FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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El año desnudo

IV. La experiencia soviética de la guerra civil a la Segunda Guerra Mundial


BORIS PASTERNAK








BORIS PILNIAK (1894-1938)












VI. Penúltimo. Los bolcheviques

“(Tríptico segundo) Pues los últimos serán los primeros.

Chaquetones de cuero

En la casa de los Ordinin, en el comité ejecutivo (aquí no había geranios en las ventanillas), se reunía en el piso alto gente con chaquetones de cuero, los bolcheviques. Ahí están ellos, con chaquetones de cuero, un galán cada uno, un buen mozo de cuero, cada cual fornido, y el pelo encrespado bajo la gorra en la nuca, y los pómulos reciamente tensos en cada uno, con pliegues en los labios, y movimientos acompasados en cada uno. Selección del movedizo y distorsionado pueblo ruso. En chaquetones de cuero: no los reblandecerán. Esto es lo que sabemos; esto es lo que queremos; esto es lo acordado: y basta. Piotr Oreshin, el poeta, dijo la verdad: “¡O la libertad para la pobrería, o colgar de un poste en la campiña!”...

Arjip Arjípov se pasaba el día en el comité ejecutivo, escribía papeles, luego trajinaba por la ciudad y la fábrica en conferencias, asambleas y mítines. Rellenaba los papeles con el ceño fruncido (y tenía la barba levemente desgreñada), empuñaba la pluma como un hacha. En las reuniones decía palabras extrañas, articulaba así: constantar, enégricamente, litefonogramma, funcionar, prepusue-to. Con chaqueta de cuero, y barba, como Pugachov. ¿Grotesco? Y aún más grotesco. Arjip Arjípovich se despertaba al rayar el alba y, a escondidas de todos, memorizaba los libros: el Álgebra de Kiseliov, la Geografía Económica de Kistiakovski, la Historia de Rusia del siglo XIX (Ediciones Granat), El Capital, de Marx, la Ciencia Financiera, de Ozerov, la Contabilidad de Weitzman, un manual autodidáctico de lengua alemana. Y memorizaba, además, al minúsculo diccionario de extranjerismos incorporados al idioma ruso, recopilados por Gavkin.

Chaquetones de cuero.

Bolcheviques. ¿Bolcheviques? Sí. Así. ¡He ahí lo que son los bolcheviques!

Los guardias blancos huyeron en marzo. Y en los mismos primeros días de marzo llegó de Moscú una expedición para estudiar lo que había quedado de las fábricas, después de los guardias blancos y los huracanes. En la expedición había representantes: y del OTK, y del QMU de la Sección de Metales, y Gomzi, y Tzepti, y Tzepekape y Prombiuró, y RKI, y VTzK, etcétera, todos especialistas. En la reunión de la capital de provincia se estableció, como dos y dos son cuatro, que la situación de las fábricas era más que catastrófica: que no había ni materias primas, ni herramientas, ni mano de obra ni combustible. Y que poner en marcha las fábricas era imposible. Imposible. Yo, el autor, participé en dicha expedición. El jefe de la misma fue K., Lúkich de patronímico, delegado de la Administración Económica Central. Cuando al convoy se le dio la orden de prepararse para la marcha (y en el convoy estábamos nosotros, el destacamento, con fusiles), yo, el autor, pensaba que regresaríamos a Moscú, puesto que era imposible hacer nada. Pero fuimos a las fábricas, ya que no hay nada imposible de hacer, lo imposible era no hacer nada. Fuimos porque el bolchevique K. Lúkich –no especialista– juzgó muy sencillamente que si estuviera hecho, entonces no haría falta hacerlo. Y las manos todo lo hacen.

Bolcheviques.

Chaquetones de cuero.

Enégricamente funcinar. He ahí lo que son los bolcheviques. Y váyanse todos ustedes al diablo. ¡¿Lo oyen ustedes, limonada agridulce?!

Mina número tres, de la fábrica de Táiezhevo.

A la profundidad de 320, o sea, a tres cuartos de versta bajo tierra, se hacían las voladuras. Los perforadores barrenaban los estratos con el agua casi hirviendo hasta la cintura: en el mismo pozo hacían los barrenos. Los artilleros los cargaban con dinamita y los volaban a la profundidad de 320, con el agua casi hirviendo hasta el pecho. Tenían que palpar en el agua el orificio, el barreno; atacar, sumergiéndose, los cartuchos, poner bajo cada uno un pistón con mercurio detonante y una mecha de gutapercha, y prenderlos: quince, veinte cartuchos cada vez.

Señal de abajo:

—¿Listos?

Señal de arriba:

—Listos.

Señal de abajo:

—¡Prendo!

Señal de arriba.

—¡Prende con Dios!

Una tras otra fulguran las mechas, una tras otra chisporrotean y silban las brasas azules sobre el agua y se sumergen en el tubo de gutapercha bajo el agua. La última brasita azul silba y se sumerge.

Un saltito y en la herrada, señal de abajo:

—¡Eleva!

—¡A la orden!

Y la jaula, entre la lluvia y la oscuridad, silbando a siete sázhenes por segundo (límite, para no morir), sale disparada para arriba, de la muerte a la luz. Y abajo estalla la dinamita: el primero, el segundo, el tercero...

Mina número tres, profundidad 320, dos volaban los barrenos.

—¿Listos?

—¡Listos!

—¡Prendo!

—¡Prende con Dios!

Uno acabó de prender antes, se metió en la jaula. El segundo encendió la última mecha (empezaron a chisporrotear, a sumergirse las brasitas azules), se agarró al cable.

—¡Eleva más vivo!

Bien fuera porque tropezase el segundo, bien por haberse precipitado el maquinista –entre la lluvia y en la oscuridad, con un silbido, se elevó la jaula–, el segundo quedó abajo, y la última brasita se zambulló en el agua.

Y el primero tocó señal desde abajo:

—¡Alto! ¡Suelta hacia abajo!

Moviose la jaula en la oscuridad, suspendida en la lluvia.

—¡Suelta hacia abajo!

Y entonces tocó el segundo la señal:

—¡Eleva!, ¿para qué, pues, una segunda muerte?

—¡Suelta hacia abajo! –insiste el primero.

—¡Eleva! –repite el segundo.

Y moviose la jaula en la oscuridad. Cada uno sacrificaba la vida por el hermano, aquí mismo, a la profundidad de 320, donde la muerte y el entierro son simultáneos.

El maquinista, seguramente, comprendió lo que pasaba en la mina. Con velocidad de muerte lanzó la jaula hacia abajo, y con velocidad de muerte la sacó al exterior, bajo el tronar de la dinamita allá abajo, en la muerte. Y allá arriba, a los tres, al mecánico y a los artilleros –al primero y al segundo– les ganó el mismo deseo: ¡Echar un trago! ¡He ahí –porque entonces no había ninguna revolución– dónde estaba eso de enégricamente funcionar!

Chaquetones de cuero. Bolcheviques.

En la casa de los Ordinin, por la noche, en la residencia comunal, luego de descalzarse y desentumecer dulcemente con las manos los dedos, libres de las botas, encaramándose de algún modo hacia la bombilla a gatas por la cama, Yegor Sobachkin leía y leía un folletito y se dirigió al vecino, enfrascado en Izvestia.

—Y qué piensas, camarada Makárov, ¿la vida humana la determina el ser o la idea? ¿Pues, de pensarlo bien; está el ser en la idea misma?

La  “Ciudad-China”

Por la noche en Moscú, en la Ciudad-China, tras la muralla china, desde los callejones de piedra, desde bajo las puertas, desde los faroles de gas mira un desierto pétreo. De día la Ciudad-China, tras la muralla china, se encrespaba: se agitaban en ella un millón de seres, con bombines y con todos los millones de cosas, capitales, barreduras, sufrimientos, vidas: toda ella de bombín, enteramente Europa con cartera. Y por la noche, de los callejones de piedra y las hosterías desaparecían los bombines, llegaban la soledad y el silencio, correteaban los perros, y ardían mortecinamente los faroles entre las piedras, y al Trasmercado y del Trasmercado iba y venía la gente, escasa, como los chuchos. Y entonces, en este desierto salía arrastrándose de las hosterías y bajo las puertas, aquella: la China sin bombín, el Celeste Imperio, que se extiende en algún sitio del Oriente, al otro lado de la Gran Muralla Pétrea, y mira al mundo con ojos bizcos, parecidos a los botones de los capotes de los soldados rusos. Esto es una Ciudad-China.

Y  la segunda.

En Nizhni-Nóvgorod, en Kanávino, más allá de Makarie, donde en aquellas mismas tremendas posaderas de Makarie venía a acomodarse la diurna y moscovita Ilinka; en noviembre, después de los septembrinos millones de puds, de barriles, de piezas, de arshines y cuartos de mercancías, trocados por rublos, francos, marcos, libras esterlinas y demás; después del jaleo de Octubre, bajo el telón de un Volga de vinos que se derramaba, de caviares, de “Venecias”, “europeos”, “tártaros”, “chinos” y con litros de espermatozoides; en noviembre en Kanávino, en la nieve, tras los puestos condenados, desde la soledad, mira con botones de soldado en lugar de ojos, aquella: la moscovita nocturna y oculta tras de la pétrea muralla: China. Silencio. Misterio. Sin bombín. Botones de soldado en lugar de ojos.

Aquélla –la moscovita– por las noches, desde el crepúsculo hasta el alba. Esta por los inviernos, desde noviembre hasta marzo. En marzo las aguas del Volga anegarán Kanávino y se llevarán a China al Caspio.

Y la tercera Ciudad-China.

Aquí está. Un valle, pinos, nieve, más allá, montañas de piedra, un cielo de plomo, un viento de plomo. Nieve granulosa, y el viento sopla por tercer día: el agüero lo sabe, que el viento come nieve. Marzo. No humean las chimeneas. Calla el alto horno. Callan los talleres, en los talleres hay nieve y herrumbre. Acerado silencio. Y desde los ahumados talleres, desde las máquinas muertas en la herrumbre, mira: China, se sonríe, como pueden sonreírse los botones de soldado. Callan las fresadoras y las prensas. La prensa hidráulica no gime con su ¡nach-evak! ¡nach-evak! En el de laminado, sobre un lingote oxidado yace la nieve rojiza: cristales rotos en lo alto. Las turbinas quedan sin luz por las noches, en la sala de calderas chifla el viento y la oscuridad. Desde la fundición, en la que un cañonazo arrancó el ángulo de un Martin, desde los hornos yertos escudriñan gravemente los botones de soldados, orejudos, sin bombín.

—Allí, a mil verstas –en Moscú– la enorme piedra molar de la guerra y la revolución trituró la Ilinka, China salió a rastras de la Ilinka, reptó...

—¡¿Adónde?!

—¡¿Reptó hasta Táiezhevo?!

—¡Mientes! ¡Mien-tes! ¡Mi-en-tees!

Los guardias blancos huyeron en marzo, y para la fábrica en marzo.

Los blancos huyeron batiéndose con la artillería. Todos los moradores se desbandaron por los bosques bajo el temor de la peste blanca. Solo el Ejército Rojo con desgarrados capotillos, en pequeños grupos –y por miles– acometía y acometía en sus avances. Durante mucho tiempo, después de los blancos, en la grúa del taller de montaje estuvo colgado un hombre al viento, enganchado de las costillas, y en las minas el agua llegaba a la ganta, y nadaban lívidos los cadáveres. El viento marceño bramaba con ventiscas y comía nieve, nieve de marzo. Por las quebradas en torno a la fábrica y en los bosques de alrededor –de la nieve roída por el viento– sobresalían brazos humanos, piernas, espaldas roídas, no ya por el viento, sino por los perros y los lobos. En el viento marceño –solitarias en esencia– crepitaban las ametralladoras; y, como si un viejo golpeara con el matamoscas a los insectos en la pared, ayeaban los cañones...

—¡¿Reptó hasta Táiezhevo?!

—¡Mientes! ¡Mien-tes! ¡Mienn-teees!

Sin bobalicones. La fábrica revivió con asombrosa sencillez, en virtud de la necesidad económica. Huyeron los guardias blancos, y de los bosques fueron acudiendo sin temor los obreros, y los obreros no tenían qué comer. Y eso es todo. El poder había cambiado ocho veces; y a los obreros no les quedaba más que una madre: la máquina. En la fábrica no había poderes: los obreros organizaron una cooperativa. En la fábrica no había combustible, las minas estaban inundadas: tras de las fábrica existía una granja caballar de los Ordinin, bajo cuyo hipódromo pasaban los estratos de carbón. Sin mandato empezaron a extraer aquí el combustible. Tiempo de coquizar no había, y la fundición del hierro la emprendieron a base de antracita. Las máquinas estaban inutilizadas. Primero pusieron en marcha el taller de herramientas. No había dinero presupuestado con el que pagar a los obreros. Y decidieron asignar a cada trabajador un pud de lingote al mes, para hacer arados, hachas, hoces, destinados al intercambio de mercancías. La fábrica renació por sí misma, autorrevivió. ¡¿No es esto un poema, cien veces más grandioso que la resurrección de Lázaro?!

Arjip Arjípov y un ingeniercillo algo desgranado, de pelliza y gorro de orejeras, lo afrontaban todo con su estribillo de ta-ra-ram: “Revolución: ta-ra-ram; escándalo: ta-ra-ram; han llegado los guardias blancos: ta-ra-ram; duelen las muelas: ta-ra-ram. Ocho poderes cambiaron, ocho tararames; primer tararam, segundo, tercero...”. Arjip y el ingeniercillo ese iban sin parar de un lado a otro de la fábrica, de taller en taller, de mina en mina. Y por las noches en la oficina hicieron un grandiosísimo proyecto: elaboraron los calibres y las tolerancias de normalización. Ondeaba al viento el humo negro del Martin, y fulguraba por las noches, abarrotado, el alto horno. De los talleres se alzó el crujido del hierro, murió el acerado silencio. ¡Maguti enérgicamente funcionar!

En la lista de las fábricas en marcha que poseía la expedición encargada del estudio de la industria pesada, no figuraba Táiezhevo. La expedición pasó por allí casualmente. Viajaba de largo por la noche, sin propósito de detenerse, vio un alto horno encendido, y se detuvo. Y encontró a Táiezhevo, una entre las únicas...

—Allí, a mil verstas, en Moscú, la enorme piedra molar de la revolución trituró la Ilinka, y China salió a rastras de la Ilinka, reptó...

—¿Adónde?

—¡¿Reptó hasta Táiezhevo?!

—¡Mientes! ¡Mien-tes! ¡Mienn-teees!

De día en Moscú, en la Ciudad China, hacía malabarismos [V.A.1] el bombín, con frac y cartera; y por la noche lo relevaba China, el Celeste Imperio, que yace tras la Muralla Pétrea, sin bombín, con los botones de los ojos.

—Vaya, pues. Bien. ¿Será posible que China se cambie ahora a sí misma por el bombín con frac y cartera? ¿No va el tercero al relevo?, aquel que

¡Puede enégricamente funcionar!

Ventisca. Marzo. ¡Eh, vaya ventisca, cuando el viento se come la nieve! ¡Shooiaiá, sho-oiaiá, shooooiaiá!... Gviiú, gvaaú, gaaaú... gviiiuú, gviiiiuuú... ¡Gu-vu-zz! ¡Gu-vu-zz!... ¡Gla-vbum!... ¡Gla-vbumm!... ¡Shooiaiá gviiuú, gaauú!   ¡¡Gla-vbumm!! ¡¡Gu-vuz!! ¡Eh vaya ventisca! ¡Qué manera de ventiscar!... ¡Qué re-que- te-bién!...

Tercera parte del Tríptico

(La más luminosa)

Sobre el precipicio, sobre el Vologa se alza el Kremlin con sus imponentes, arruinados muros rojos, invadidos por el saúco, los lampazos y la ortiga. Los últimos edificios levantados bajo Nicolás I, son de piedra y ladrillo, espaciosos y con mucho ventanaje, blancos y amarillos, sombríos y majestuosos en su rancia vetustez. Las calles del Kremlin están empedradas con enormes guijarros. Van las calles torcidas, con callejones y rincones, y en las esquinas se alzan las iglesias. Innúmeras canículas fueron consumiendo el Kremlin, y muchos años –años desnudos–, recorrieron los guijarros de las calzadas.

Rusia. Revolución. Las lechuzas chillan: con humano horror, con feroz alegría. Crepúsculo. Otoño. En el Kremlin, en los torreones, abundan las lechuzas. El crepúsculo en otoño tapa la dorada tierra, como el cierre la tubería de una estufa. El viento ulula en el Kremlin, en los rincones: ¡gu-vuuú-inn-vierr-noó!... Y escandaliza el palastro de los tejados en las casas viejas: ¡gla-vbumm!

Por los guijarros vacíos en el viento gris va un hombre con chaquetón de cuero. El viento barre las hojas amarillas. El hombre cruza por el Transmercado, donde están destruidas las hileras de tiendas; abandona el recinto del Kremlin, donde la artillería de los blancos destruyó los muros; y allí –en otro montículo– se alza el hospital entre minúsculos abetos, airosos y verdes, como los santos de Niésterov. Este hombre es Arjip Ivánovich Arjípov. Viento otoñal, todo lo rebusca, todo lo esparce, y la tos es del viento otoñal. En el hospital, en el cuarto de la médico Natalia Evgráfovna, con paredes de rollizo, huele a brea de los muros. Suelo de linóleo, amplios ventanales al nuevo estilo. Y por el linóleo camina la luz incierta del día, de los enormes filodendrones, de la mesa llena de papeles, de los blancos azulejos de la estufa. Día incierto, crepúsculo incierto. Mas en la habitación hay claridad –como suele haberla en las habitaciones– y hoy por primera vez arde la estufa holandesa.

—Siéntese, Arjípov. Aquí, en el diván.

—No importa, gracias. Estoy bien aquí, junto a la estufa.

Arjípov tiene la barba, como Pugachóv, negra, abundante, desgreñada, y los ojos negros.

—Oiga, Arjípov, usted no habla nunca del padre. Yo quisiera hablar de ello... Con usted, como hijo que es.

—Sí. Y yo también. Las viejas raíces son difíciles de arrancar. Y causan mucho dolor. Pero esto habrá de pasar. La razón dice que había de morir así, bien de mañana; ¿para qué atormentarse, pues? Hay que vivir, trabajar.

—¡Pero usted está de veras solo, solo para siempre!

—Cierto. Y ¿qué hacer? Yo siempre estuve solo: solo con todos, con los camaradas. Ahora realmente empiezo a liberarme de muchas simplezas.

Natalia se levantó de la mesa, se colocó al lado de Arjípov, ante la estufa.

—Diga la verdad. ¿No le da miedo?

—¿Cómo no tener miedo?: miedo, náuseas. Pero no hay que sufrir. Murió el viejo, como procede. Yo había recapacitado en todo con la mente fija, de veras, y no sufro. Así procede. –Arjípov tomó con sus dos manos la mano de Natalia–. Mejor es que usted, Natalia, hable de sí misma. Créalo.

—Yo no tengo nada que contar. ¿Pues, qué?...

—Bueno, entonces contaré yo. Ando ocupado todo el tiempo con la fábrica, con el comité ejecutivo, con la revolución. Y cuando murió mi padre pensé en mí mismo. Hay que trabajar, me dije; bueno, y me puse a trabajar. Pero hay algo más. He venido a verla para hacerle una petición: su mano. De mocete estuve enamorado, bueno, pecaba con las mujeres. Mas luego pasó. Pienso que tendremos chiquillos. Trabajamos juntos, por una misma causa. Y criaremos a los pequeñuelos como se debe. Desearía tener hijos capaces; y usted es más instruida que yo. Bueno, yo también aprenderé. Y ambos somos jóvenes, sanos. —Arjípov inclinó la cabeza. Natalia no retiró[V.A.2]  su mano de entre las manos de él.

—Sí, está bien –respondió ella sin prisa–. Pero yo no soy doncella... Hijos, sí, es la único. Yo no le amo modo... bueno, entiéndalo...

Arjípov alzó la cabeza, miró a los ojos de Natalia: eran diáfanos y apacibles. Se llevó torpemente a los labios la mano de aquella y la besó con dulzura.

—Bueno, sí. En cuanto a no ser doncella... lo que se ha de ser es persona.

—Todo eso resultará yerto, fastidioso, Arjípov.

—¿Cómo? ¿Fastidioso? No entiendo yo esa palabra.

La tapa celeste cubrió la tierra. Se diluyeron las ventanas en los muros. Ocultose en la ceniza el carbón de la estufa. Había que cerrar la salamandra.

En el comedor, donde también las paredes son de rollizo, sobre la mesa de albo mantel resplandecen fríamente la cafetera de níquel, la fuente, los portavasos. Arjípov bebe de un platito, sostenido por los cinco dedos. Bajo el chaquetón de cuero lleva un chaleco de abrigo, y bajo el chaleco una camisa rusa. Natalia luce una chaqueta de punto roja y falda negra; y los cabellos en moño de trenzas. El linóleo centellea fríamente. Tras de las ventanas, la luna opaca entre las nubes, la noche; y se reflejan con un frío opaco en el suelo la luna, las paredes, la mesa patas arriba, las sombras de la puerta abierta y el oscuro aposento. Sobre la mesa del comedor hay una lámpara “ministerial”.

—¡Se necesita ser persona, pureza, entendimiento!

Luz de la luna en el gabinete, y bandas de luna yacen en el linóleo. Arjípov roza por casualidad el hombro de Natalia, la luz de la luna cae sobre ella, los ojos se pierden en la oscuridad; tiernamente, con femenina suavidad, Natalia se pega a Arjípov, le susurra con voz casi imperceptible:

—Querido, tú, mi único...

En la alegría, Arjípov no sabe qué responder.

—¡Compréndalo: vivir, palomita mía!

Las lechuzas chillan: con horror de hombre, con alegría de fiera. “Pues el hombre no es animal para amar como animal”. La tapa celeste cubrió la tierra. Noche. Kremlin. Chillan las lechuzas. El viento huchea en los rincones: ¡gu-vú-in-vier-noó!   Pétreos-ladrillosos, grandes, con mucho ventanaje, blancos y amarillos, los edificios son de noche sombríos y majestuosos en su rancia vetustez. Van las calles torcidas, con callejones y rincones, calles empedradas, y con iglesias en las esquinas. Años desnudos. Oscuridad. Noche. Otoño. Verdosa, deslízase la luna lentamente.

¡Querido, único, mío!

Natalia está parada junto a la ventana en el gabinete. Centellea fríamente el linóleo. Se agrandan los filodendrones en la oscuridad. Cae la luz de la luna en la ventana. Hoy por primera vez encendieron la estufa; han trasudado las ventanas. La mágica luz de la luna se fragmenta y reverbera en las lagrimillas del cristal y en las de los ojos.

—No amar y amar. ¡Bah, y no habrá fastidio, y habrá hijos, y trabajo, trabajo!... ¡Querido, único, mío! No habrá mentira ni dolor.

En la casa de los Ordinin, en la residencia comunal, luego de descalzarse y desentumecer dulcemente los dedos, libres de las botas; encaramándose de algún modo, a gatas por la cama, hacia la bombilla, Yegor Sobachkin leía y leía un folletito y, al finalizar, dijo cuerdamente:

—¡Mas la verdad y la justicia pese a todo triunfarán! No puede ser de otro modo.

Entró Arjípov, cruzó calladamente hacia su habitación. En el minúsculo diccionario de palabras extranjeras incorporadas al idioma ruso –escrito por Gavkin– no figuraba la palabra fastidio.

¡Querido, único, mío!

VII.  (y último, sin Mulo)

Rusia.

Revolución.

Ventisca.

Boris Pilniak, El año desnudo [1922], Barcelona, Planeta, 1975.



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