FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Stefan Zweig: Las primeras horas de la guerra de Europa

I. La Primera Guerra Mundial


"El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que descendió sobre tierra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso y casi diría... veraniego. El cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, dulce y sensual; los prados, fragantes y cálidos; los bosques, oscuros y frondosos, con su joven verdor; todavía hoy, al pronunciar la palabra «verano», automáticamente me vienen a la memoria aquellos radiantes días de julio que pasé en Baden, cerca de Viena. Me había retirado a esa pequeña y romántica ciudad que con tanta frecuencia había escogido Beethoven como residencia veraniega, para concentrarme durante todo el mes en el trabajo y luego pasar el resto del verano con mi venerado amigo Verhaeren en una villa de Bélgica. En Baden no hace falta salir del núcleo urbano para disfrutar del paisaje. El hermoso bosque quebrado por colinas se interna imperceptiblemente entre las casas bajas estilo biedermeier que han conservado la sencillez y el encanto de los tiempos de Beethoven. Uno se puede sentar en las terrazas de cafés y restaurantes que abundan por doquier, y siempre que quiera se puede mezclar con la alegre clientela de los balnearios que desfila en sus carruajes por el parque o se pierde por caminos solitarios.

En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica Austria celebraba siempre como la festividad de San Pedro y San Pablo, habían llegado muchos clientes de Viena. Ataviada con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la multitud se agitaba en el parque ante la banda de música. Hacía un tiempo espléndido; el cielo sin nubes se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sentirse realmente feliz. Se acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta estival, los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, anticipaban en cierto modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba sentado lejos de la multitud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo cuál: Tolstói y Dostoievski de Merezhkovski); lo leía con atención e interés. Pero también era consciente del viento entre los árboles, de los trinos de los pájaros y de la música que llegaba a mis oídos desde el parque a oleadas. Oía claramente las melodías, sin que me molestaran, puesto que nuestro oído es tan adaptable, que un ruido continuado, una calle estre­pitosa o un riachuelo susurrante al cabo de pocos minutos se amoldan completamente a nuestra conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada del ritmo nos obliga a aguzar los oídos.

Y fue así como interrumpí sin querer la lectura: cuando, de repente, la música paró en mitad de un compás. No sabía qué pieza estaba tocando la banda en aquel momento, solo noté que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción; mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían caído víctimas de un vil atentado político.

Cada vez se reunía más gente alrededor del anuncio. La inesperada noticia pasaba de boca en boca. Pero hay que decir en honor a la verdad que en los rostros no se adivinaba ninguna emoción o irritación porque el heredero del trono nunca había sido un personaje querido. Todavía recuerdo, de cuando era niño, aquel otro día en que encontraron en Meyerling al príncipe heredero Rudolf, hijo único del emperador, muerto de un disparo. En aquella ocasión la ciudad entera se alborotó, presa de una gran agitación; un gentío enorme se había congregado para ver la capilla ardiente y había expresado de manera abrumadora su pésame al emperador y el horror por la muerte, en la flor de la vida, de su único hijo y heredero, en quien todos habían puesto sus mayores esperanzas, porque era un Habsburgo progresista y extraordinariamente simpático como persona. A Francisco Fernando le faltaba lo más importante para ser realmente popular en Austria: afabilidad personal, encanto humano y buenas maneras en el trato social. Yo lo había observado a menudo en el teatro. Permanecía sentado en su palco, imponente y repantingado, con sus ojos de mirada fija y fría, sin dirigirlos hacia el público ni una sola vez con simpatía ni animar a los actores con afectuosos aplausos. Nunca nadie le había visto sonreír, no existía ninguna fotografía suya donde apareciese con ademán distendido. No tenía afición por la música ni sentido del humor, y la mirada de su esposa encerraba la misma displicencia. Un aire gélido rodeaba a esa pareja; se sabía que no tenían amigos, que el viejo emperador odiaba al príncipe de todo corazón, porque este era incapaz de disimular con tacto su impaciencia de heredero por subir al trono. Mi presentimiento, casi visionario, de que aquel hombre de nuca de bulldog y ojos fríos e inexorables sería la causa de alguna desgracia no era, pues, tan solo personal, sino que lo compartía toda la nación; por esta razón la noticia de su asesinato no despertó ningún sentimiento profundo. Al cabo de dos horas ya no se observaba señal alguna de auténtica aflicción. La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió a sonar en todos los locales. Aquel día hubo en Austria muchas personas que, a escondidas, respiraron aliviadas, porque se había eliminado al heredero del viejo emperador en beneficio del joven archiduque Carlos, mucho más popular.  (...)

Unas semanas más y el nombre y la figura de Francisco Fernando habrían desaparecido para siempre de la historia.

Pero luego, aproximadamente al cabo de una semana, de repente empezó a aparecer en los periódicos una serie de escaramuzas, en un crescendo demasiado simultáneo como para ser del todo casual. Se acusaba al gobierno serbio de anuencia con el atentado y se insinuaba con medias palabras que Austria no podía dejar impune el asesinato de su príncipe heredero, al parecer tan querido. Era imposible sustraerse a la impresión de que se estaba preparando algún tipo de acción a través de los periódicos, pero nadie pensaba en la guerra. Ni los bancos ni las empresas ni los particulares cambiaron sus planes. (...)

Pero luego vinieron los últimos días críticos de julio y, de hora en hora, cada nueva noticia contradecía la anterior; los telegramas del emperador Guillermo al zar y del zar al emperador Guillermo, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria, el asesinato de Jaurès. Daba la sensación de que iba en serio. (....)

¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás.

En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida: miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi cincuenta sentían en aquel momento que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano, por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de la vida cotidiana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en aquellas horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sentimientos por lo demás muy naturales. Tal vez, empero, intervenía también en aquella embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de cultura», el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época. (....)

Por aquel entonces la gente aún confiaba a pies juntillas en sus autoridades; en Austria nadie hubiese osado pensar que el veneradísimo padre de la patria, el emperador Francisco José, a sus ochenta y cuatro años pudiera haber llamado a su pueblo a la guerra sin haberse visto obligado a ello por una fuerza mayor, ni que le hubiera pedido un sacrificio cruento, si no fuera porque enemigos malvados, pérfidos y criminales amenazaban la paz del imperio. Los alemanes, a su vez, habían leído los telegramas de su emperador al zar en los que su monarca luchaba por la paz; un gran respeto hacia los «superiores», los ministros, los diplomáticos y hacia su juicio y honradez, animaba todavía al hombre de la calle. Si había guerra, por fuerza tenía que ser contra la voluntad de sus gobernantes; ellos no podían tener la culpa, nadie del país la tenía. Por lo tanto, los criminales, los instigadores de la guerra tenían que ser los del otro país; era legítima defensa alzarse en armas, legítima defensa contra un enemigo pérfido y ruin que, sin motivo alguno, «atacaba» a las pacíficas Austria y Alemania.

Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico. Seguían viéndola desde la perspectiva de los libros de texto y de los cuadros de los museos: espectaculares cargas de caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siempre disparado noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una clamorosa marcha triunfal. «Por Navidad volveremos todos a casa», gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra «de verdad»? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia, el país aliado de aquel momento, ¡y vaya una guerra más rápida, incruenta y lejana!: una campaña de tres semanas que terminó sin muchas víctimas y antes de haber tomado aliento siquiera. Una veloz excursión al romanticismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la guerra el hombre sencillo de 1914, y los jó­venes incluso temían que les faltara este maravilloso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a agruparse bajo las banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero, la roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por la venas de todo el imperio. (....)

El hecho de que yo no sucumbiera a esta repentina embriaguez de patriotismo no se debió a ninguna sobriedad o clarividencia especiales, sino a la forma de vida que había llevado hasta entonces. Dos días antes me encontraba aún en «tierra enemiga» y así había podido convencerme de que las grandes masas belgas eran tan pacíficas y estaban tan desprevenidas como nuestro pueblo. Además, había llevado una vida cosmopolita durante demasiado tiempo como para poder odiar de la noche a la mañana a un mundo que era tan mío como lo era mi padre. Desde hacía tiempo desconfiaba de la política y, precisamente en los últimos años, en innumerables conversaciones con amigos franceses e italianos, había discutido lo absurdo de la posibilidad de una guerra. En cierto modo, pues, mi desconfianza me había vacunado contra una infección de entusiasmo patriótico y, preparado como estaba contra el ataque febril de las primeras horas, me mantuve firme y decidido a no permitir que una guerra fratricida, provocada por torpes diplomáticos y brutales industrias bélicas hiciera tambalear mi convicción y fe en la necesaria unidad de Europa.(...)

Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías científicas. Casi todos los escritores alemanes, con Hauptmann y Dehmel a la cabeza, se creían obligados, como los bardos en épocas protogermánicas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos para que entregaran sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas que rimaban krieg (guerra) con sieg (victoria) y not (penuria) con tod (muerte). Los escritores juraron solemnemente que jamás volverían a tener relación cultural con ningún francés ni inglés, y más aún: de la noche a la mañana negaron que hubiera existido nunca una cultura inglesa y una cultura francesa. Todo aquello era inferior y fútil comparado con la esencia alemana, el arte alemán y el modo de ser alemán. Los eruditos fueron aún más severos. De repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la guerra como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decaimiento a las fuerzas de los pueblos. Los apoyaban los médicos, los cuales elogiaban tanto sus prótesis, que uno casi tenía ganas de amputarse una pierna sana y sustituirla por otra artificial. Los sacerdotes de todas las confesiones tampoco querían quedar rezagados y se unían al coro; a veces era como oír a una horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su actitud humana. (...)

En 1914 todos los países beligerantes se encontraban ya de por sí en un tremendo estado de sobreexcitación; el peor rumor en seguida se convertía en verdad y la calumnia más absurda era creída a pies juntillas. Docenas de personas juraban en Alemania que justo antes de estallar la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles cargados de oro que iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos cortadas, que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o cuarto día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales mentiras no sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las crueldades imaginables forma parte del material bélico tanto como la munición y los aviones, y que se sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras. No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental, exige entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo.

Ahora bien, es propio de la naturaleza humana que los sentimientos arrojados no se prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo ni en el pueblo, cosa que sabe perfectamente la organización militar. Por eso le hace falta un estímulo artificial, un dopping constante de excitación, y esta labor de incitación les correspondía a los intelectuales, los poetas, los escritores y los periodistas (con buena o mala conciencia, llevados por su honradez o por rutina profesional). Habían hecho redoblar el tambor del odio con fuerza, hasta penetrar en el oído de los más imparciales y estremecerles el corazón. Casi todos servían obedientemente a la «propaganda de guerra» en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla.

Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los pueblos creían a pies juntillas —a pesar de los mil desengaños— todo cuanto salía impreso. Y así, el entusiasmo puro, bello y abnegado de los primeros días se fue convirtiendo poco a poco en una orgía de sentimientos de lo más estúpida y perniciosa. Se «combatía» a Francia e Inglaterra en Viena y en Berlín, en la Ringstrasse y en la Friedrichstrasse, cosa mucho más cómoda. Los letreros franceses e ingleses tuvieron que desaparecer de los comercios, incluso un convento que se llamaba «La doncella inglesa» tuvo que cambiar de nombre, porque irritaba a la gente, ignorante del hecho de que aquí «inglés» se refería a «ángel» y no a «anglosajón». Comerciantes probos y honrados sellaban o timbraban sus cartas con la frase «Dios castigue a Inglaterra» y damas de la alta sociedad juraban (y lo escribían en cartas a los periódicos) que mientras vivieran, nunca más pronunciarían una frase en francés. Shakespeare fue proscrito de los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos franceses e ingleses; los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, del mismo modo que los cereales y los minerales. No bastaba con que todos los días miles de ciudadanos pacíficos de aquellos países se matasen mutuamente en el frente: en la retaguardia se insultaba y difamaba a los grandes muertos de los países enemigos que desde hacía siglos reposaban mudos en sus tumbas. La confusión mental se volvía cada vez más absurda. La cocinera ante los fogones, que nunca había salido de su ciudad ni había abierto un atlas desde que iba a la escuela, creía que Austria no podía vivir sin el «Sandchack» (pequeño distrito fronterizo en algún lugar de Bosnia). Los cocheros discutían en la calle qué indemnización de guerra se debía imponer a Francia: si cincuenta mil o cien mil millones, sin saber de qué cifras hablaban. No hubo una sola ciudad ni un solo grupo que no cayera en esa espantosa histeria del odio. Los curas lo predicaban desde los altares y los socialdemócratas, que un mes antes habían estigmatizado el militarismo como el peor de los crímenes, ahora alborotaban más que nadie para no parecer «sujetos sin patria», según palabras del emperador Guillermo. Era la guerra de una generación desprevenida, y su mayor peligro radicaba precisamente en la fe intacta de los pueblos en la justicia unilateral de su causa.

En aquellas primeras semanas de guerra 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o en rudas sospechas. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes (esta bella palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la patria.

Solo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio —y yo lo he conocido hasta la saciedad— es tan malo como vivir solo en la patria".

Stefan Zweig. El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, El Acantilado, 2001.


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STEFAN ZWEIG







Stefan Zweig nació en Viena, el 28 de noviembre de 1881 en el seno de una familia judía acomodada: su padre fue Moritz Zweig, un acaudalado fabricante textil; y su madre Ida Brettauer Zweig, hija de una familia de banqueros italianos. Estudió en la Universidad de Viena en la que obtuvo el título de doctor en Filosofía.

En 1910 visitó la India y en 1912, los Estados Unidos. En 1913 se estableció en Salzburgo, donde viviría durante casi veinte años. Durante la Primera Guerra Mundial, y luego de haber servido en el ejército austríaco por algún tiempo (como empleado de la Oficina de Guerra, pues había sido declarado como no apto para el combate) tuvo que exiliarse a Zurich a causa de sus convicciones antibelicistas resultado de la influencia de su amigo, el pacifista francés Romain Rolland. Este fue uno de los primeros intelectuales europeos, con el prestigio añadido de haber recibido el premio Nobel de literatura, que en sus escritos se mostró claramente en contra de la fascinación que en general se había extendido por Europa a favor de la guerra. Rolland se dirigió directamente a Zweig pidiéndole que intercediera por la paz: "Usted es realmente ese espíritu universal y noble de que está necesitado nuestro tiempo".

En 1919, Zweig regresó a una Austria destruida y desmoralizada con la esperanza de convencer a sus compatriotas de la necesidad de crear una Europa nueva y en paz. Se instaló con su mujer en Salzburgo, en un pequeño castillo comprado durante la guerra. Durante los quince años que vivió en esa residencia recibió visitas de los intelectuales y músicos más importantes de su tiempo.

En 1933, con la llegada de los nacionalsocialistas al poder en Alemania, sus libros fueron quemados. En 1934 la policía registra su casa en Salzburgo, y decide abandonar Austria para radicarse en Londres. Su mujer, que no comparte el pesimismo político de Zweig, se negó a exiliarse.

En los primeros cuatro años en Gran Bretaña el escritor conservó su nacionalidad austríaca y gozó de absoluta libertad personal. Durante ese tiempo visitó regularmente a su mujer y su familia. Aunque le preocupaba la peligrosa evolución del fascismo, como se puede comprobar leyendo sus cartas, evitó en todo momento pronunciarse públicamente en lo referente a la política o participar en actos antifascistas en los que tomaron parte otros intelectuales exiliados. En lugar de eso Zweig dedicó su trabajo literario al estudio de personalidades que lucharon por la libertad espiritual, escribió las biografías de Erasmo de Rotterdam y de Castellio, contrario a Calvino.

Al iniciarse la guerra, obtuvo la ciudadanía británica. En 1941 se mudó a Brasil donde se suicidó junto a su segunda esposa, desesperados ante los oscuros tiempos que vaticinaban para el futuro de Europa y su cultura: después de la caída de Singapur, ambos habían creído que el nazismo se extendería a todo el planeta. Su autobiografía El mundo de ayer, que fue publicada en 1944, es un panegírico a la cultura europea que consideraba perdida para siempre

Escribió antes de morir:

"Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento, y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi trabajo una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma. Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin patria. De esta manera considero lo mejor, concluir a tiempo y con integridad una vida, cuya mayor alegría era el trabajo espiritual, y cuyo más preciado bien en esta tierra era la libertad personal. Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto".

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