Sobre el interés histórico del film
A la sombra de la razón
"Siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo
que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital".
Luis Buñuel, Mi último suspiro
A más de ochenta años de su realización podemos afirmar sin tomar grandes riesgos que el cortometraje que Buñuel y Dalí concibieron juntos compartiendo sueños, ideas e imágenes insólitas y escandalosas, ha trascendido desde la historia del arte, o de las vanguardias artísticas en particular, para formar parte de la historia general del siglo xx.
Más que como obra cinematográfica en sí misma, una pieza única, Un perro andaluz nos interesa como fuente singularísima porque demuestra con claridad un clima de época, pone de relieve la mirada y las acciones de un grupo de artistas e intelectuales fundamentales de la hora –o así considerados retrospectivamente– y expresa de forma contundente el deseo de cambio y la vocación y la necesidad de representar y representarse la realidad de otras maneras.
De todo ello se desprende que la película resulte muy difícil de analizar apelando a los criterios convencionales. Tal cual la intención de sus creadores, no se puede definir un argumento ni una correlación de sentido en el relato, e incluso los personajes parecen importar más por aquello que simbolizan o representan que por sus acciones y sus experiencias. Sin embargo, el encadenamiento de figuras y de situaciones absurdas, surgidas del sueño, la angustia, o de los pliegues oscuros del deseo o la irracionalidad, confieren a todo el film un tono irreverente y radical, que busca revolver al espectador y agitar sentidos que trascienden no solo el principio lógico de todo relato sino también los cimientos sobre los que se construye el orden de lo consciente: las apariencias, las causalidades y las convenciones culturales y sociales que rigen la vida cotidiana. Una auténtica explosión del sentido, rebasado por la irrupción de la sexualidad, el sueño, la perversión y la muerte.
Por supuesto, el film ha dejado como su gran legado cultural la imagen del corte del ojo de la mujer, una sección horizontal practicada con navaja que mucha gente conoce sin haber visto el film íntegramente. Más allá de la fuerte impresión que sigue transmitiendo la escena, uno puede suponer en los realizadores la voluntad de conmover la percepción ordinaria del espectador apelando a medios revulsivos y violentos, la confrontación con una cierta brutalidad relegada de los relatos de la cultura y la exposición de un fondo de crueldad y salvajismo que se esconde mal entre las rugosidades de la vida civilizada. Buñuel seguiría valiéndose de imágenes disruptivas, oníricas o absurdas, a lo largo de su carrera como director en México y en Francia, y en el marco de relatos organizados de manera más convencional. En esta persistencia se puede entrever la voluntad de dar cuenta de una serie de motivaciones individuales y sociales que, agazapadas detrás de las apariencias, rigen oscuramente o tensionan los actos cotidianos y la vida social. No casualmente, Lacan se mostró vivamente interesado por la obra de Buñuel y llegó incluso a teorizar sobre algunos de sus films mexicanos, como Él (1953) o El ángel exterminador (1962).
Pero, así como podemos especular sobre el sentido o los sentidos de tal o cual fragmento, sería ocioso indagar en el fin último de cada una de las escenas o de las imágenes de la obra, justamente porque el film procura romper con la posibilidad de interpretaciones cabales, completas o unívocas y se apoya en una voluntad evocadora, sugestiva e inquietante.
Escenas de Un perro andaluz
En su forma y en su empeño, Un perro andaluz despliega el principio de la transparencia de lo irracional, el de su proximidad y su omnipresencia. Por supuesto, en tanto territorio escondido del orden cultural burgués, solo puede ser exhibido en imágenes aparentemente sin sentido, oníricas o reprimidas, turbadoras o anárquicas, pero no por ello menos significativas y profundamente históricas. Prueba de esto es la recepción escandalizada que tuvo la obra al ser presentada en la gran capital de la cultura universal de 1929. Nadie se ocuparía de prohibir un film que no les dice nada a los espectadores contemporáneos, y Un perro andaluz sufrió censura en la propia París y apenas si fue exhibido, de manera clandestina, en otras grandes ciudades europeas. Parte de las presiones provinieron directamente de la Iglesia católica, pero el propio prefecto de París se ocupó de levantarlo de las salas alegando que el film promovía la alteración del orden público.
Las peripecias con la censura subrayaron uno de los propósitos principales del film y de sus autores: la pretensión de escandalizar a la sociedad de su tiempo, a derecha y a izquierda. La vocación subversiva que Buñuel y Dalí compartían con los surrealistas dirigidos por André Breton, grupo al que se integraron muy pronto, era fuertemente disruptiva tanto de la moral burguesa convencional como del evangelio de una parte de la izquierda institucionalizada, que desconfiaba de los artistas revolucionarios que no seguían el camino clásico trazado para la superación del orden político y económico burgués. Al presentarse, el film contó entre sus defensores con los artistas que integraban la vanguardia surrealista y a algunos aristócratas que se mezclaban –unas veces como mecenas, otras como simples aduladores– y que conformaban una corte embelesada rendida a los nuevos héroes que marcaban el camino del futuro en las artes y en la cultura. Una mezcla bastante curiosa que rápidamente entraría en crisis, una vez que el avance del fascismo y del nazismo a lo largo de la década de 1930 trazó una línea divisoria muy clara entre todos los actores importantes de la hora y situó a la mayoría de los surrealistas –como a buena parte de los intelectuales y los científicos de la escena europea– en las filas del comunismo. Pero esto forma parte de otro tiempo y de otros recorridos políticos e ideológicos.
Escena de Un perro andaluz
Si volvemos hoy nuestra mirada hacia Un perro andaluz, el film sigue sorprendiendo porque aquello que resultaba provocador, absurdo, o simplemente ridículo en 1929 no solo ha pasado a formar parte de la cultura general del siglo como una obra emblemática y revolucionaria, sino que nos devuelve una mirada anticipatoria de sentidos estremecedores que podemos sin mucho esfuerzo cotejar con aquellas otras, impensables, inadmisibles y aparentemente irracionales que los aliados recogieron al liberar los campos de concentración y exterminio al final de la guerra, o incluso las pocas que han quedado de Hiroshima bombardeada. ¿El sueño de la razón? ¿El producto monstruoso de un orden irracional o desequilibrado? ¿La expresión del sustrato pesadillesco del orden capitalista? Cualquiera sea la respuesta, la cesta repleta de cabezas fotografiada en el laboratorio de Auschwitz que Alain Resnais incluyó en Noche y niebla en 1955 podría haber sido una más de las imágenes surrealistas del film de Buñuel. Quince años más tarde, pasaron del trasfondo relegado de la realidad a ser parte de su entidad más macabra.
Acerca del director
LUIS BUÑUEL, (1900-1983)
El gran aragonés, un artista único en su especie, ha dejado una marca tan singular y profunda en la historia del cine que podemos afirmar que el cine no sería lo que es si Buñuel no hubiera nacido o si simplemente se hubiera dedicado a otra cosa. Parte de la generación de españoles emigrados a París a fines de los veinte, Buñuel fue gran amigo de Lorca, de Dalí, de André Breton y frecuentó, como miembro de la vanguardia surrealista, a la mayor parte de los grandes nombres de la cultura y el arte de la época en el punto en que la historia europea y la de su propia España se acercaban a un abismo que dividiría las aguas entre el pasado y el futuro, en menos de una década. Hijo de un acaudalado comerciante de las colonias en América, Buñuel cuenta con detalles infancia y juventud en su magnífico libro de memorias Mi último suspiro, escrito en colaboración con su gran partenaire, el francés Jean Claude Carrière. Prohibido por la República española y por el franquismo, el cine de Buñuel se haría imposible en la Europa que se abismaba en la violencia de fines de los treinta, y el hombre, que combatió en las filas del Partido Comunista por el bando republicano durante la guerra civil, emigró finalmente a México, donde volvió a empezar desde cero con el apoyo de Oscar Dancigers, un productor local que le permitió volver a la dirección de películas. Reaparecido en el panorama mundial en 1950 con Los olvidados, Buñuel siguió filmando en México hasta los sesenta, cuando regresó a Europa para trabajar alternativamente en Francia y en España, aunque siempre sufrió los embates de la censura que impediría, por ejemplo, la proyección de Viridiana (1960), después de un estreno escandaloso en algunas salas madrileñas. El cine de Buñuel escapa a las etiquetas y las clasificaciones. La mirada del director, disruptiva, aguda y lúcida, mostró siempre lo que se esconde debajo de las convenciones morales impuestas sobre la cultura y sobre los propios sujetos, y se atrevió a poner oscuridad, insatisfacción y ensueño allí donde los relatos convencionales atan las seguridades habituales de los hombres y las mujeres en el mundo. El cine de Buñuel empieza y se mueve allí donde suelen terminar los relatos corrientes de la cultura. Un artista mayor que luchó con sus imágenes contra todas las mistificaciones –morales, culturales, religiosas, políticas e ideológicas– y los lugares comunes de un mundo que le gustaba cada vez menos. Otras obras fundamentales de su carrera como director: Las Hurdes, tierra sin pan (España, 1933, censurada por el gobierno republicano), Él (1953), Nazarín (1959), El ángel exterminador (1962), Simón del desierto (1965), Belle de jour (1967), Tristana (1970), El fantasma de la libertad (1974) y Ese oscuro objeto de deseo (1977), su último film.
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