FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

Usted está aquí: Inicio Carpeta 3 El 68 VI. EL 68

VI. EL 68

La revolución cubana y la radicalización de la política latinoamericana

 

El subcontinente americano fue profundamente impactado por la revolución en Cuba, la isla donde Fulgencio Batista hacía y deshacía gobiernos desde los años treinta. El 26 de julio de 1953 un grupo de estudiantes intentó tomar el Cuartel de Moncada. El ataque fracasó, pero en el juicio posterior el jefe de la insurrección –Fidel Castro– se defendió con el alegato La Historia me absolverá, utilizando argumentos que serían esgrimidos por los jóvenes universitarios de los años sesenta dispuestos a dar la vida por el pueblo, con un sentimiento de culpa y una vocación de vanguardia similares a las de los populistas rusos.

Castro regresó clandestinamente de su exilio en México con un grupo de compañeros, entre ellos el argentino Ernesto Che Guevara, para hostigar con las armas al gobierno de Batista desde las montañas de Sierra Maestra.

Cuando a principios de 1957 el New York Times recogió testimonios de los combatientes, muchos se apasionaron con la imagen de los jóvenes que combatían la dictadura. La guerrilla cubana reunía una serie de rasgos cautivantes: la lucha heroica en las montañas, el compromiso de los jóvenes de clases acomodadas con los pobres, y el espíritu de sacrificio personal en pos de la justicia y la libertad. El corrupto régimen de Batista perdió apoyos, entre ellos el de Estados Unidos, que en 1958 suspendió los suministros de armas a Cuba. El 1º de enero de 1959 los guerrilleros entraron en La Habana.

Castro viajó a los Estados Unidos para tranquilizar al presidente Eisenhower respecto a las tibias relaciones de la Revolución Cubana con los comunistas: éstos no habían apoyado la lucha de la guerrilla y no tenían cargos en su gobierno. Pero la inmediata y radical reforma agraria provocó la reacción de Washington, que anuló la cuota de azúcar que importaba de Cuba, y ante la oleada de nacionalizaciones aprobadas en 1960 Eisenhower decretó un embargo económico total. El nacionalismo de los revolucionarios fue rechazado de plano por la potencia que dominaba la economía de la isla. La Revolución Cubana se alineó definidamente en el mundo bipolar: se acercó a la Unión Soviética y rompió relaciones con los Estados Unidos. Además propició la organización de las fuerzas revolucionarias de América fuente y de países africanos que luchaban por su independencia, el caso de Angola, colonia de Portugal.

A mediados de 1960, Washington –en connivencia con los exiliados cubanos en Miami– resolvió derrocar al gobierno comunista. La invasión de la isla con tropas entrenadas en Guatemala por la CIA fue organizada durante la presidencia de Eisenhower y aprobada por su sucesor, el demócrata John F. Kennedy. Pero el desembarco de las tropas norteamericanas en la Bahía de Cochinos en 1961 acabó en un rotundo fracaso.

 

imag 14COMBATIENTES ANTICASTRISTAS CAPTURADOS POR FUERZAS CUBANAS EN LA INVASIÓN DE BAHÍA DE COCHINOS EN ABRIL DE 1961

 

 

El gobierno de Kennedy siguió en parte la vía intervencionista de sus antecesores, pero también inauguró una nueva política hacia los países latinoamericanos con la creación de la Alianza para el Progreso, un organismo destinado a promover la transformación de las estructuras económicas y sociopolíticas de la región volviéndolas invulnerables a la tentación revolucionaria. Según Kennedy, quienes hacen imposibles las revoluciones pacíficas convierten en inevitables las revoluciones violentas. En agosto de 1961 se firmó la Carta de Punta del Este, se aspiraba a la mejora de las condiciones de vida y la modernización de las estructuras políticas, pasando por el crecimiento económico. La insistencia en la importancia de las reformas agrarias otorgó al programa un carácter audaz, casi radical. Pero las realizaciones no justificaron las expectativas, y no se tardó en hablarse del fracaso de la Alianza para el Progreso. Las reformas fiscal y agraria enfrentaron la oposición tenaz de las clases propietarias latinoamericanas y los fondos que supuestamente aportarían los Estados Unidos fueron recortados antes de llegar a la región. El fracaso más espectacular de la Alianza fue de orden político. Su objetivo era alejar el espectro de la revolución con la consolidación de la democracia, pero en los cinco primeros años del programa se registraron nueve golpes de estado contra presidentes civiles legalmente elegidos.

Al principio, la reacción de los Estados Unidos fue ambigua. Kennedy reconoció al gobierno militar que derrocó al presidente argentino Arturo Frondizi en 1962, pero se opuso a los militares peruanos que ese mismo año desconocieron la victoria electoral del APRA. Su sucesor Lyndon B. Johnson tuvo menos dudas. Apoyó en 1964 el golpe contra el presidente brasileño Joao Goulart y envió a los marines a la República Dominicana en 1965 ante el posible regreso de Juan Bosch, el presidente derrocado en 1963. La administración estadounidense no se preocupó por los cambios económico-sociales y eligió acabar con el castro-comunismo antes que sostener la democracia. Kennedy confesó que prefería un gobierno democrático decente al régimen de Trujillo, pero agregó que convenía no renunciar a esta segunda opción hasta estar seguros de evitar un régimen castrista.

Desde la perspectiva de Washington hubo dos países –Chile con la Democracia Cristiana y Perú con el APRA– que estuvieron cerca de ejemplificar la filosofía reformista de la Alianza para el Progreso, pero el naufragio de la reforma en ambos casos reforzó la opción militar. Los militares latinoamericanos fueron los verdaderos beneficiarios de la clausura del camino reformista, asociada a la fobia hacia la nueva Cuba. La asistencia militar estadounidense progresó de manera considerable: de 65 millones de dólares anuales durante los tres años de la administración Kennedy pasó a unos 170 millones. La doctrina de la seguridad nacional abrió el camino hacia la guerra sucia. La nueva intimidad entre las fuerzas armadas latinoamericanas y las de la potencia hegemónica fue decisiva para acelerar la transición hacia nuevas funciones y prácticas, que incluían la tortura de los militantes políticos y el uso de la violencia contra las poblaciones y sus organizaciones ya sea sindicatos, partidos políticos o prensa escrita. La experiencia del ejército francés en Argelia fue una fuente de inspiración y de justificación ideológica. De los golpes militares preventivos, destinados a frenar el avance de las fuerzas contestatarias, se fue pasando a la intervención de las fuerzas armadas como disciplinadoras de la sociedad por la vía del terrorismo de Estado.

Las transformaciones de la Iglesia Católica tuvieron un fuerte impacto en América Latina. El Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII en 1959, impulsó la renovación litúrgica y estimuló la participación del conjunto de los fieles, definiendo a la Iglesia como el pueblo de Dios. A la vez, revisó varias concepciones dogmáticas que chocaban con las ideas del mundo moderno. Fue muy importante el contacto entre los obispos de todo el mundo; así, por primera vez se encontraron e intercambiaron ideas los obispos de los nuevos países de Asia y África y los de América Latina. El papa Pablo VI, en su encíclica Populorum progressio, de 1967, fuente actualizó los contenidos de las encíclicas sociales refieriéndolos a los problemas del Tercer Mundo. La encíclica incluyó una crítica al orden económico internacional: Los pueblos pobres permanecen siempre pobres y los ricos se hacen cada vez más ricos. Ese mismo año se dio a conocer el Mensaje de los Obispos del Tercer Mundo. La mitad de los firmantes eran brasileños; hubo un colombiano, cuatro provenientes del mundo islámico El documento también propiciaba la reorganización de un orden mundial que atentaba contra los países más pobres. Mientras las naciones ricas seguían enriqueciéndose, las pobres tenían el deber de exigir, por todos los medios legítimos a su alcance, la instauración de un gobierno mundial que sea capaz de exigir, incluso imponer, una repartición equitativa de los bienes, condición indispensable para la paz. En agosto de 1968, la Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín, donde participó un gran número de obispos latinoamericanos, fue más allá, y postuló un compromiso militante de la Iglesia con las luchas de los pueblos. El sacerdote colombiano Camilo Torres se unió a un grupo guerrillero, y su ejemplo fue imitado por otros.

La Iglesia de Brasil ya había organizado distintos movimientos sociales; entre ellos el de Natal en el nordeste, donde actuó Helder Cámara, impulsor del Mensaje de los Obispos del Tercer Mundo. En Chile, algunos sectores cristianos escindidos de la democracia cristiana formaron el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU). En la Argentina, jóvenes militantes católicos se sumaron al peronismo. El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo asumió el compromiso con los pobres y la necesidad de la militancia social y política. Aunque conservaron su función sacerdotal, algunos de ellos se vincularon con la nueva organización guerrillera peronista Montoneros, cuya primera acción fue el asesinato, en 1970, del general Pedro Eugenio Aramburu, uno de los protagonistas del golpe que expulsó a Perón del gobierno en 1955.

La construcción del socialismo a través del heroísmo y la voluntad política exaltada por la Revolución Cubana tuvo honda repercusión en América del sur. Como contrapartida, la presencia de la Cuba socialista provocó el rechazo de cualquier intento de reforma en las clases propietarias. En el campo intelectual latinoamericano se propagó la teoría de la dependencia, esgrimida también por pensadores de izquierda estadounidenses y franceses. Los tercermundistas sostenían que el débil crecimiento económico de los países del Tercer Mundo era consecuencia inevitable de su integración subordinada en el orden capitalista mundial, y proponían una transformación radical de las relaciones entre las metrópolis y los países dependientes mediante la ruptura revolucionaria entre las clases dominantes y los explotados.

La inflexión no fue sólo ideológica; se enlazó con la movilización de distintos grupos sociales y con la presencia de fuerzas políticas que impugnaban el orden existente: la protesta de los estudiantes en México que fue brutalmente reprimida a través de la matanza de Tlatelolco fuente, el Cordobazo en la Argentina, la victoria de la Unidad Popular en Chile, el surgimiento del Frente Amplio en Uruguay, el crecimiento del Partido Comunista dentro del sindicalismo brasileño. En un primer momento, cuando las políticas de sustitución de importaciones aún se mantenían en pie y se profundizaban los reclamos sociales, prevaleció la esperanza de que el fin de la explotación y la depedencia era posible e incluso cercano. Este sentimiento se correspondía con un clima de época: las luchas de liberación nacional en África y Asia, el fracaso de los Estados Unidos en Vietnam, el Mayo Francés, la Revolución Cultural China. En el ámbito latinoamericano la creciente y heterogénea movilización social se fue entrelazando con la presencia de una nueva izquierda favorable a la lucha armada y al mismo tiempo se afianzaba la Doctrina de Seguridad Nacional que confirió a las fuerzas armadas la tarea de aniquilar a los promotores de la subversión social y de la disolución de la identidad nacional.

El debate en torno a la lucha armada dividió a la izquierda. La diferencia entre revolucionarios y reformistas pasó a depender de que estuvieran a favor o en contra del empleo inmediato de la violencia. El triunfo del Movimiento 26 de Julio en Cuba fue interpretado por muchos como una prueba de la eficacia de las armas para concretar la revolución. Algunos sectores encontraron su fuente de inspiración en la China maoísta: así como las guerrillas campesinas de ese país habían sitiado las ciudades para liberar al pueblo, las revoluciones de los países periféricos cercarían a las grandes metrópolis para derrumbar el sistema mundial gestado por el imperialismo. Ambas experiencias ponían en cuestión la vía pacífica al socialismo impulsada por el régimen soviético y seguida por la mayoría de los partidos comunistas de América Latina. La izquierda revolucionaria descartaba las posibilidades de la democracia y estaba dispuesta a combinar la lucha armada con la lucha de masas. En un primer momento, la vía armada dio lugar a la creación de organizaciones guerrilleras en el ámbito rural: en la Argentina, el Ejército Guerrillero del Pueblo de Jorge Masseti; en Venezuela, las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional; en Guatemala, las Fuerzas Armadas Rebeldes dirigidas por Yon Soza y Luis Turcios Lima; en Perú, el ex aprista Luis de la Puente Uceda organiza el Movimiento de Izquierda Revolucionaria y Héctor Béjar con el Ejército de Liberación Nacional; en Nicaragua, el Frente Sandinista dirigido por Carlos Fonseca; en Colombia, el Ejército de Liberación Nacional al que ingresó el cura Camilo Torres, mientras Manuel Marulanda dirigía las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC); en México, Lucio Cabañas se dirigió al monte con su Partido de los Pobres; en Brasil, el ex comunista comandante Carlos Lamarca, en el Valle de Ribeira; y en Bolivia el Ejército de Liberación Nacional, la simbólica guerrilla del Che..

Los jóvenes que partían hacia la montaña o la selva, dispuestos a dar la vida lo hacían sin conocer previamente el terreno, sin un mínimo de apoyo social, convencidos de que las condiciones revolucionarias estaban dadas y de que sólo bastaba la chispa que ellos iban a encender para provocar el incendio. Estos intentos guerrilleros no llegaron a ser referentes de importancia en los conflictos sociales y fueron sobredimensionados por las fuerzas del orden para legitimar la supresión de las libertades públicas.

A fines de los años sesenta surgieron las experiencias guerrilleras urbanas: los Tupamaros, provenientes del antiguo Partido Socialista, en Uruguay; el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, autodefinido como marxista leninista, en Chile; los Montoneros, tendencia del peronismo a la que se sumaron sectores de la izquierda marxista y el troskista Ejército Revolucionario del Pueblo, en la Argentina; la Acción Liberadora Nacional, del ex comunista Carlos Marighella, en Brasil. Su composición social era similar a la de las guerrillas rurales: jóvenes de los sectores medios urbanos con estudios universitarios.

Decididos a erradicar la subversión social y política, los militares –con la complicidad más o menos explícita de las clases propietarias y el aval de los Estados Unidos– optaron por tomar el poder: Ecuador en 1963, Brasil y Bolivia en 1964, la Argentina en 1966 y luego en 1976, y finalmente Uruguay y Chile en 1973. En cambio, los golpes de 1968 de los militares peruanos con Velasco Alvarado a la cabeza y el de Omar Torrijos en Panamá se definieron a favor de las reformas sociales y mantuvieron tensas relaciones con los Estados Unidos.

 

Acciones de Documento