FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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La eutanasia en el régimen nazi

V. La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto


Antes de la construcción de los campos de exterminio ya se habían tomado medidas directamente relacionadas, en muchos sentidos, con el asesinato en masa planificado. La búsqueda de la pureza racial tuvo su primera manifestación en la eliminación de disminuidos físicos y mentales.

Extracto del artículo de Susanne Heim “Exterminio de enfermos y ancianos en el Tercer Reich”:

“El conocimiento de la política de eutanasia de los nazis suscitó más resignación que rebeldía. Entre enero de 1940 y agosto de 1941, alrededor de 70.000 internos de establecimientos psiquiátricos alemanes habían sido sistemáticamente asesinados. Obra de una institución disimulada bajo el nombre de T4, este asesinato masivo fue encubierto administrativamente y decretado secreto de Estado. A comienzos de la guerra, el mismo Hitler había redactado una autorización en tal sentido, formulada voluntariamente de modo vago, para dejar en manos de los expertos médicos y administrativos la organización del programa criminal y la definición de los grupos de víctimas. Aunque los médicos implicados exigieron una garantía legal, el mandatario se negó, so pretexto de confidencialidad, a recurrir a una ley de eutanasia. Muchos indicios confirman sin embargo que las fugas de información no se debieron a un error: fueron voluntarias.

La liquidación de los enfermos mentales enseñó al régimen algo esencial: ese genocidio no había quebrantado esencialmente la lealtad de la población (una experiencia decisiva para la aplicación del programa de exterminio de los prisioneros de los campos). Por otra parte, las estructuras y el personal que habían pasado la “prueba” del asesinato de los minusválidos participaron acto seguido en el judeocidio. Los preparativos del “test” que representó la eutanasia vienen de muy lejos. El director de un asilo psiquiátrico lo atestiguó retrospectivamente en 1947: incluso antes de la guerra, el Ministerio del Interior pensaba, en caso de conflicto, reducir drásticamente las raciones de los ocupantes de los asilos y hospitales psiquiátricos. Frente a la objeción según la cual eso conduciría a hacerlos morir de hambre, se había “prudentemente, por primera vez, tanteado el terreno, preguntando qué posición adoptaría la Misión Interior si el Estado planificaba el exterminio de ciertas categorías de enfermos durante la guerra, en caso de que los alimentos disponibles no alcanzaran para alimentar al total de la población”. Durante el verano de 1939, el médico personal de Hitler, Theo Morell, había redactado un informe en el mismo sentido. Basándose en una encuesta realizada a principios de los años veinte entre los padres de niños con discapacidades importantes, concluía que la mayoría de ellos aceptaban que “la vida de su hijo se abreviara sin sufrimiento”. Algunos decían incluso preferir no decidir ellos mismos la suerte de su hijo: más valía que un médico tomara las decisiones necesarias. A partir de lo cual Morell preconizó, en caso de eutanasia, la renuncia al consentimiento explícito de la familia, el mayor disimulo posible del asesinato del enfermo y, en términos más generales, la utilización del “prefiero-no-saberlo”. Las víctimas fueron pues rápidamente transferidas de un establecimiento al otro, a fin de hacer más difíciles las búsquedas de allegados inquietos, y luego asesinadas en los centros de ejecución. Las familias recibían entonces el anuncio del deceso, imputado a una causa inventada, así como la incineración del difunto. Pese a estas precauciones, el secreto del asesinato de los enfermos se divulgó, en especial entre el personal de los asilos y en los alrededores de los lugares de ejecución. El frágil tabú quedó públicamente expuesto en agosto de 1941, cuando el obispo de Munster, conde Clemens August von Galen, repudió abiertamente el crimen en un sermón. Las protestas procedían más que nada de los medios católicos. Semanas antes del escándalo público de Von Galen, Hitler había ordenado detener el programa de eutanasia. Pero eso no significaba de ningún modo el cese de actividades de los centros de matanza. El número de víctimas correspondía aproximadamente, en ese momento, al objetivo fijado por los organizadores en 1939: uno de cada diez pacientes de hospital psiquiátrico debía ser “tomado por la acción”, es decir entre 65.000 y 70.000 personas en total. Y los expertos en estadística calcularon incluso el ahorro realizado así en materia de alojamiento, vestimenta y alimentación ¡hasta 1951! Sin contar el personal médico “liberado” para otras tareas, los lugares disponibles para enfermos curables, los asilos transformados en hospitales… Ya durante la Primera Guerra Mundial, la división de la población en distintas categorías destinadas a ser mejor o peor aprovisionadas –en función de su “valor”– había conducido a una subalimentación drástica de los pacientes de los hospitales psiquiátricos. De allí un fuerte aumento de la cifra de su mortalidad. Pero con la Segunda Guerra Mundial, la selección sistemática, combinada con medidas estatales coercitivas, se convirtió en la base de la política social. Y no cambió nada la interrupción, en 1941, del programa de eutanasia: el asesinato de los enfermos prosiguió, de forma descentralizada y con otras técnicas. Las autoridades locales ya no deportaban a los condenados a las cámaras de gas de los centros de exterminio: los mataban en distintos hospitales y asilos mediante inyecciones letales. Al mismo tiempo, el círculo de los participantes directos en el asesinato y el de las personas informadas se amplió considerablemente. Los expertos en eutanasia, que antes elegían a los pacientes a ser eliminados, desplazaron su actividad hacia otros grupos de víctimas. A partir de la primavera de 1941, seleccionaron prisioneros de los campos de concentración –sobre todo minusválidos y judíos– para ser llevados a la cámara de gas. Más adelante, los asesinos del “Aktion T4” operaron en los centros de exterminio de Belzec, Sobibor y Treblinka, cuyos comandantes sacaron provecho de su experiencia en materia de utilización de las cámaras de gas para el asesinato de los judíos. Aparte de sus conocimientos prácticos y organizativos, los “4” transfirieron de la eutanasia a la “solución final” su experiencia en el manejo de la opinión pública. Tan es así que en abril de 1941, el consenso en torno al asesinato de los enfermos se confirmó favorable: ‘En el 80 % de los casos los allegados están de acuerdo, el 10 % protesta y el 10 % es indiferente’. Los informes de las SS de la primavera de 1944 pueden leerse entonces como signos de una prudente moderación: sondean la atmósfera general, dan indicaciones sobre las posibles causas de los rumores y aconsejan a las autoridades en cuanto a su reacción. En todo caso, se trataba menos de manipular a la opinión pública que de medir las fronteras de lo realizable”.

Texto incluido en Revista Realidad Económica, Buenos Aires, publicado el 17/7/2006



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