielo, pudo volver a componer, y algunas obras suyas incluso se estrenaron en Viena y Londres (en el resto de Occidente prevaleció la influencia norteamericana). Tras su muerte en 1962, y en virtud de la cortina de hierro, su obra fue excluida de las salas de concierto y discográficas ya no solo de EE.UU., sino de todo el bloque capitalista. Mientras tanto, la RDA convirtió su apuesta por una arte que fuera a la vez innovador y accesible a la clase obrera en objeto de museo, y su rostro en estampilla de correos.

 

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HANNS EISLER (ESTAMPILLA DE CORREOS DE LA REPUBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

 

 

 

 

 

 

 

Buena parte de su resurgimiento en Occidente –hacia 1980– se relaciona con expresiones de la música popular: por ejemplo, el conjunto chileno Quilapayún integró Solidaritätslied a su repertorio. El célebre bajista, compositor y cantante pop Sting utilizó la melodía compuesta por Eisler para el poema de Brecht An den kleinen Radioapparat en The Secret Marriage, de 1987 (utilizó un texto propio en lugar del original de Brecht).  La cantante de música popular alemana Dagmar Krause (1950) dedicó un disco completo a sus canciones. Con la disolución de la RDA y el desplazamiento de las aprensiones estadounidenses hacia otros destinos, su música empezó circular nuevamente.

En la actualidad, buena parte de su música de concierto aún está en proceso de ser redescubierta y revalorizada. Recientes reediciones y grabaciones lentamente están reubicando su arte en escena.

Pero todavía es poco probable encontrarnos con Eisler en los textos acerca de la historia de la música en castellano, y es aún menos probable encontrarnos con su música en salas de concierto de nuestro medio. En cualquier caso, su propuesta estética –tengamos posibilidad de oír su música o no– ha caído en el olvido.

 

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HANNS EISLER EN EE.UU., 1942

 

 

 

 

 

 

HACIA LA ÉPOCA EN QUE SE TOMÓ ESTA FOTO, EISLER COMPUSO EL HOLLYWOOD SONGBOOK, CICLO DE CANCIONES CON POEMAS DE BRECHT, GOETHE, HÖLDERLIN Y OTROS

 

Como vemos, poco tiene que ver el legado y la valoración posterior de las músicas del período de entreguerras con los objetivos estéticos e ideológicos de los propios músicos. Si bien no se trata de la única ni la primera ocasión en que unas formas artísticas se resignificaron con el paso del tiempo, en este caso la escisión puede tener sus raíces en la propia estética neoclásica: la negación de la música en términos de lenguaje y expresión tal vez implique necesariamente la futilidad de las intenciones del creador.

 En cualquier caso, la estética decimonónica, que consideraba que solamente podíamos comprender a la obra musical a partir de una biografía de las pasiones de su creador, fue sustituida por la derivación radicalizada del formalismo: el estructuralismo. Con él fue afianzándose una tendencia cuyo arraigo en la musicología alemana es evidente: la historia de la música se convirtió en la historia de cómo progresa la técnica compositiva. El nuevo canon histórico musical perduró, por lo menos, hasta 1980.

 Finalmente, y a pesar de su inicial negación del eclecticismo neoclásico, el cambio de paradigma musical que propusieron las estéticas rupturistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial quizá haya sido también una derivación radicalizada del impulso objetivista de la década de 1920. De hecho, cuando hacia 1950 las vanguardias decretaron el fin de toda tradición musical preexistente, se dio por terminado el romanticismo. Schoenberg murió en 1951.

 

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