FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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VI. El mundo colonial y dependiente

América Latina en los años de entreguerras


Si bien la Primera Guerra Mundial no involucró directamente a los países de América Latina, el conflicto en el que se desangraba el mundo, y especialmente Europa, tendría consecuencias en las sociedades latinoamericanas. Sin embargo, es preciso advertir que la crisis europea vino a sumar turbulencias a la inestabilidad del orden oligárquico y al modelo primario exportador en que se sustentaban esas sociedades, que mostraban signos de una crisis gestada en el marco de sus propias contradicciones. Es decir que si bien las cronologías construidas en función de lo acontecido en Europa pueden servir como un marco para analizar América Latina, la historia del subcontinente ofrece dinámicas de conflicto y cambio que responden a lógicas internas.  

Las sociedades latinoamericanas se habían diversificado bajo el impulso de la economía de exportación. En los países donde el impacto de las transformaciones había sido más intenso, la presencia de sectores medios en las ciudades y de un incipiente proletariado ofrecía un panorama bastante diferente al del siglo anterior, que amenazaba conmover los fundamentos de un orden basado en la exclusión de las mayorías y en el control del Estado por una minoría. Los derroteros y las formas de esa inestabilidad variaron según los diferentes países.

Los casos de México, por un lado, y de Argentina, Chile y Uruguay, por el otro, ofrecen testimonios de los extremos en los que se tramitaron las tensiones bajo el orden oligárquico.

En México, los conflictos derivados de la “modernización” comandada por las oligarquías habían estallado en una revolución social, que la política, no exenta de violencia, demoró más de una década en apaciguar. La Revolución mexicana, iniciada en 1911, mostraba al resto del continente las posibles consecuencias de la exclusión política y de las tensiones sociales derivadas del crecimiento desigual en que se sostenía el orden gestado por las oligarquías durante la era del imperialismo. La Constitución de 1917, surgida de acuerdos y de la fuerza militar del Ejército Constitucionalista, de Venustiano Carranza, incorporó algunos derechos laborales y el reclamo en torno de la problemática de la tierra, que habían sido parte de las demandas de los actores del conflicto, además de reordenar el tablero de los sectores de la elite convocados a participar del Estado. Durante la década de los veinte el orden surgido de la Revolución se consolidó a partir de las gestiones de Álvaro Obregón y fundamentalmente bajo la presidencia y luego la influencia de Plutarco Elías Calles. Obregón estableció acuerdos con los Estados Unidos, con el movimiento obrero organizado en la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), y eliminó lo que quedaba de los poderes regionales con el asesinato de Pancho Villa en 1923. Calles debió lidiar con las últimas resistencias a la centralización y consolidación del Estado mexicano, expresadas en un conflicto con la Iglesia, que derivó en las manifestaciones y alzamientos de campesinos católicos, que se conocieron como la  Rebelión de los Cristeros. Posteriormente organizó el sistema político a través del Partido Nacional Revolucionario (PNR), dentro del que se seguirían disputando los liderazgos para comandar y conciliar las demandas que habían convergido en la Revolución.

En otros países, como la Argentina, Chile y Uruguay, desde comienzos del siglo XX la reforma política pareció una válvula de escape para las tensiones acumuladas bajo el orden excluyente, fundamentalmente porque permitía la incorporación de los sectores medios y la marginación de la mayoría de los trabajadores, indígenas o inmigrantes, a los que no alcanzaba el derecho ampliado de votación (que excluían también a las mujeres).  Allí nacieron partidos que levantaban consignas democráticas; buscaban torcer la vida política haciendo que no fuera solo un espacio reservado para las familias tradicionales. En la Argentina, por ejemplo, la implementación de un sistema electoral sobre la base de una nueva ley de voto secreto y obligatorio sancionada en 1912 amplió el universo del electorado y permitió el acceso al poder de la Unión Cívica Radical, que albergaba a sectores medios y populares urbanos, y propietarios menores. También en la Argentina, donde la actividad económica alcanzó un fuerte dinamismo y los sectores trabajadores mayor protagonismo, los núcleos más activos del movimiento obrero (de orientación anarquista o sindicalista, y más tarde comunista) estuvieron conformados por inmigrantes europeos. Las huelgas y protestas en reclamo de mejoras salariales o mejores condiciones laborales comenzaron a ser eventos más frecuentes. Las respuestas represivas frente al conflicto social por parte del gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, como el fusilamiento de obreros anarcosindicalistas en Santa Cruz, en 1921, permiten observar los límites del cambio que se estaba produciendo.

 

OBREROSOBREROS DETENIDOS EN LA PATAGONIA. 1921

 

 

 

Sin embargo, el gobierno radical asumió algunas posiciones nacionalistas, como por ejemplo en torno de la explotación del petróleo a través de la creación de una empresa estatal –Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) –, y mostró mayor sensibilidad hacia las demandas de los sectores populares, produciendo un desplazamiento respecto de los fundamentos del orden anterior.

Más allá de estos casos extremos, la mayoría de países latinoamericanos enfrentaron bajo los parámetros establecidos por el orden oligárquico los desafíos y tensiones que asomaban en el horizonte.

El estallido de la Primera Guerra Mundial había contribuido a sumar dificultades debido a que, al menos durante algunos años, pareció alterar las condiciones para el normal funcionamiento de la economía basada en la exportación de productos primarios y la importación de manufacturas. Las consecuencias no fueron tantas como se preveían, e incluso la demanda de alimentos sostuvo el flujo de las ventas y la balanza comercial; sin embargo, en algunas regiones comenzó un proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, que se afianzaría luego de la crisis económica que siguió al crack financiero de 1929.

Ese no fue el caso de América Central y el Caribe, donde, como resultado del conflicto bélico, Estados Unidos afianzó su posición hegemónica e incrementó su participación en la producción y el comercio, al punto de que llegó a comprar entre el 60 y el 90% de los productos exportados por la región y a proporcionar, con iguales porcentajes, las importaciones.

La Primera Guerra Mundial produjo un impacto, también trascendente, en torno de las certezas ideológicas sobre las que se había cimentado el orden construido por las oligarquías. La crisis en la que se encontraba Europa era un espejo roto, que devolvía una imagen deformada para las elites modernizadoras americanas que se habían inspirado en aquel modelo civilizatorio. La “decadencia” europea trastocó las ilusiones del “progreso” e intensificó las miradas introspectivas, que proponían nuevas representaciones sobre la identidad nacional o regional.

La idea de que la “joven América” sería escenario de una nueva versión civilizatoria estimuló el pensamiento de numerosos intelectuales surgidos de las capas medias de la sociedad. La década de los veinte fue, así, un territorio fértil en propuestas que buscaban dejar atrás los paradigmas cientificistas del positivismo para pensar los problemas de la nación. En estas nuevas perspectivas los sectores populares dejaron de ser vistos solamente como objetos de la tarea civilizatoria. La reivindicación de la cultura mestiza del continente  se transformó en un tópico atrayente; tal fue el caso del mexicano José Vasconcelos, que pregonaba la idea de la “raza cósmica”, síntesis racial y cultural del hombre americano, desde el lugar de funcionario en la Secretaría de Educación Pública del gobierno de Obregón. nota. Incluso emergieron corrientes que reponían la centralidad de lo indígena, invirtiendo los valores construidos por las oligarquías. En Perú se desarrolló una potente corriente indigenista que reivindicaba la tradición serrana frente al predominio de los valores “blancos” y “europeos” de la costa. Esta disputa en el territorio de los sentidos acerca de la identidad se producía al mismo tiempo que ganaban mayor intensidad las demandas de las clases trabajadoras, en un contexto en el que la idea de la revolución, inspirada en los acontecimientos de México, y luego fundamentalmente en lo que ocurría en Rusia, definía un horizonte de expectativas de cambio cada vez más radicalizado. Oscurecida la “Europa de las luces”, las miradas sobre Oriente se hicieron más intensas, y las perspectivas antiimperialistas emergieron como un lenguaje compartido que establecía un diálogo posible entre los acontecimientos de Rusia, pero también de Marruecos, la India o China, y los problemas de América Latina. En la década de los veinte emergieron proyectos que buscaron recrear viejos ideales de unión continental, ahora bajo la consigna de enfrentar la amenaza del “imperialismo yanqui”. Surgieron así la Liga Antiimperialista de las Américas (LADLA), de orientación comunista, la Unión Latino Americana (ULA), creada por intelectuales argentinos, y la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), impulsada por jóvenes estudiantes peruanos. Aunque, tal vez, haya sido la lucha liderada por Augusto Sandino contra la ocupación norteamericana en Nicaragua el hecho que mayores simpatías despertó entre las extendidas redes de las sensibilidades antiimperialistas continentales.

 

SANDINO AUGUSTO CÉSAR SANDINO (1895-1934)

 

Un proceso que emergió de este conjunto de tensiones y cambios que asomaba en todo el continente fue el movimiento de la Reforma Universitaria argentino. Originado en la demanda de democratización de la universidad por parte de jóvenes en la ciudad de Córdoba en 1918, el movimiento trascendió a otros países de América Latina, dando lugar a la construcción de redes políticas e intelectuales en torno de las cuales circulaban ideas proclives a la impugnación del viejo orden oligárquico y la reivindicación de sensibilidades propias de la nuevas generaciones ligadas a los problemas sociales, la denuncia del imperialismo y el ideal de unidad latinoamericana. nota

Esos tópicos fueron recogidos por algunos movimientos políticos que comenzaban a sumar a las demandas de democratización la advertencia sobre los motivos económicos de la marginación de las mayorías. El comunismo, por ejemplo, ofrecía un diagnóstico sobre la situación del continente basado en la necesidad de superar las condiciones “semifeudales” para transitar un período propiamente capitalista que permitiera la formación de las clases sociales fundamentales: la burguesía y el proletariado.

La idea de que había que dejar atrás el modelo centrado en la explotación extensiva de la tierra y en la persistencia de antiguas formas de explotación del trabajo se entrelazaba con la denuncia del rol que cumplía el imperialismo como sostén de ese modelo, y con las disputas en torno de las representaciones sobre la identidad de las naciones, que buscaba reponer la centralidad de los sectores excluidos. Esas ideas se imponían entre los representantes de las izquierdas menos apegadas a los tópicos del liberalismo. nota

Al mismo tiempo, emergieron sectores intelectuales y políticos que veían en el sistema democrático y en el cosmopolitismo que habían alimentado las “oligarquías europeizantes”, los problemas de la nación. Sobre este diagnóstico proclamaban, sin ocultar las simpatías por los movimientos que crecían en Europa, como el fascismo italiano, la necesidad de dejar atrás los “vicios del liberalismo”, a través de una retórica nacionalista y antidemocrática.

Si bien los socialistas y los partidos reformistas de las clases medias todavía en la década de los veinte asociaban la defensa del liberalismo económico con la reivindicación de los principios del liberalismo político, existía un terreno sembrado de cuestionamientos al liberalismo y un extendido descrédito de las instituciones democráticas, alimentado desde diferentes sectores político-ideológicos. Sobre ese escenario se desplegaron los efectos de la crisis financiera internacional, con la que se inauguró la década de los treinta. 

Las consecuencias de la crisis en América Latina fueron profundas, no solo porque afectaron las condiciones para el funcionamiento del modelo primario exportador, sino porque al mismo tiempo produjeron una verdadera conmoción en los fundamentos del orden oligárquico. La crisis económica fue también una crisis política y social, que debilitó la capacidad de la oligarquía de organizar consenso en torno de su liderazgo, es decir, de sostener su condición de clase dirigente. Esto no quiere decir que los sectores cuyo poder radicaba en la propiedad de la tierra perdieran abruptamente su rol predominante en las sociedades, pero comenzaron un retroceso en el control del Estado, al mismo tiempo que el contexto económico debilitaba la centralidad que había tenido la producción primaria. No es casual que, como no sucedía desde el período de las independencias, la mayoría de los países sufriera casi al mismo tiempo cambios políticos que expresaban la debilidad de las estructuras de poder que existían hasta ese momento. Un elemento común fue el protagonismo de los militares, que, a través de golpes de Estado, se impusieron en muchos países del continente. Argentina, Brasil, Chile, Perú, Guatemala, El Salvador, Honduras y, poco después, Cuba, inauguraron la década con pronunciamientos militares ante gobiernos debilitados por la crisis económica y la inestabilidad política. Los nuevos gobiernos en general acompañaron un proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, que se impuso frente a la caída abrupta de la demanda de productos primarios y la disminución en el comercio de manufacturas y en la circulación de divisas. Si bien en algunos casos, como Argentina, se intentó ajustar el vínculo con los países industrializados para asegurar al menos un porcentaje de la producción primaria exportable, a cambio de nuevos privilegios para las inversiones extranjeras, en general se asumió la necesidad de la intervención del Estado en la economía como una forma de contener los efectos de la crisis en el sector agropecuario e impulsar un proceso de industrialización. Los Estados establecieron nuevas barreras arancelarias que beneficiaron a las industrias locales al encarecer los productos importados; además se involucraron en el desarrollo industrial, tanto a través del impulso de la demanda, como de la inversión directa en determinados sectores de la industria y el manejo de la política monetaria.

Estos cambios económicos estuvieron acompañados por transformaciones sociales. La crisis detuvo el nuevo flujo de inmigrantes europeos que había comenzado a partir de la Primera Guerra Mundial y que se acentuó en la posguerra. En cambio, un importante flujo de migraciones dentro de los países modificó el paisaje urbano. Muchos trabajadores se desplazaron desde las zonas rurales hacia las grandes ciudades en busca de mejores oportunidades. Así crecieron las barriadas populares dentro de las ciudades o en los suburbios, caracterizadas por la aglomeración de trabajadores y la construcción de viviendas precarias, en un contexto en el que la oferta de mano de obra superaba la demanda, y por lo tanto predominaban los salarios bajos. Estas nuevas conurbaciones fueron llamadas villas miseria en Argentina, callampas en Chile, favelas en Brasil o cantegriles en Uruguay. En todos los casos eran el paisaje de una sociedad en transformación, donde las masas comenzaban a ser, también, un actor de la política. De allí que los gobiernos que emergieron de la crisis debieran ampliar las bases de su poder y no pudieran expresar solamente los intereses de los sectores vinculados a la explotación de los recursos primarios. La reorientación del modelo económico hacia el desarrollo industrial y el mercado interno ofreció, por lo tanto, una respuesta a la crisis del comercio internacional, a los intereses de una incipiente burguesía en ascenso y a la realidad de una mayor presencia de sectores trabajadores.

De esa coyuntura crítica emergieron experiencias políticas que luego serían caracterizadas como “populistas”. El concepto ha sido utilizado desde diferentes perspectivas ideológicas para destacar los rasgos autoritarios y la manipulación de las masas por parte de líderes carismáticos, o, por el contrario, para resaltar la inclusión de los sectores populares a la vida política y la ampliación de sus derechos, en función del ideal de justicia social. Es posible que las experiencias que pueden incluirse dentro del populismo hayan tenido todos esos rasgos; sin embargo, deben analizarse en el contexto histórico específico en el que nacieron. Dentro del período que nos ocupa, el “varguismo” en Brasil y el “cardenismo” en México conforman dos casos de populismo, aunque tal vez podría sumarse la breve experiencia del “socialismo militar” en Bolivia. nota En todo caso, las experiencias populistas fueron formas de tramitar las tensiones producidas por la crisis del Estado oligárquico y del modelo primario exportador. Supusieron un rumbo tendiente al desarrollo industrial, a través de una fuerte injerencia del Estado en la esfera económica, pero también en lo social. Propiciaron la organización y movilización de los sectores populares, que se transformaron en apoyos para la legitimidad política, aunque distaron de asumir una identidad de clase. Por el contrario, buscaron conciliar los intereses de diversas clases sociales, pero asumiendo un compromiso con consignas de inclusión social que hicieron enardecer a los sectores que tradicionalmente habían manejado el poder político y económico. Por otro lado, aunque con matices, el antiliberalismo y el nacionalismo de sus prácticas y consignas, además del personalismo de los liderazgos, produjeron la unión en la oposición de muchos sectores de las clases medias, que veían avasalladas las instituciones democráticas y no reconocían diferencias entre el populismo y el fascismo.

Esa frontera, es verdad, no era tan clara en Brasil, donde Getulio Vargas, que había comandado un golpe de Estado en 1930, convertido en presidente constitucional desde 1934, declaró en 1937 la disolución del Congreso y la República y la creación del Estado Novo, inspirado en las corrientes corporativistas en las que abrevaban los nacionalismos europeos. Vargas irrumpió en la política desde el estado de Rio Grande do Sul para poner fin a la “república liberal” en la que las oligarquías de los estados del norte se habían repartido la hegemonía bajo los auspicios de la economía de exportación. La crisis había afectado principalmente a la producción y comercialización del café. Vargas emergió, entonces, como un miembro de la elite capaz de intermediar entre las presiones de las diferentes oligarquías estaduales que buscaban incidir en la orientación de las políticas para afrontar el reordenamiento de las piezas en un tablero sacudido. Las medidas iniciales buscaron acuerdos políticos en los diferentes estados o intervenciones para asegurar consensos. Sin embargo la conmoción social había encontrados dos caminos opuestos de expresión política, que tendían hacia la radicalización. Por un lado los “integristas”, católicos nacionalistas y fascistas, con predicamento entre las clases medias, y por el otro la Alianza Libertadora Nacional, que agrupaba a diferentes partidos de izquierda, aunque era liderada por el Partido Comunista. En medio de la inestabilidad política, que incluyó un levantamiento liderado por el dirigente comunista Luis Carlos Prestes, Vargas proclamó el Estado Novo y centró su poder en el ejército, reprimiendo la movilización de la izquierda, pero también postergando las expectativas de los “integristas” y de su líder, simpatizante del fascismo, Plinio Salgado. Con pragmatismo, Vargas mantuvo relaciones comerciales con la Alemania nazi en ascenso en torno de la Segunda Guerra Mundial, aunque luego se inclinó hacia el bando de los aliados. Consolidó la intervención del Estado en la comercialización de productos primarios e impulsó la industrialización. Al mismo tiempo promovió la sindicalización de los trabajadores urbanos y, hacia la década de los cuarenta, definió una mayor inclinación hacia sus demandas, otorgando derechos laborales y mediando en favor de sus reivindicaciones. Ese vínculo le permitió acceder nuevamente a la presidencia en 1950 y reeditar la experiencia populista, ahora en un contexto democrático.

Lázaro Cárdenas llegó a la presidencia en México dentro del esquema del partido de gobierno construido por Calles. Sin embargo, cumplidas en la década anterior las tareas de la consolidación del Estado, estableció una alianza con sectores obreros y fundamentalmente campesinos, afectados por los efectos de la crisis, y se despojó de la tutela ejercida por Calles y de los acuerdos que sostenía. Durante su gobierno (1934-1940) retomó algunas de las reivindicaciones surgidas durante la Revolución y promovió el reparto de tierras en ejidos, en proporciones superiores a las conocidas hasta ese momento. Reorganizó el Partido Nacional, al que rebautizó Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y movilizó a obreros y campesinos desde la iniciativa del Estado, a través de la formación de la Central de Trabajadores Mexicanos (CTM) y la Confederación Nacional Campesina (CNC). Estas medidas le valieron la oposición de un amplio espectro de referentes políticos conservadores y liberales, reunidos también en el rechazo al programa de educación socialista y a la participación de comunistas en el gobierno. Por otro lado, la decisión de otorgar asilo a León Trotsky y la recepción de exiliados españoles republicanos, tendieron a intensificar las disputas ideológicas y transformaron a México en un territorio del conflicto internacional.

 

TROTSKY Y FRIDALEÓN TROTSKY, JUNTO CON LA ARTISTA  FRIDA KAHLO, DURANTE SU EXILIO EN MÉXICO 

 

 

La polarización política se volvió aún más extrema a partir de la decisión de expropiar las empresas petroleras. La medida se tomó en 1938, en el marco de una mediación estatal en favor de las demandas de los trabajadores que no fue acatada por los empresarios; reivindicaba el contenido nacionalista del marco legal sobre la propiedad de los recursos del subsuelo establecido por el Artículo 27 de la Constitución de 1917. Se conformó así una empresa estatal de explotación del petróleo (PEMEX), que se transformaría en un símbolo del nacionalismo y del antiimperialismo, debido a que habían sido desplazados los intereses de las compañías petroleras inglesas y norteamericanas. fuente El Estado surgido de la Revolución amplió así sus bases sociales y definió sus opositores en un bloque conformado por empresarios nacionales, afectados por las medidas “obreristas”; empresarios norteamericanos, disgustados por la expropiación; sectores liberales, “angustiados” por el corporativismo, y el clero.

En la Argentina, la respuesta política a la crisis fue un golpe de Estado que puso fin a la continuidad de la primera experiencia democrática y a la sucesión de gobiernos radicales. El intento del general José F. Uriburu de impulsar transformaciones inspiradas en los modelos corporativistas europeos fue abortado por otros sectores del ejército. Durante la presidencia de Agustín P. Justo (1932-1938) se sostuvo la fachada democrática pero bajo la implementación sistemática del llamado “fraude patriótico”, que procuraba mantener a los radicales fuera de la arena electoral. Al mismo tiempo se intentó sostener el vínculo comercial con Inglaterra a través de la firma de un pacto (Roca-Runciman) que garantizaba una cuota de exportación de la tradicional producción primaria, a cambio de concesiones y favores a las inversiones del capital británico. Se aplicaron también políticas para amortiguar los efectos de la crisis sobre la oligarquía terrateniente, que implicaron una mayor intervención del Estado, como la creación de juntas reguladoras de la producción de granos y de carnes y la creación del Banco Central. Más allá de estas políticas de salvataje para los intereses de la oligarquía, durante los años treinta comenzó un incipiente proceso de industrialización sustitutiva de importaciones que acompañó la transformación de la sociedad y el crecimiento de las masas de trabajadores urbanos, a partir de migraciones que engrosaron la conurbación de la ciudad de Buenos Aires.

En Perú, la década comenzó también con un golpe de Estado, comandado por el general Sánchez Cerro. En 1931 se realizaron elecciones en las que el mismo militar, que había derrocado a Augusto Leguía, se impuso frente al candidato del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, en elecciones que los apristas denunciaron como fraudulentas. El clima de tensión política se incrementó en torno del levantamiento de apristas conocido como la Revolución de Trujillo, en 1932, que fue fuertemente reprimido. El aprismo y el comunismo fueron declarados ilegales y sus militantes se vieron obligados a exiliarse o a desarrollar actividades de manera clandestina. Sánchez Cerro fue asesinado por un simpatizante aprista en 1933, pero su sucesor, Oscar Benavides, sostuvo la política represiva, impidiendo el acceso del APRA al poder durante toda la década.

En América Central, a diferencia de algunos de los casos reseñados, la actividad industrial se mantuvo siempre relegada con respecto a la producción primaria destinada a la exportación. Por lo tanto no hubo un desarrollo de sectores trabajadores urbanos comparable al de otros países del continente, ni se conformó un movimiento obrero de importancia. De allí que no existiera un incentivo para la formación de alianzas multiclasistas. El Estado siguió siendo la expresión del vínculo establecido entre tres actores fundamentales: las oligarquías vinculadas a la producción exportable (principalmente café, cacao y bananas), los inversores extranjeros (norteamericanos) y el Ejército. Esto no quiere decir que la crisis económica mundial no afectara fuertemente la estabilidad política. En general el resultado fue la emergencia de dictadores que, con apoyo de Estados Unidos, neutralizaron a través de la represión el conflicto social y permanecieron en el poder durante décadas. El cambio de la política exterior de Estados Unidos impulsado por Franklin D. Roosevelt a partir de 1933, que proponía transformar la agresiva política anterior por una más blanda “buena vecindad”, pareció dejar atrás la etapa de las intervenciones directas. Sin embargo, no fue obstáculo para el apoyo a algunas dictaduras que eran funcionales a sus intereses políticos y económicos en la región.

En República Dominicana, por ejemplo, la situación económica había mejorado por el incremento de la demanda de azúcar y cacao durante la Gran Guerra. El retiro de las tropas que ocupaban el país desde 1916 y la instalación de un gobierno provisional en 1922 no alteraron la fuerte dependencia respecto de Estados Unidos. En 1930, con apoyo norteamericano, se impuso en elecciones Rafael Leónidas Trujillo, quien se convirtió en el paradigma del dictador centroamericano y se mantuvo en el gobierno hasta su muerte en 1961.

 

TRUJILLORAFAEL LEÓNIDAS TRUJILLO MOLINA (1891-1961)

 

En Haití, la ocupación norteamericana, que había comenzado con el desembarco de marines en 1915, se mantuvo hasta 1934. A partir de ese año y durante toda la década gobernó un presidente elegido, Stenio Joseph Vincent, que compartió la gestión con administradores financieros y tecnócratas norteamericanos. 

En Nicaragua, la política del “buen vecino”, propició el retiro de tropas que mantenían la ocupación desde 1916. El liberal Juan Bautista Sacasa, que había ganado las elecciones en 1932, acordó la política de transición y siguió combatiendo a las milicias lideradas por Augusto Sandino, para quien la Guardia Nacional, que respaldaba a Sacasa, continuaba siendo el brazo de Norteamérica en Nicaragua. Sandino fue apresado y ejecutado en 1934 por orden del general Anastasio Somoza García, que se encontraba al frente del ejército. La influencia de los militares en el sistema político se trasladó a la creciente relevancia de Somoza, quien ocupó la presidencia desde 1937 e inauguró la dinastía que, con fuertes compromisos con Estados Unidos, gravitaría durante buena parte del siglo XX.

El Salvador fue un caso particular debido a que los efectos de la crisis económica repercutieron severamente en la situación de los pequeños cultivadores y en los trabajadores de las plantaciones de café. La centralidad y magnitud de la producción cafetalera hicieron que los efectos de la crisis incrementaran la polarización extrema de la sociedad salvadoreña. Una masiva movilización respondió al deterioro de los salarios en 1930 y un año después ganó las elecciones Arturo Araujo, sensible a las reivindicaciones de obreros y campesinos, y abierto a la participación del Partido Comunista en la vida política. Un golpe de Estado lo desplazó en diciembre de 1931, pero en enero de 1932 miles de campesinos se alzaron en rebelión, encabezados Farabundo Martí, un militante comunista que había participado en las luchas de Sandino en Nicaragua.

 

MARTÍAGUSTÍN FARABUNDO MARTÍ (1893-1932)

 

 

La respuesta represiva del gobierno de Hernández Martínez tomó la apariencia de una guerra racial, y produjo la muerte de decenas de miles de campesinos indígenas. Fue el comienzo de la estabilidad de una dictadura que se mantendría hasta 1944.

Costa Rica fue la excepción dentro de este panorama de dictaduras militares establecidas frente a las consecuencias de la crisis. El descontento social, en una economía también afectada por la caída de la demanda, se tradujo en la conformación del Partido Republicano Nacional, que rompió la alternancia de liberales y conservadores. Esa fuerza política propició medidas orientadas a garantizar la asistencia social e impulsó una legislación laboral progresista. La continuidad democrática marcó el camino de su historia posterior.

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