FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sobre el interés histórico del film


El hombre que siempre estuvo

 

En el único pasaje gracioso de la extensísima alocución a la cámara que configura el núcleo de La niebla de la guerra, Robert McNamara revela risueño el segundo nombre –apellido materno- que se esconde detrás de la enigmática S: Strange. “Ya sé que es extraño, pero ¿cuál es?” le respondía su novia, poco antes de casarse con ese hombre que ocuparía durante más de veinte años algunos de los cargos más importantes de la industria nacional, la política internacional y el mundo de las finanzas de la posguerra. Extraño es el nombre y extraño el hombre que lo porta, o extrañas resultan, más bien, sus formas de atender con precisión, soltura y lucidez una serie de interrogantes que refieren a su papel ante algunos de los episodios más críticos y dramáticos de la política mundial del siglo XX.

Este hombre, uno de los principales focos de la crítica a la política exterior de los Estados Unidos durante los álgidos años sesenta, que reconoce ante la cámara que para mucha gente no es más que un “hijo de puta”, asume el desafío de contarse a sí mismo actuando en el corazón del sistema y de reflexionar sobre las condiciones históricas, los sentidos y los resultados de su paso por el departamento clave para la dirección de las guerras de los Estados Unidos, cuando el país asumía el liderazgo de la política mundial y lo cotejaba con el oponente soviético.

¿Tendremos dentro de treinta o cuarenta años un testimonio de primera mano tan completo y complejo de alguno de los altos funcionarios de gobierno sobre las guerras que los Estados Unidos emprenden en nuestro tiempo? No parece muy probable, tanto porque el mundo ha cambiado y no se rige ya por las lógicas más o menos opacas propias del enfrentamiento entre las superpotencias, como porque los motivos y las crónicas de las propias guerras del presente están más expuestos mediáticamente y parecen depender en menor medida que entones del manejo de una cúpula de altos funcionarios. La guerra es hoy más una maquinaria, un sistema en funcionamiento constante que un asunto que requiere decisiones tensas y dramáticas o que se viven con tensión y dramatismo. La guerra, y las de Estados Unidos en particular, no son ya una noticia o una novedad y hemos aprendido a convivir con su continuidad ilimitada. En cambio, y este cambio es uno de los aspectos más significativos que surge de la comparación entre épocas, en tiempos de McNamara la guerra era aún un asunto de extrema gravedad para los gobiernos y para las sociedades. Aún con esas diferencias, nuestro tiempo, claro está, proviene de aquel y esto es, ciertamente, una cuestión de primer orden que el film de Morris permite observar y considerar en detalle.

¿Por qué y a quienes les habla apasionadamente este hombre a la vuelta de la historia? No parece posible responder completamente a estas preguntas, y esto hace del film y de su protagonista incluso más interesante de lo que podría parecer a primera vista. Es evidente que McNamara cree que, considerado retrospectivamente, su testimonio puede contribuir a entender mejor algunas de sus decisiones y de sus responsabilidades ante la historia, pero es sobre todo un hombre práctico y no parece hacerse demasiadas ilusiones sobre este punto. Más interesante resulta lo que ha ido guardando como conclusiones personales y como lecciones aprendidas de la historia, aunque no siempre, como el film se ocupa de exponer, se desprendan tan claramente de su forma de presentar los hechos y su lugar ante ellos. Como la de Eisenhower al retirarse de la presidencia de la nación en 1961, la palabra de McNamara –no casualmente contemporáneo y sucesor de aquel en la alta política del país- parece dirigirse sobre todo a sus sucesores: un llamado tan lúcido como desesperado a no seguir el camino que ellos mismos abrieron y trazaron para el porvenir.

 

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McNAMARA ANTE LA CÁMARA, APLOMADO Y ELOCUENTE

 

Entonces y ahora

El telón de la guerra fría ha caído y este es el principal elemento histórico que hay que tener en cuenta a la hora de considerar este film y la figura que lo motiva y lo organiza. Nos habla un ganador, y aunque su testimonio resulta discreto y reflexivo, nos habla desde el punto de vista de los que ganaron. Su evaluación de los acontecimientos y del devenir histórico, ciertamente parcial, nos llega con la certeza de que la potencia a cuyas políticas este hombre sirvió con esmero y sentido de la responsabilidad ha extendido y consolidado su poder militar a escala planetaria y entonces, sus reflexiones calibradas, meditadas y depuradas a lo largo de los años no terminan de penetrar esa niebla propia de la historia –o de la historia entendida como la guerra- a la que se refiere el propio personaje: lo que sabemos o lo que podemos decir hoy del pasado no es lo que sabíamos o lo que podíamos decir entonces aún sabiéndolo. En ese abismo que se abre entre el tiempo al que se refiere el testimonio y el tiempo desde el que se mira atrás, abismo que excede en mucho al propio personaje, es donde, creemos, se debe sondear lo más profundo y significativo de los sentidos de este film que deja más interrogantes que certezas sobre su asunto y sobre su protagonista.

Nos detendremos en tres instancias históricas que el entrevistado presenta, revisa y analiza con pasión, interés y una sorprendente inclinación a indagar en las zonas grises y en ciertos matices que desprenden de su discurso una cierta aunque ambigua voluntad reflexiva.

 

De Le May a Johnson

Dentro de la presentación histórica que formula de los principales acontecimientos en los que le tocó tomar decisiones importantes para la política exterior del país, McNamara se muestra permanentemente como el funcionario dialoguista, pacificador, moderado; aquel que, en último extremo siempre aconsejaba prudencia y procuraba comprender el punto de vista y la situación del adversario. Su discurso construye de este modo una imagen nítida y consecuente de su paso por el alto mando de la política norteamericana, la del hombre responsable que siempre intentó minimizar los daños. Si nos atenemos a esta pretendida línea de conducta, desde Hiroshima hasta Vietnam McNamara habló con los máximos responsables del país para evitar medidas irreversibles y para moderar los efectos de las acciones militares a gran escala siempre que fuera posible.

En relación con el bombardeo sobre Japón, señala que como consejero técnico no estuvo de acuerdo con el uso de las bombas atómicas y le adjudica al general Curtis Le May la idea y la decisión de su lanzamiento; cuando revisa la crisis de los misiles y las posiciones beligerantes de militares y asesores, se sitúa del lado de los prudentes y de los que evitaron el estallido de una guerra nuclear y, finalmente, en torno de Vietnam, tanto en su estrecha relación con Kennedy como en la más distante con Johnson, siempre se manifestó en contra de la ampliación de los efectivos militares en el país y de la continuidad o expansión de la guerra en el sudeste asiático.

 

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McNAMARA EN LOS ARCHIVOS, EVALUANDO LA SITUACIÓN MILITAR EN VIETNAM

 

Sin embargo, su propio testimonio está plagado de matices en relación con lo que pensaba y aquello de lo que tomó parte activa. Así, mientras toma distancia de la decisión de bombardear Japón con armas nucleares, pierde de vista o minimiza el hecho de que su contribución de ingeniería aplicada a la maximización del rendimiento y de la eficacia de los recursos bélicos, de la que se siente claramente orgulloso, formaban parte del entramado de cuestiones estratégicas que podían derivar en una decisión de este tipo o servir a los argumentos de quienes, como Le May, tenían una postura militarista radicalizada en relación con la necesidad de destrucción total del enemigo.

Luego, tras destacar su postura pacifista en relación con los misiles en Cuba, desdeña la importancia que para los hechos tenía la invasión a Bahía de Cochinos, planeada y ejecutada poco antes bajo su gestión; e incluso en su momento más glorioso, o el que recuerda con mayor orgullo, el de la resolución pacífica de la crisis, adjudica al embajador norteamericano en Moscú la mayor parte de la responsabilidad en el hecho de convencer a Kennedy de no apelar a las armas y dialogar con los adversarios, mientras el mismo McNamara, aún acordando con la postura, se mantenía en un discreto segundo plano esperando órdenes.

Finalmente, al referirse a su clara posición en contra de la extensión de la incursión militar en Vietnam, no acierta a explicar por qué él mismo autorizó o decidió el uso del Na-palm o “agente naranja” por parte de las propias fuerzas y oculta su conciencia detrás de una maraña legalista difusa y nebulosa: “es que ninguna ley nos prohibía su uso”, al tiempo que, exabrupto mediante, procura equiparar su postura contraria a la guerra con la del reverendo Morrison, que se suicidó prendiéndose fuego frente a sus oficinas reclamando por la paz en Vietnam.

 

Entre el militar y el poeta

Es importante apuntar aquí que Morris ensaya varias maniobras de distanciamiento sobre el testimonio de McNamara intercalando imágenes de archivo y audios desclasificados que no siempre se ajustan completamente a su versión de los hechos e introduciendo una banda musical que desnaturaliza o limita la identificación con su entrevistado; pero esta distancia no implica negación ni desautorización. El film busca su propio horizonte de verdad más allá de las palabras de su sujeto, pero no lo consigue delinear completamente y tal vez aquí radique su mayor valor y su riqueza más profunda. No se trata de ninguna clase de enjuiciamiento anacrónico; no es exactamente que McNamara mienta; este hombre lúcido, convencido, elocuente y de compleja e intensa inteligencia está más allá de la necesidad de mentir y de la intención de quedar bien ante la Historia simplemente con palabras; se trata en verdad de una serie de cuestiones más complejas y resbaladizas: le creamos o no, está claro que McNamara mismo cree en su relato y que no lo despliega para disculparse de nada; lo que sucede es que su testimonio sigue siendo pequeño en relación con lo que narra, porque los motivos personales conscientes o inevitables de sus acciones son una parte enorme de su experiencia y de su sabiduría, pero una muy pequeña de los acontecimientos en los que tomó parte y tuvo responsabilidad más o menos directa.

Tampoco tiene sentido esperar de este hombre la revelación de los secretos fundamentales de la historia de una parte sustantiva de la guerra fría, justamente porque esos secretos, de la máxima importancia en su momento, resultan hoy parcialmente anecdóticos o resignificados por el final de su tiempo. En este sentido, sus diálogos con Fidel Castro o con los dirigentes vietnamitas a la vuelta de los tiempos, ilustran mejor su propio camino de reflexión que el curso de los hechos y refuerzan su idea de que no hay una racionalidad intrínseca general en la marcha de las relaciones internacionales, sino racionalidades que se despliegan y se confrontan en el marco de ciertas circunstancias críticas de la Historia. El propio postulado de McNamara se muerde la cola en este punto: de haber conocido el punto de vista o la postura de Fidel Castro en 1962, no se habría evitado la guerra nuclear.

 

nullMcNAMARA ANTE LA HISTORIA, ATENTO Y REFLEXIVO

 

Justamente por estas grietas, a veces pequeñas otras más profundas, que se abren entre los acontecimientos y las enseñanzas que de ellos predica el sujeto, entre hombre, hechos y discurso, el film de Morris trasciende su mero valor testimonial y va bastante más allá del simple reportaje al hombre importante de su tiempo. Permite de este modo pensar en lo que se agita históricamente en el imaginario y en el discurso de un hombre emblema de la nación –nada menos que uno de los inventores del cinturón de seguridad para los automóviles- que controló durante un tiempo extenso y crucial algunos de los más importantes resortes de su política frente al mundo. Permite considerar también que dentro de ese imaginario, no necesariamente compartido, para un hombre de su generación ciertas cosas podían sostenerse aún sin casi asomo de cinismo: ponemos en marcha un poderoso dispositivo para la guerra que, llegado el momento, no podemos detener; creemos en el valor fundamental de la paz, pero a veces nuestros intereses nos obligan a destruirla; tenemos que comprender el punto de vista de los adversarios para evitar o minimizar los daños irreparables, sobre todo nuestros propios daños; en el marco de nuestras guerras hemos cometido crímenes enormes pero hemos vencido, por tanto, no somos los criminales de guerra.

La apelación a T.S. Eliot es tan curiosa como precisa y significativa: “No dejaremos de explorar y el fin de nuestra exploración será encontrar el punto de partida y conocer el lugar por primera vez". El sabio experimentado apela al poeta para evocar aquello que su sabiduría no le permite cerrar definitivamente. No se trata de una huida hacia la abstracción estética, el anciano de la tribu era plenamente consciente de los sentidos de su paso por la alta política de su país durante casi dos décadas y lo volvería a exponer al oponerse públicamente a la invasión a Irak en 2004 por medio de una carta enviada al presidente Bush: lo único que sabemos con certeza, es que vivimos en el tiempo permanentemente renovado de lo que no hemos querido o sabido evitar.

 

 

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