FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

Usted está aquí: Inicio Carpeta 2 La gran depresión II. La gran depresión y la crisis del liberalismo

II. La gran depresión y la crisis del liberalismo

La economía global se resquebraja

El gran derrumbe económico de los años treinta remite, en gran medida, a los cambios que –gestados en los años dorados– erosionaron los pilares en que se había asentado la primacía del mercado mundial. En primer lugar, el declive de Gran Bretaña, acompañado por el quiebre del patrón oro y por la creciente fragilidad de los lazos forjados por Londres entre las diferentes economías nacionales. Simultáneamente, el hecho de que el ascenso económico de Estados Unidos venía asociado con nuevos factores que no se adecuaban al modo de funcionamiento del orden global. Por un lado, el nuevo modo de organización del sistema productivo, el fordismo, que alentaba un mayor control estatal del desenvolvimiento de la economía nacional para evitar las recesiones, al margen de las fluctuaciones del mercado mundial. La potencia en ascenso, además, reunía recursos y condiciones que le permitían y alentaban un grado de autarquía que nunca había tenido Gran Bretaña. Esto significaba que se rompía el equilibrio, presente en la Belle Époque, entre la expansión del mercado mundial y los pilares en que se asentaba la hegemonía de Londres. Muchos de los grandes propietarios latinoamericanos, por ejemplo, perdían la posibilidad de colocar en el país del norte los bienes que a través de las compras británicas habían desembocado en el boom exportador de los años ochenta.

El impacto de la Primera Guerra Mundial y el rumbo impuesto por los vencedores hicieron estallar las tensiones de la economía global. En Versalles se dispuso el trazado de nuevos Estados en el mapa europeo, sin atender a sus posibilidades, y se aprobó una cadena de deudas que obstaculizaría el despegue de la economía. Mientras el conjunto de los países europeos sufría su condición de deudores, se acrecentaba el poder financiero de Estados Unidos.

El esfuerzo bélico exigió la cooperación entre los industriales y la coordinación de sus actividades vía la intervención del Estado. Todos los gobiernos, además, aumentaron sus recursos a través de la creación de nuevos impuestos que recayeron sobre la renta y sobre el volumen de los negocios. Sin embargo, no fue suficiente. Los países más afectados por los combates se vieron obligados a recurrir a la importación de mercancías y al auxilio de préstamos proporcionados por los países más fuertes en el plano industrial, por los que estaban alejados del campo de batalla y aquellos que eran ricos en materias primas. La guerra benefició económicamente a los proveedores: Suiza, Holanda, los países escandinavos, América Latina y sobre todo a Estados Unidos. Entre 1914 y 1919 este último se posicionó como el mayor acreedor. La guerra agudizó el declive inglés, al mismo tiempo que Estados Unidos emergió como el principal motor para avanzar en la reconstrucción de la economía europea y la reactivación del comercio mundial.

En la década de 1920, el capital y los mercados estadounidenses dominaban la economía mundial, como lo había hecho Gran Bretaña antes de la Primera Guerra. En 1929 Estados Unidos había volcado más de 15.000 millones de dólares en inversiones en el extranjero, casi la mitad en créditos y el resto en inversiones directas de corporaciones multinacionales. Entre 1924 y 1928 los estadounidenses prestaron en promedio 500 millones de dólares a Europa, 300 millones a América Latina, 200 millones a Canadá y 100 millones a Asia. Si bien los gobiernos estadounidenses fueron aislacionistas, los grupos que dominaban en Wall Street se involucraron en las negociaciones vinculadas con la recuperación y estabilidad de la economía internacional, como sucedió con los planes Dawes y Young destinados a activar la economía alemana.

En la era del imperialismo, las inversiones europeas en el exterior se habían multiplicado, básicamente, en forma de préstamos que los gobiernos y las empresas que los recibían utilizaban a su arbitrio. En la entreguerras, en cambio, las grandes corporaciones estadounidenses instalaron plantas fuera de su país. A través de esta vía lograban eludir las barreras aduaneras europeas que trababan la exportación de sus productos, pero principalmente, trasladaban centros fabriles altamente productivos. En 1900, la inversión directa estadounidense en el extranjero equivalía al dos por ciento de la riqueza total de las empresas y granjas del país; en 1929 representó el cinco por ciento. La mitad estaba en América Latina y la mayor parte del resto en Europa y Canadá. En el primer caso, los capitales estadounidenses se ubicaron en los servicios públicos y la producción primaria, en el segundo, fueron a la industria.

Sin embargo, la nueva potencia no asumiría el papel regulador desempeñado por el Reino Unido porque su crecimiento económico no estaba basado en los lazos comerciales y financieros forjados con otros mercados. Su desarrollo se había apoyado en una combinación de factores: abundancia y variedad de materias primas, tierras agrícolas fértiles y el aporte de los inmigrantes europeos, una enorme fuerza de trabajo fácilmente explotable, que hicieron del mercado interno el principal motor de su economía. Los Estados Unidos que exportaban simultáneamente alimentos, bienes industriales y capitales no dependían de las importaciones para sostener su ciclo productivo.

Otro cambio clave provino de la exploración de la gestión científica del trabajo. Se inició al calor de los desafíos de la crisis de 1873 y avanzó en la entreguerras. Las transformaciones dieron paso a un capitalismo más estructurado, con nuevas industrias de punta, nuevas corporaciones empresariales y una clase obrera más numerosa y más organizada. Si bien antes de la Primera Guerra ya habían prosperado los trusts, las grandes empresas de la posguerra combinaron diferentes actividades que hasta el momento se concretaban en forma separada: investigación, producción, distribución, publicidad. La fabricación de automóviles fue la actividad en que las unidades fabriles integradas verticalmente y que producían a través de la cadena de montaje, alcanzaron su más acabado desarrollo. Henry Ford en Estados Unidos fue su más decidido impulsor, al punto de que los procesos de fabricación en serie acabaron llamándose fordismo. 

En los talleres Ford, las operaciones realizadas por un solo obrero se desmontaron para ser distribuidas entre varios trabajadores ubicados en torno a la línea de montaje. La reducción de los tiempos fue impresionante: el armado del motor, realizado originariamente por un solo hombre, se distribuyó entre 84 operarios, y el tiempo de montaje disminuyó de 9 horas y 54 minutos a 5 horas y 56 minutos; la preparación del chasis, que exigía 12 horas y 20 minutos, descendió a 1 hora y 33 minutos. Este incremento de la productividad se lograba al mismo tiempo que la fábrica abría sus puertas a los trabajadores no calificados. Un auto se fabricaba con solo un 5 por cinco de obreros especializados, el resto eran  peones. El empresario reducía su dependencia del saber del trabajador, y con la expulsión del obrero de oficio debilitaba el movimiento sindical.

 

tiempos modernos

 

 

 

 

 

 

 

TIEMPOS MODERNOS CARLOS CHAPLIN

 

 

 

 

Cuando Ford trabajó en los talleres de Thomas Alva Edison, el prolífico inventor, este ya le había anticipado esta posibilidad: "Una de las razones por las que logramos reducir considerablemente el precio de producción fue que en los comienzos, una de las operaciones más importantes la realizaban técnicos especialísimos (…) Los obreros que efectuaban este trabajo se consideraban un elemento decisivo del taller y se pusieron muy exigentes. Formaron un sindicato y pidieron ventajas exorbitantes. Fue entonces cuando me pregunté si no sería posible hacer que este trabajo lo realizara una máquina. Después de investigar varios días hallé la solución (…) El sindicato estaba derrotado y nunca más se ha recuperado".

Aunque Ford propició la ampliación del consumo a través del aumento de salarios de los obreros de su empresa, su iniciativa tuvo escasa acogida en el mundo empresarial. Con el tiempo, la creciente productividad derivada de las nuevas formas de organizar y explotar a la fuerza de trabajo, aumentó la oferta de bienes sin que la demanda acompañara este incremento. Durante los años veinte, en Estados Unidos la demanda fue activada mediante la expansión del crédito. Pero sin la creación de un mercado de masas sólido, basado en el incremento salarial, la cadena crediticia y la sobreinversión en acciones condujeron a la especulación que estalló con el crac de la bolsa de Nueva York.

El proceso también se puso en marcha en otros países europeos. En 1925, en Alemania, las seis empresas químicas mayores se fusionaron para constituir la IG Farben. Gran Bretaña y especialmente Francia avanzaron más lentamente en este camino.

En la gran corporación que fabricaba bienes de consumo producidos en masa, el volumen de capital fijo era mucho más alto que el destinado a los salarios, y la tasa de ganancia dependía menos de las reducciones salariales que de la paz laboral, para la cual era preciso lograr acuerdos con los sindicatos. Este fordismo incipiente inducía a los pactos corporativos entre los principales actores del sistema productivo, y su cumplimiento requería que la economía nacional no quedase atada a las oscilaciones del mercado mundial. En este nuevo escenario social y económico el patrón oro se hizo cada vez más inviable.

Antes de la guerra, se había privilegiado la estabilidad exterior aun a costa de sacrificar la interior. Esto había funcionado porque los más bajos niveles de movilización política hicieron posible que las demandas a los gobiernos no fueran demasiado potentes. Después de la guerra el panorama era muy diferente. La activación de los trabajadores, las fuertes querellas entre los Estados resultantes del conflicto, junto con la existencia de una organización industrial más estructurada que requería compromisos a largo plazo entre el capital y el trabajo, obstaculizaron la subordinación de la actividad económica nacional a la estabilidad de la moneda. Sin embargo, la mayor parte de los gobiernos centrales ató la moneda nacional a las reservas de oro; las viejas recetas se prolongaron en el tiempo al margen de que los factores emergentes eran más sólidos que los residuales. La confiabilidad de un país y su inclusión en los circuitos del capital financiero seguían dependiendo de la adhesión a la ortodoxia económica. Los economistas clásicos planteaban que la subordinación a las leyes del mercado, asegurada por el patrón oro, era la única vía para garantizar el crecimiento económico, aunque hubiera que pagar el costo de crisis periódicas. La recesión era necesaria para eliminar las inversiones improductivas y su correlato, la inflación. La reducción salarial, el desempleo y la baja de precios recrearían las condiciones para que se incrementase la productividad y en el futuro se iniciara un nuevo ciclo de expansión. Para Keynes, el economista inglés que abandonó irritado Versalles, la receta clásica pasaba por alto que, en el largo plazo, todos los sacrificados en pos de los equilibrios del mercado estarían muertos.

La fortaleza de los sindicatos conducía a la suba de los salarios, y para evitar el estallido de conflictos sociales había que aceptar un cierto grado de inflación. Sin embargo, la obsesión de los políticos europeos: volver al patrón oro y contar con una moneda fuerte para pagar a Estados Unidos las deudas de guerra, solo podía plasmarse con la deflación. Una enorme contradicción que la Gran Depresión de 1929 pondría al descubierto a través de un traumático desgarramiento del tejido social.

 

 

Acciones de Documento