FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

Isabel Plante

Las dos imágenes que abren este texto muestran sendos bustos: representaciones volumétricas de cabezas humanas que incluyen el cuello: uno es de bronce y el otro de piedra. Se trata de un género escultórico que tradicionalmente se utilizó (y aún se utiliza) para retratar figuras preponderantes de la política, las artes y las ciencias. Sin embargo, uno de estos bustos representa a un personaje del siglo xx fácil de reconocer (aun si ha sido estilizado) por su peinado, su bigote corto y su gesto adusto, y el otro busto no parece retratar a nadie en particular. De hecho, una obra se llama Busto de Hitler y la otra El hombre nuevo. Ese aspecto entre rústico y geométrico que permite representar al hombre en general, pero no a uno en especial, no fue una simple cuestión de estilo para las políticas culturales en la Alemania nazi. Esas características del arte de vanguardia –que en algunos casos alcanzaron distorsiones más exasperadas de la figura humana y de su entorno– tomaron un valor moral o, mejor dicho, encarnaron todo aquello que para el nacionalsocialismo carecía de moral y que, a partir de 1933, Hitler y su régimen totalitario vinieron a extirpar en nombre de una supuesta pureza aria. Se puede ver (para quien sepa alemán resultará más fácil)que la escultura de Otto Freundlich aparece reproducida en la tapa del catálogo de la exposición Arte Degenerado, realizada en 1937, primero en Munich y luego en otras doce ciudades alemanas.

En verdad, las exposiciones clave de 1937 fueron dos: la ya mencionada Arte Degenerado, que reunió más de 600 obras de arte moderno pertenecientes a museos alemanes, y la Primera Gran Exposición del Arte Alemán, en la que se promovía una producción contemporánea de corte realista inspirada en los valores clásicos, considerados verdaderamente alemanes. A partir de algunas obras que formaron parte de esas exposiciones, este texto analiza los supuestos en los que estaban basadas las respectivas selecciones y retóricas, y los modos en que el arte simbolizó y promovió principios sociales y políticos durante del nazismo.

El desenlace de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, trajo aparejados cambios en las jerarquías nacionales del mapa mundial y también modificó el flujo de las migraciones internacionales. Si desde mediados de la década del treinta la Argentina recibía a numerosos inmigrantes judíos que escapaban de la escalada europea del fascismo y el nazismo, unos diez años más tarde el país también recibió a buena cantidad de exburócratas y oficiales del nazismo. Entre ellos estuvo el belga Antoine Maes, radicado en la ciudad de Bariloche desde 1952. Antes de ser un funcionario nazi de alto rango durante la ocupación alemana de Bélgica, Maes había tenido cierta trayectoria como artista, actividad que retomó luego de huir de Europa. Este texto analiza sus afinidades estéticas en relación con su adscripción política, y con los efectos que sus pinturas tuvieron en esa ciudad patagónica. Luego de muchos años de convivencia, la comunidad barilochense llegó a repudiar las obras del belga en razón de su complicidad con el régimen nacionalsocialista. Pero, como veremos, sus pinturas no respondían a los principios del “arte nazi” promocionado por ese mismo régimen. Lejos de sellar correspondencias predecibles entre bagajes políticos y artísticos, este episodio local dispara más preguntas acerca de los vínculos entre la esfera de las representaciones y las responsabilidades civiles y militares.

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