V. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto
Hacia la guerra
Desde los inicios de su actividad política Hitler había expresado su repudio al tratado de Versalles y la convicción de que Alemania debía romper con los acuerdos impuestos a través de la “traición” de la República de Weimar. No obstante, antes de que el jefe nazi ingresara al gobierno una serie de hechos evidenciaron que el clima de distensión se había enrarecido. En la Conferencia Internacional de Desarme inaugurada en febrero de 1932 las posiciones encontradas impidieron organizar el debate. El gobierno conservador alemán exigió que sus derechos y restricciones en el campo de los armamentos fuesen equiparados con los de las demás potencias, y ante las dilaciones sobre este reclamo se retiró momentáneamente del foro.
También la crisis económica intensificó la tensión internacional. La mayor parte de los países, buscando proteger a sus productores, optaron por medidas unilaterales. La Conferencia Económica Internacional reunida en Londres en julio de 1933 fracasó debido a las resistencias para adoptar reglas compartidas. Casi todos los gobiernos respondieron a la crisis con la desvalorización de la moneda y barreras proteccionistas, medidas que acentuaron la caída de los intercambios internacionales.
Francia e Inglaterra incrementaron los vínculos con sus posesiones coloniales. Japón, Italia y Alemania, que carecían de este recurso, se inclinaron hacia la autarquía –una opción viable solo para el corto plazo– y promovieron la expansión territorial a través de la fuerza. Esta política combinaba razones económicas con un ideario nacionalista (y racista en el caso nazi) que promovía la grandeza nacional vía el sometimiento armado de otros países. Aunque los tres coincidieron en desmantelar el sistema de Versalles, en un principio cada Estado nacional persiguió objetivos propios, y estuvieron lejos de conformar un bloque con objetivos y vías de acción ampliamente compartidas. Las divergencias iniciales fueron evidentes en el caso de las relaciones entre Roma y Berlín.
Cuando Mussolini encabezó el gobierno italiano fue visualizado como el hombre capaz de restaurar el orden en su país, y hasta mediados de los años treinta fue un interlocutor confiable que acompañó decididamente a Francia y Gran Bretaña en la preservación del mapa europeo dibujado al finalizar la Primera Guerra Mundial. A fines de julio de 1934, el líder fascista envió tropas a la frontera ítalo-austríaca para frenar el golpe alentado por los nazis más radicales, y posibilitó la permanencia de los conservadores austríacos en el gobierno. Esta decisión se correspondía con los intereses de grupos económicos italianos interesados en ejercer su predominio sobre los Balcanes. En abril del año siguiente, después de que Hitler cuestionara Versalles al anunciar el restablecimiento del servicio militar obligatorio en Alemania, Mussolini firmó un acuerdo con el ministro de Asuntos Exteriores francés, Pierre Laval, y el primer ministro británico, el laborista Ramsay MacDonald –el llamado frente de Stresa, nombre de la ciudad italiana en la que se reunieron– que reafirmaba la independencia de Austria y la obligación de Alemania de respetar el tratado de Versalles. Sin embargo, la invasión de Etiopía en octubre de 1935 por el ejército italiano dio lugar a la decidida unidad de acción entre Roma y Berlín, sostenida básicamente en la afinidad política e ideológica entre fascismo y nazismo.
El fascismo italiano se lanzó a la conquista en el norte de África con el doble propósito de incorporar nuevos mercados y de vincular su política exterior con la grandeza del antiguo Imperio romano. Con esta agresión, el frente de Stresa se derrumbó. El emperador etíope Haile Selassie solicitó el respaldo de la Sociedad de Naciones, como país miembro de dicha organización mundial, y Francia –junto con Gran Bretaña– aprobaron la aplicación de sanciones económicas, poco efectivas, al gobierno de Mussolini. Hitler, en cambio, respaldó la acción del Duce. El vínculo entre ambos jefes políticos se consolidó con la intervención conjunta en la guerra civil española para apoyar al general Franco, y con la proclamación, en noviembre de 1936, del Eje Berlín-Roma A fines de 1937, Italia, como en 1933 lo hiciera Alemania, abandonó la Sociedad de Naciones.
Las primeras crisis provocadas por el quebrantamiento del statu quo por parte de Hitler fueron cortas e incruentas. Estos éxitos fortalecieron el mito del Führer.
En Asia, con la ocupación de Manchuria en septiembre de 1931 como reacción al “incidente de Mukden” –la explosión en septiembre de 1931 de un ferrocarril con tropas japonesas–, el Imperio japonés dio el primer paso en la escalada que conduciría a la guerra, sin que la Sociedad de Naciones ejerciera algún tipo de freno efectivo frente al invasor. Japón, un país superpoblado y con escasas materias primas, había sufrido especialmente la contracción del comercio mundial. El giro a favor del rearme ayudó a la recuperación económica experimentada desde 1932, luego de tres años de una profunda recesión derivada de la crisis mundial de 1929. El ingreso en Manchuria fue una decisión unilateral de los efectivos militares de Kuantung. Las órdenes del gobierno destinadas a detener la intervención fueron ignoradas. Pocos meses después, en mayo de 1932, el primer ministro, que intentó frenar al ejército, fue asesinado por jóvenes ultranacionalistas. En adelante, el emperador nombró gobiernos presididos por personas de su confianza que no procedían de la dirigencia política, pero gozaban de autoridad y prestigio en las fuerzas armadas. Tokio impuso en Manchuria un gobierno títere encabezado por Pu-Yi, el emperador chino destronado con la instalación de la República. El gobierno japonés estaba decidido a dominar el Pacífico, y en marzo de 1933 abandonó la Sociedad de Naciones.
En el plano interno, la existencia de partidos débiles, de gobiernos no parlamentarios y el deterioro institucional se combinaron con luchas facciosas en el interior del propio ejército. El episodio más evidente de esta situación tuvo lugar el 20 de febrero de 1936. Al día siguiente de las elecciones generales en las que el partido Minseito resultó ganador, un importante número de jóvenes oficiales identificados con la fracción ultranacionalista, Escuela de la Vía Imperial (Kodo-ha), se embarcó en un golpe de Estado, y asesinaron a ex jefes del gobierno y otras conocidas figuras. El levantamiento no prosperó y el emperador dispuso que los dirigentes sediciosos fueran ejecutados. La fracasada acción de fuerza no afectó el prestigio del ejército como institución, pero dio lugar a la consolidación de la fracción rival, la Escuela del Control (Tosei-ha). Sus integrantes, militares nacionalistas y decididamente favorables a la expansión territorial de Japón, se mantuvieron al margen del proyecto golpista. A mediados del año siguiente, los incidentes que se produjeron en las afueras de Pekín entre tropas chinas y japonesas que contra todo derecho se desplazaban por la zona, dieron inicio a la guerra chino-japonesa que se prolongó en la Segunda Guerra Mundial.
El autoritarismo en Japón no estuvo asociado al fortalecimiento de partidos de derecha que combinaran la violencia, las elecciones y la movilización de amplios sectores de la sociedad, como ocurrió en Italia y en Alemania. Japón era un país con menor juego democrático, y además no se dio allí un partido de masas con sus propias fuerzas paramilitares que tomara el control del aparato estatal. En este país fue el ejército quien se hizo cargo del gobierno y puso en marcha la acción bélica con fines expansionistas.
HIDEKI TŌJŌ (1884-1948)
HIJO DE UN OFICIAL DEL EJÉRCITO, ESTUDIÓ EN LA ACADEMIA MILITAR IMPERIAL Y FUE PROMOTOR DE LA FRACCIÓN TOSEI-HA. DEFENDIÓ LA GUERRA TOTAL Y DIRIGIÓ A LAS TROPAS JAPONESAS EN MANCHURIA A PARTIR DE 1935.OCUPÓ EL CARGO DE PRIMER MINISTRO DOS MESES ANTES DEL ATAQUE A ESTADOS UNIDOS EN PEARL HARBOR. AL CONCLUIR LA GUERRA FUE DETENIDO E INTENTÓ SUICIDARSE. JUZGADO Y CONDENADO POR UN TRIBUNAL MILITAR INTERNACIONAL COMO AUTOR DE CRÍMENES DE GUERRA, FUE EJECUTADO EN DICIEMBRE DE 1948
En noviembre de 1936 Alemania y Japón firmaron el pacto anti-Komintern, un documento básicamente ideológico en el que ambos gobiernos acordaron mantenerse informados sobre las actividades de la Internacional Comunista para cooperar estrechamente en las medidas de defensa que considerasen oportunas. Entre 1937 y 1941 se sumaron España, Italia, Finlandia, Eslovaquia, Croacia, Hungría y Rumania. A excepción del gobierno de Franco, el resto apoyó la guerra contra la URSS dispuesta por Hitler en junio de 1941. Japón, en cambio, se mantuvo al margen de esta empresa. Los militares en el poder, siguiendo los tradicionales intereses expansionistas japoneses, habían desplegado sus efectivos en el área del Pacífico y el Asia oriental. Para no dispersar sus fuerzas en dos frentes, y al margen de consideraciones ideológicas, en abril de 1941 firmaron un pacto de no agresión con Stalin, también interesado en evitar enfrentamientos que excedían las posibilidades de la Unión Soviética. Este tratado estuvo vigente durante casi todo el conflicto; recién en Yalta (febrero 1945) el dirigente soviético decidió entrar en guerra con Japón y sumar así sus fuerzas militares a las de Estados Unidos.
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