El Congreso por la Libertad de la Cultura según Daniel Bell
I. La guerra fría
“[…] Llegué a París en el otoño de 1956, para quedarme un año y trabajar en el Congreso para la Libertad Cultural. Tenía una licencia de la revista Fortune, de la que era editor. No fue mi primer viaje. De hecho, había estado viajando a Europa cada verano desde 1951 […]
Pero no fue el hecho físico de Francia lo que atrajo a mi
lente. En mi adolescencia había leído, o más bien devorado, un río interminable
de novelas francesas. Mi mundo era el de Jean Christophe de Romain
Rolland, el de Les Thibault (yo era uno de ellos) de Roger Martin du
Gard, el de Chroniques des Pasquiers de Georges Duhamel y el de Hommes
de Bonne Volonté de Jules Romains. Mis amigos leían a Jane Austen y a
Anthony Trollope, pero esas novelas de costumbres y morales me eran ajenas. Las
novelas francesas palpitaban de puro tumulto y conflicto de ideas, de
sexualidad abierta y de política izquierdista. Quién no se sentiría cautivado
por las deliberaciones de Lafcadio Wluiki acerca de cometer o no un acte
gratuit al lanzar a un desconocido de un tren en movimiento, por más
melodramático que eso parezca ahora.
Pero la fascinación secreta, debo confesarlo,
eran esas escenas, como en Jean Christophe, donde la mujer seductora,
mundana y cosmopolita inicia al joven soñador y sin experiencia en los placeres
del sexo. Yo añoraba y esperaba. Añoraba y esperaba, sin remedio. Estaban las
muchachas, enfurruñadas y juguetonas, del movimiento socialista al que me había
unido a los trece años, y a ellas les podía implorar. Pero sus esfuerzos eran
tan torpes como los míos. En cuanto a las mujeres mayores, trabajadoras
fatigadas y desaliñadas de las fábricas de ropa, las más de las veces se la
pasaban manteniendo a raya las insinuaciones de sus capataces. El Lower East
Side de Nueva York, donde yo vivía, carecía de esplendor. Francia significaba
lo erótico y la politique, la tierra del ensueño y el deseo. No es de
extrañarse que quisiera vivir ahí y convertir mis fantasías en realidad.
El Congreso para la
Libertad Cultural, donde fui a trabajar, era una organización
de la Guerra Fría
entre cuyos patrocinadores estaban algunos de los intelectuales más famosos del
mundo, tales como Bertrand Russell, John Dewey, Karl Jaspers, Benedetto Croce y
Reinhold Niebuhr. A finales de los cuarenta, los rusos habían organizado
múltiples ardides publicitarios en el mundo, como la Conferencia de Wroclaw
(antes Breslau), con la participación de Ilya Ehrenbourg y George Lukács, y en
marzo de 1949 otra en el Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, cuyos
patrocinadores fueron Albert Einstein y Charlie Chaplin, y que presentó como
conferencistas a Dimitri Shostakovich, Paul Éluard, Lillian Hellman, Arthur
Miller y Norman Mailer. Sidney Hook, Dwight Macdonald y Mary McCarthy
organizaron una contrarreunión […]
Se divulgó después, en 1965, que la CIA había proporcionado los
fondos del Congreso y que su secretario administrativo, el genio motriz de la
organización, Michael Josselson, era miembro de la CIA. Lo de los fondos
secretos provocó un revuelo entre muchos intelectuales que quedaron
horrorizados por la noticia. Sin embargo, para cualquiera que estuviera familiarizado
con los problemas de la reconstrucción política en Europa, así como con el
control casi total que ejercía el Partido Comunista sobre el patrocinio
cultural en Francia e Italia, nada de esto podía resultar sorprendente. Muchas
otras organizaciones norteamericanas, además de la CIA, participaban ya desde
antes en este tipo de actividad. Las secciones laborales del Plan Marshall
usaron los fondos complementarios del Plan para este propósito. Mi amigo Philip
Heller, en Berlín, otorgó dinero a Willy Brandt y a Hebert Wehner para
objetivos del Partido. Bill Kemsley, de los United Auto Workers (UAW: Sindicato
de Trabajadores Automovilísticos), estableció un mercado negro en Berlín a fin
de conseguir dinero para el movimiento sindical alemán. Tom Braden, quien fue
director de actividades culturales secretas de la CIA, escribió su ignominioso
artículo en el Saturday Evening Post en 1967, en el que se jactó de sus
actividades (pero ¿por qué?) y afirmó que le había dado dinero a Victor Reuther
del UAW, hermano de Walter Reuther, para Ludwig Rosenberg, líder del movimiento
sindical alemán. Y Kurt Schumacher, líder del SPD (Partido Socialdemócrata
Alemán), y sobreviviente lisiado de diez años en campos de concentración nazis,
aceptó dinero de una agencia norteamericana en 1948, para ayudar a echar abajo
una fusión con los comunistas. ¿Dónde más podría él, o los otros, conseguir
dinero para tales propósitos?
El Congreso nunca fue una organización títere de la CIA. […] Por el otro, ¿cómo
podría "manipularse" una organización cuyo comité ejecutivo, que se
reunía cada mes, incluía a individuos tan decididos como Raymond Aron, Ignazio
Silone, Michael Polanyi y Denis de Rougemont? Cuando llegué a París, Josselson,
un hombre enteramente honesto, me dijo una noche al final de una cena:
"Dan, te quiero contar de dónde viene el dinero para el Congreso".
"Mike —le respondí—, no quiero saberlo; si lo supiera, perdería mi
independencia". Y, de hecho, yo había aceptado venir sólo si podía
informarles a las instituciones con las que planeaba trabajar acerca del origen
de los fondos. El dinero provenía de la Fundación Ford.
Podría decirse que esto fue resultado de una "sugerencia" de la CIA. Pero ¿sería ese
también el caso de la
Universidad Libre de Berlín, del Instituto de Estudios Estratégicos
de Londres o de la Maison
des Sciences Sociales en el Bulevar Raspail 54, cuyos fondos provenían todos de
la Fundación Ford?
[…]
Pero dos acontecimientos sobresalen durante esa época de mi
época: uno, el octubre polaco; otro, el noviembre húngaro. En octubre, los
"comunistas nacionales", al mando de Gomulka, habían expulsado a la
jefatura exiliada impuesta por Moscú y, sobre todo, a la tan odiada policía
secreta. Buscamos establecer contacto con los intelectuales polacos. Le propuse
a la Fundación Ford
que creáramos un Comité de Escritores y Editores para enviar revistas y libros
a Polonia. A través de Clemens Heller, que tenía una red de contactos en todas
partes, conocí a Alexander Gieztor, historiador del Medioevo y rector de la Universidad de
Varsovia, y le dije que podía mandarnos una lista de libros y publicaciones
académicas que quisieran él y sus colegas, y que nosotros trataríamos de
proporcionárselos. Establecimos dicho comité, administrado por Kot, y siguió
operando, mucho después de la desaparición del Congreso, como la
"Entraide".
Hungría fue el acontecimiento electrizante. Como en 1848, fue la revolución de
los intelectuales, conducida por Tibor Dery y Julius Hay y el círculo Petofi.
El primer ministro, Tibor Nagy, un comunista, había repudiado el comunismo.
Incluso George Lukacs se había unido tímidamente al llamado, pero
previsiblemente pronto se echó para atrás. Fue la revolución que todos habíamos
deseado y a la que nos hubiéramos unido de haber estado ahí. Hannah Arendt, en
la reimpresión de Orígenes del totalitarismo, añadió un capítulo sobre
los Consejos de Trabajadores Húngaros, que habían surgido espontáneamente, y
escribió que era "difícil reconciliar esos acontecimientos con la
hipótesis de la última sección" de su libro de que no había esperanza
posible bajo el totalitarismo. "La revolución húngara," dijo,
"me había dado una lección". […]
Regresé a casa con la determinación de abandonar Fortune y retomar mi vida académica y los libros que quería escribir. Y lo he hecho. Pasé un año en la Guerra Fría y no me arrepiento".
Letras Libres, enero 2001
DANIEL BELL (1919-2011)
CON SU OBRA LAS CONTRADICCIONES CULTURALES DEL CAPITALISMO (1976), BELL ASIGNÓ UN LUGAR DESTACADO A UNO DE LOS TEMAS FAVORITOS DE LOS NEOCONSERVADORES: EL DESVANECIMIENTO DE LA ÉTICA DEL TRABAJO, LA RESPONSABILIDAD Y LA AUSTERIDAD ASOCIADOS AL PROTESTANTISMO, QUE HABRÁ SIDO SUSTITUIDO POR LA GLORIFICACIÓN DEL CONSUMO Y LA GRATIFICACIÓN INMEDIATA DE UNA NUEVA SOCIEDAD HEDONISTA.