IV. El escenario comunista
La desestalinización
Stalin no había organizado su sucesión y sus poderes pasaron a una dirección colectiva en la que se distinguieron tres figuras principales: Malenkov, presidente del Consejo de Ministros; Beria, la máxima autoridad del Ministerio de Asuntos Internos –del que dependía la policía política–, y el secretario general del Partido, Kruschev. En un segundo plano estaban Kaganóvich, comisario de Economía, y Mólotov, al frente de Relaciones Exteriores. Aunque acordaron mantenerse unidos, competían sordamente por el control del poder.
Pocas semanas después de la muerte de Stalin aparecieron señales de cambio: fue aprobado el decreto de amnistía a los presos políticos y el que negaba la existencia de la conjura de los médicos. Era el principio del fin del terror. Al mismo tiempo, Malenkov declaraba su interés en modificar las prioridades de los planes económicos pasando inversiones de la industria pesada hacia los bienes destinados a mejorar las condiciones de vida de la población, especialmente la vivienda. En sintonía con este sesgo, Beria alentaba las negociaciones con los países del bloque capitalista para poner fin al problema alemán. Su idea era llegar a la reunificación de las dos zonas mediante la instauración de un Estado alemán neutral que sirviese de garantía a la preservación de las fronteras entre los dos bloques. También se mostró dispuesto al acercamiento con Tito –el hereje, según Stalin– y con Mao.
Los hombres que habían colaborado estrechamente con la política estalinista, y sin que se visualizaran presiones desde la sociedad, estaban dando un drástico giro respecto del gobierno de Stalin. Sin embargo, el grupo carecía de cohesión. Hasta 1958, en que Kruschev impuso acabadamente su conducción, las pugnas entre camarillas imprimieron su sello a los sucesivos recambios de una parte del personal ubicado en la cima del poder. Pero se produjo un cambio fundamental: la pérdida del cargo dejó de estar acompañada por la eliminación física del desplazado, excepto en el caso de Beria. A mediados de 1953, a través de procedimientos y de reproches de corte estalinista, el jefe máximo de los servicios de seguridad fue detenido y a fines de ese año fusilado. En cierto sentido, se repitió lo que había ocurrido en los años veinte con la muerte de Lenin: la desaparición del jefe máximo desencadenó la competencia entre los miembros de la cúpula bolchevique. Pero en aquella ocasión, Stalin acabó imponiéndose a través de la invocación del legado leninista; sus sucesores, en cambio, dieron curso a la desestalinización.
Aunque los sentimientos de miedo y hastío frente al terror parecen haber sido compartidos, estos se combinaron con la presencia de diferentes fracciones. Los dos principales temas del debate explícito, enlazados entre sí, fueron: el rumbo de la política exterior –hasta qué punto alentar el deshielo o seguir la carrera armamentista– y las prioridades fijadas en los planes económicos –cuánto asignar a la industria pesada y cuánto a la de bienes de consumo–. Pero hubo otra controversia más encubierta que giró en torno de los alcances del desmantelamiento de la maquinaria del terror y los procedimientos a seguir en este sentido. En este terreno, Kruschev asumió la posición más radicalizada. Su embate contra el estalinismo fue en gran medida una herramienta para ganar terreno sobre los rivales. En su marcha hacia la toma del poder fue quien, con mayor convicción y habilidad, profundizó la desestalinización hasta el punto de denunciar los crímenes de Stalin.
Después de su activa intervención en la destitución de Beria, Kruschev avanzó sobre Malenkov aliándose con Kaganóvich y Mólotov, la vieja guardia del Partido, reticente a los cambios en todos los sentidos. A principios de 1955, el secretario del Partido logró que Bulganin, un hombre de su confianza, reemplazara a Malenkov como presidente del Consejo de Ministros. Había llegado el momento de tomar distancia del grupo conservador, y poco después viajó a Belgrado para recomponer las relaciones con Tito.
En el XX Congreso del Partido, a fines de febrero de 1956, Kruschev pronunció el discurso secreto que descorrió el velo sobre el Gulag y la depuración del Partido en los años treinta y en el que, además, atacó el culto a la personalidad de Stalin. No todo fue dicho y mucho menos se intentó ofrecer razones sobre lo ocurrido, el jefe máximo muerto fue al mismo tiempo el responsable y la causa del terror, solo había que dar vuelta la página para seguir avanzando hacia el socialismo. Con estas revelaciones atrevidas y parciales, Kruschev pretendía ganar el apoyo de la masa del Partido y fortalecerse frente a sus rivales, que aún retenían espacios de poder en el Partido y el gobierno. Pero su discurso fue también la expresión de un militante comunista convencido de que era posible renovar el régimen y recuperar los ideales del Octubre Rojo.
El informe secreto de 1956 se difundió rápidamente y agrietó las convicciones en los partidos comunistas. Una parte importante de los militantes comunistas occidentales abandonaron sus filas, fue el principio del fin de la disciplina y la obediencia ciegas al partido que había hecho la Revolución. Los partidos comunistas de Gran Bretaña, Suiza y Dinamarca sufrieron una grave crisis: un tercio de los militantes del primero se dieron de baja. En Francia, quizá una cuarta parte del mundo intelectual que apoyaba de forma más o menos implícita al Partido Comunista se desvinculó del mismo.
MOSCÚ: DESFILE EN EL 40º ANIVERSARIO DE LA REVOLUCIÓN BOLCHEVIQUE
FOTO DE ELLIOTT ERWITT
El nuevo rumbo de Kruschev combinaba los cambios internos con el deshielo de la Guerra Fría. La Unión Soviética no podía seguir destinando tantos recursos al aparato militar, era preciso atender las condiciones de vida de la población. Aunque no logró cambios significativos en la comunicación con Washington, dejó claro que tenía la voluntad de dialogar y anunció que la superioridad del socialismo quedaría confirmada a través de su exitosa competencia económica con el capitalismo. La revolución bolchevique dejaba de ser el camino obligado para el triunfo del comunismo, era factible seguir diferentes vías, implícitamente quedaba abierta la posibilidad del desarrollo progresivo del socialismo en el marco del capitalismo. En lugar de los dos campos en lucha propuestos con la creación del Kominform, ahora los partidos comunistas podían avanzar en la búsqueda de alianzas parlamentarias en el marco de las democracias occidentales. En gran medida, al no proponer la expansión revolucionaria del comunismo, la nueva dirigencia, aunque con una actitud diferente, seguía el mismo rumbo que Stalin: consolidar el poder ya conquistado.
En el plano interno, Kruschev no pretendió reemplazar a los cuadros estalinistas, solo reeducarlos y forjar una racionalidad que operase como dique de contención a los excesos del régimen fundado en la autoridad de una sola persona. La propuesta del nuevo jefe máximo se basaba en un elevado grado de confianza en la solidez del aparato partidario y en su posibilidad de conservar lo esencial del poder. Respecto del rumbo económico, promovió amplias reorganizaciones sin cuestionar la economía central planificada. En el orden industrial, recortó los poderes de la burocracia central y favoreció un mayor grado de injerencia por parte de los gobiernos provinciales. En materia agrícola, se liberó a los agricultores de las entregas forzosas de alimentos, el Estado se declaró dispuesto a pagar todos los productos requeridos para asegurar el abastecimiento de las ciudades y aumentó los precios de los mismos. En cierto sentido, las reformas del agro retomaban algunos de los principios de la NEP. Pero también se propuso conquistar las tierras vírgenes de Asia Central y de Siberia, una experiencia inicialmente exitosa pero que acabó en un rotundo fracaso al provocar la erosión de los suelos. En el afán de incrementar los volúmenes, se dejó a un lado la renovación de los terrenos, explotados a toda marcha, y –lo más dramático– se impuso una explotación que alteró los cursos de agua y liquidó los cultivos destinados a alimentar a la población, que sufrió los rigores de un nuevo régimen de explotación. Gran parte de la población rural de Asia Central fue sacrificada a la irracional producción de algodón.
NIKITA KRUSCHEV (DERECHA) JUNTO A LA COSMONAUTA VALENTINA TERESHKOVA Y LOS COSMONAUTAS PAVEL POPOVICH (CENTRO) Y YURI GAGARIN
EN EL MAUSOLEO DE LENIN DURANTE UN DESFILE POR EL ÉXITO DE LOS VUELOS ESPACIALES DEL VOSTOK-5 Y EL VOSTOK-6, JUNIO DE 1963.
Un aspecto de la política interna de Kruschev es el que se refiere a su política cultural y a sus relaciones con los intelectuales. La desestalinización produjo, por vez primera en la historia de la URSS, la aparición de algo semejante a una opinión pública, especialmente entre los medios culturales que, por lo menos en una etapa inicial, estuvieron al lado del líder soviético. En 1957, Pasternak publicó en el extranjero Doctor Zhivago, que incluía aspectos críticos hacia la Revolución de 1917. Con él obtuvo el Premio Nobel en 1958 que, sin embargo, no pudo recibir personalmente por la oposición de las autoridades. En 1962, la censura permitió la aparición de Un día en la vida de Iván Denisovich, de Aleksandr Solzhenitsyn. También se publicó la obra poética de Ajmátova y la ensayística de Amalrik. En todos estos casos, se elevó el nivel de tolerancia para los discrepantes con el sistema político vigente.
Mientras Kruschev disfrutaba de sus vacaciones, en 1964, la práctica totalidad del Presidium (ex-Politburó) aprobó su destitución y los nombramientos de Leonid Brézhnev como primer secretario del Partido y de Alekséi Kosygin como presidente del Consejo de Ministros. Según sus camaradas, había cometido errores graves en la dirección de la política económica, había tomado decisiones improvisadas y obró con manifiesta falta de prudencia en muchos casos. Kruschev no fue perseguido, pero vivió observado en una vivienda modesta. En el retiro “por motivos de salud”, escribió sus memorias a escondidas y el control de los servicios no impidió que Kruschev recuerda apareciera en Occidente en 1970.
Se lo responsabilizó del impasse en que se encontraba la agricultura soviética, incapaz de aportar una base sólida al ascenso del nivel de vida. Se lo acusó por el consiguiente estancamiento del ritmo de aumento del desarrollo industrial. En parte estas dificultades derivaron de los experimentos descoordinados de Kruschev o, como se dijo en el Congreso, de su actitud “subjetivista” frente a los problemas económicos. Pero también en parte fueron fruto de las circunstancias objetivas y tuvieron que ver con la transición operada por la economía soviética de la “acumulación socialista primitiva” a una modalidad de acumulación más normal. De la misma manera hay que reconocer que el costo, cada vez más gravoso, del programa de armamento estaba pesando sobre la economía y retardando su avance.
La desestalinización fue incompleta. No le explicó al país lo vivido a lo largo de la era de Stalin. No hubo un intento de desarmar la tragedia estalinista y avanzar hacia la verdad. La formulación de un conjunto de verdades a medias fomentó una decepción peligrosa, sin ofrecer a la joven intelligentsia ni a los trabajadores una idea positiva ni un método político efectivamente capaz de llenar el vacío dejado por la destrucción de ídolos y mitos.
Los 18 años en que Brézhnev estuvo al frente del PCUS están asociados con tres procesos clave: el afianzamiento de la nomenklatura; el estancamiento económico, especialmente su retraso en el plano científico y tecnológico, opacado por el hecho de que fue el período en que la población soviética dejó atrás la etapa de los sacrificios y alcanzó sus más altos niveles de consumo, y por último la adopción, en los años setenta, de una política exterior expansionista, en especial su gravitación en África, uno de los factores que darían paso a la Segunda Guerra Fría.
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