FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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IV. El escenario comunista

La China de Mao




Para China, la Segunda Guerra Mundial comenzó en 1937 con la invasión de Japón, que condujo a la alianza pragmática entre el Kuomintang y el Partido Comunista. A lo largo del conflicto, los comunistas extendieron y consolidaron su inserción en la sociedad china y, una vez asegurada la independencia nacional con la derrota de Japón, se reanudó la guerra civil. El Kuomintang salió muy debilitado de la guerra de liberación: sus dirigentes eran considerados corruptos e incapaces de satisfacer el afán de justicia social. Los nacionalistas habían reprimido las revueltas rurales y las manifestaciones estudiantiles, y los intentos de Chiang de afianzar la autoridad del gobierno lo habían enfrentado a los jefes regionales. Desde 1946, Mao insistió en la redistribución radical de la tierra ocupada por sus fuerzas. Los equipos de trabajo comunistas alentaban a los campesinos pobres y medios a participar en asambleas de lucha, en las que expresaban sus agravios y muchas veces ejercían violencia sobre los terratenientes. Con el triunfo de los comunistas en 1949, se proclamó la República Popular China, que rápidamente impuso su dominio sobre el Tíbet, región aislada durante la República.

Los nacionalistas se refugiaron en la isla de Formosa (Taiwán) bajo la protección de Estados Unidos, y el asiento reservado a China en el Consejo de Seguridad de la ONU fue asignado al gobierno encabezado por Chiang Kai-shek. Simultáneamente, Mao se alineó con la Unión Soviética. En diciembre de 1949, el líder de la Larga Marcha viajó a Moscú para firmar un tratado de amistad, alianza y asistencia mutua con Stalin. El Kremlin, más allá de vanagloriarse por contar dentro de su esfera de influencia con la nación más poblada del mundo, no parecía esperar demasiado de una China empobrecida por décadas de guerra civil y ávida de ayuda. Además, la relación de Mao con los soviéticos tenía un pasado borrascoso y los dos meses de su estadía en Moscú estuvieron plagados de tensiones.

A fines de la década de 1920, cuando el líder chino se retiró al campo para organizar un ejército compuesto fundamentalmente por campesinos, la Internacional apoyó su destitución del Comité Central del Partido. En 1948, Stalin, en su afán de no irritar a Washington y descartando el triunfo de Mao, propició el acuerdo de este con el Kuomintang y desaprobó la ofensiva general de los comunistas contra el ejército nacionalista. No obstante, el líder chino nunca enfrentó abiertamente a Moscú.


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PÓSTER DE PROPAGANDA CON MAO Y STALIN










Apenas concluida la guerra civil, el gobierno chino envió a sus hombres –más de dos millones– para ayudar a los comunistas coreanos, que pretendían reunificar el país a través de la guerra. En China, la nueva acción bélica se asoció con la exaltación de la potencia del espíritu revolucionario, uno de los principios centrales del maoísmo, que recurrió reiteradamente a campañas de movilización masivas para promover cambios a través de la voluntad política y el esfuerzo compartido. La guerra de Corea también favoreció la propuesta de una pronta industrialización para dotar al país de los recursos que asegurasen su defensa frente a la amenaza exterior. Fue una posición similar a la de los estalinistas cuando, a fines de los años veinte, aprobaron el primer plan quinquenal y atacaron con brutal violencia al campesinado.

Una vez en el gobierno, los comunistas chinos enfrentaron desafíos similares a los de los bolcheviques cuando tomaron el poder: satisfacer las aspiraciones de una población abrumadoramente campesina, consolidar la clase obrera y erradicar el atraso para poder ingresar en el mundo moderno eludiendo la ruta capitalista. En ambos países, la burguesía era débil y los partidos comunistas, además de controlar los recursos del Estado, podían exigir sacrificios a la población. A diferencia de los bolcheviques, los maoístas tenían una fuerte inserción en el ámbito agrario y habían librado la guerra civil antes de llegar al gobierno. Al finalizar la guerra de Corea y con la ayuda de la Unión Soviética, el primer plan quinquenal (1953-1957) adoptó el modelo estalinista: la construcción de enormes plantas industriales; el creciente peso de los burócratas y profesionales capaces de dirigirlas, y el incremento de una producción agrícola que aportaba los recursos necesarios para la industrialización. Pero los comunistas chinos, cuya principal base de sustentación eran los campesinos, no estuvieron tan dispuestos a explotarlos en beneficio de la industria pesada como hicieron los soviéticos. Se promovió la creación de cooperativas rurales que alentaban el trabajo compartido sin eliminar la propiedad privada. No obstante, este sistema inquietaba a los comunistas porque reconocía a los campesinos como propietarios de sus parcelas e incluso les permitía disponer libremente de una parte de la producción. En 1955, se dio un giro en favor de la colectivización plena pero sin la brutal campaña contra los kuláks que desplegó el estalinismo; los comunistas chinos combinaron persuasión con presiones en un mundo rural donde la presencia de los campesinos acomodados ya era reducida.

A mediados de la década de 1950, la dirigencia comunista creyó que la estabilidad y los logros económicos y sociales de los primeros años le permitirían contar con el apoyo de los intelectuales si aflojaban los controles y los alentaban a manifestar sus opiniones con sentido constructivo. No querían que en China sucediese algo parecido a los levantamientos de Europa oriental entre 1953 y 1956. Se supuso que el Partido, con su marcado sesgo hacia las diferencias jerárquicas y el autoritarismo, podía renovarse a través de un debate del que participarían los intelectuales ofreciendo nuevas alternativas. En 1956, Mao puso en marcha la breve campaña en favor de la libertad de pensamiento y expresión, el llamado Movimiento de las Cien Flores, nombre tomado de un poema chino tradicional: Que cien flores florezcan; que cien escuelas de pensamiento compitan entre sí. Pero las críticas subieron de tono, llegando a denunciar la colectivización y el monopolio del poder político por parte del Partido. La reacción no se hizo esperar: los críticos del régimen fueron acusados de contrarrevolucionarios elitistas y castigados con la censura, la cárcel o los trabajos forzados.

El primer plan quinquenal fue relativamente exitoso, pero a ese paso la industrialización de China tardaría mucho tiempo porque los excedentes del agro eran muy reducidos. Para evitar las constricciones materiales se convocó a la población a dar el Gran Salto Adelante, cuyo principio básico era utilizar al máximo el único recurso abundante: la mano de obra campesina. Para aumentar la productividad, los maoístas apostaron a la transformación radical de las estructuras sociales agrarias mediante la movilización de la fuerza laboral rural y la reorganización de la familia campesina. En las fábricas se promovió la democracia igualitaria a través de las críticas de las bases a los directivos y especialistas: cualquiera estaba en condiciones de saber qué decisiones eran las adecuadas y era más importante ser rojo que especialista. El ala moderada, encabezada por Liu Shaoqi y Deng Xiaoping, predicaba una reforma cauta y anteponía los criterios económicos y técnicos a la voluntad política. Para Mao, en cambio, la movilización de las masas podía superar todo obstáculo material; en su visión prevalecía la idea de la revolución continua como herramienta de progreso y de transformación social.

El Gran Salto Adelante condujo a muchos hombres a dejar el campo para sumarse a la obra pública o ingresar en las fábricas. Las comunas populares, donde todas las tareas eran compartidas, reemplazaron a las cooperativas creadas unos años antes. Estas comunas –cuyas guarderías y comedores liberaban al ama de casa de las tareas domésticas– permitieron la plena incorporación de la mujer al trabajo intensivo en el medio rural. Este giro radical afectó el modo de vida tradicional de la familia campesina y fue un rotundo fracaso económico. El enorme tamaño de las comunas, en las que no se permitía ningún tipo de explotación privada, diluyó las responsabilidades y debilitó la motivación de los campesinos. A los defectos constitutivos del sistema se sumaron una serie de sequías e inundaciones que provocaron hambrunas en numerosos lugares. En diciembre de 1958, la dirigencia comunista canceló el proyecto para dar paso a un comunismo más tecnocrático y Mao debió dejar la jefatura del Estado en manos de Liu Shaoqui, aunque conservó la dirección del Partido.

La nueva dirección colegiada abandonó las campañas por la democracia y volvió al salario por pieza, a la valoración del saber de los especialistas y al restablecimiento de las viejas jerarquías campesinas. No quedó nada del igualitarismo defendido por Mao. Los mandos del Partido reafirmaron su autoridad en el control de la economía y la determinación de la posición que ocupaba cada grupo en la sociedad. A partir de la Revolución, la gente había sido clasificada en rojos –obreros, campesinos pobres y medios, cuadros, soldados y familiares de mártires revolucionarios y negros: terratenientes, campesinos ricos, contrarrevolucionarios, elementos antisociales y derechistas. Este ordenamiento, lejos de avanzar hacia una sociedad igualitaria, generó una masa de resentidos entre los excluidos de la élite roja, desde los miembros de la antigua burguesía pasando por jóvenes rebeldes hasta los trabajadores recién emigrados a las ciudades, que carecían de los beneficios de los obreros más antiguos.

El marginado Mao y su círculo no compartían el nuevo rumbo tecnocrático que acompañaba al afianzamiento de las nuevas jerarquías en el Partido, y a mediados de la década de 1960 pusieron en marcha la Revolución Cultural: un giro destinado a barrer a la cúpula gobernante a través del cual Mao reafirmó su convicción sobre la primacía de la voluntad política gestada al calor de la experiencia del socialismo guerrillero. Los burócratas enfriaban el ardor revolucionario y había que desplazarlos para que la movilización y el sacrificio militante de la población hicieran posible el salto hacia el comunismo igualitario, al que las condiciones materiales oponían severas limitaciones. El líder chino temía, como le dijo al vietnamita Hồ Chí Minh en 1966, que ellos fueran sucedidos “por Bernstein, Kautsky o Kruschev”.

La “revolución desde arriba” se puso en marcha con declaraciones críticas sobre los “representantes de la burguesía y la gente del estilo de Kruschev que todavía anidan entre nosotros” y de inmediato se multiplicaron los grupos de Guardias Rojos formados básicamente por estudiantes. La Guardia Roja debía combatir el revisionismo en el seno del Partido y las “cuatro antiguallas” en el conjunto de la sociedad: las viejas costumbres, la vieja cultura, las viejas ideas y las viejas tradiciones de las clases explotadoras. La acción espontánea de las masas debía reordenar acabadamente la sociedad liquidando las diferencias de clase en sus distintas expresiones, no solo la económica, y anulando también la división entre trabajo intelectual y manual. En la cúspide solo habrían de quedar los más virtuosos y comprometidos con la lucha de clases. La movilización iniciada por los estudiantes fue seguida por la de los obreros contra quienes los sojuzgaban y la de las poblaciones rurales contra los jefes políticos locales. En la fase más radical de la Revolución Cultural, la Guardia Roja se dividió, ambiguamente, entre conservadores y radicales según la diversidad de grupos e intereses enfrentados que quedaron envueltos en la revolución convocada “desde arriba”. La confusión derivó en una guerra civil, en la que ambos bandos proclamaban acatar la voluntad de Mao. A finales de 1967 el líder chino reconoció el peligro del caos y puso en marcha una nueva campaña encomendando al ejército, que antes había apoyado a los radicales, la restauración del orden, que fue lograda con un altísimo grado de violencia. fuente

Aunque las décadas de 1960 occidental y asiática mantuvieron conexiones entre sí, hubo también diferencias muy importantes.

En Europa y América, el ascenso de los movimientos de protesta de la década de 1960 trajo consigo un cuestionamiento de las instituciones políticas del capitalismo y una crítica intensa de su cultura. La década de 1960 occidental criticó exhaustivamente las políticas internas y externas del Estado de posguerra. En cambio, en el sudeste asiático (en Indochina en particular) y en otras regiones, los levantamientos de la década de 1960 se manifestaron en forma de lucha armada contra la dominación imperialista y la opresión social occidental.


Con el lanzamiento de la Revolución Cultural, Mao y otros dirigentes del Partido se basaron en una serie de tácticas para combatir las tendencias hacia la burocratización y las luchas internas en torno del poder dentro del Estado-partido, pero el resultado final fue que la estrategia concretada fue atravesada por los procesos mismos –lucha de facciones y tendencia hacia la burocratización– que se pretendía combatir, dando paso así a una nueva represión política y a la inflexibilidad del Estado-partido.

En el marco del desorden desatado por la Revolución Cultural, las tensas relaciones entre Pekín y Moscú alcanzaron un punto crítico cuando las disputas fronterizas desembocaron en una serie de incidentes armados en 1969. Un sector de la dirigencia china, preocupado por la combinación de deterioro interno y amenaza exterior y con el afán de romper el aislamiento de Pekín, propició el acercamiento a Estados Unidos pensando también en debilitar a los soviéticos: una pausa en las críticas contra el imperialismo bastaría para inquietar a los revisionistas del Kremlin. Mientras Estados Unidos redoblaba su apuesta militar para liquidar el régimen comunista en Vietnam, Zhou Enlai –dirigente clave en relaciones exteriores, excepto al inicio de la Revolución Cultural– propició el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos y el ingreso de China en el Consejo de Seguridad de la ONU, desplazando de su banca a la representación del gobierno chino con sede en Taiwán.

Tras la muerte de Mao y la restauración del poder de Deng Xiaoping y otros dirigentes, el Estado chino emprendió una “negación a fondo” de la Revolución Cultural desde finales de la década de 1970. Asociado a los sentimientos populares de incertidumbre y desilusión, esto condujo a un fundamental cambio de actitudes que ha durado hasta la actualidad. En los últimos treinta años, China ha pasado de ser una economía planificada a una economía de mercado, de “cuartel general de la revolución mundial” a próspero centro de la actividad capitalista, de nación antiimperialista del Tercer Mundo a uno de los “socios estratégicos” del imperialismo.

En su trayectoria posterior, el proceso de despolitización de China llegó a presentar dos características decisivas: en primer lugar, la ausencia de teoría en la esfera ideológica; en segundo lugar, hacer de la reforma económica el centro exclusivo del trabajo del Partido.


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