FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Homenaje a Cataluña

III. Fascismo y Nazismo


Capítulo5

“Al comienzo, yo había ignorado el aspecto político de la guerra, fue por esta época cuando comencé a prestarle atención. Quien no esté interesado en los horrores de la política partidista, hará bien en saltarse estos fragmentos; con el propósito de facilitar esa tarea, he tratado de mantener las partes políticas de mi narración en capítulos separados. Pero, al mismo tiempo, sería del todo imposible escribir sobre la guerra española desde un ángulo puramente militar. Porque sobre todas las cosas se trataba de una guerra política. Ningún hecho en ella, por lo menos durante el primer año, resulta inteligible si uno no tiene una mínima idea de la lucha interpartidista que se desarrollaba detrás de las líneas gubernamentales.

Cuando llegué a España, y durante algún tiempo después, no sólo me desinteresé de lo relativo a la situación política, sino que no la percibí. Sabía que estábamos en guerra, pero no tenía idea de en qué clase de guerra. Si me hubieran preguntado por qué me uní a la milicia, habría respondido: «Para luchar contra el fascismo»; y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: «Por simple decencia». Había aceptado la versión que el News Chronicle y el New Statesman daban de la guerra como la defensa de la civilización contra el estallido maníaco de un ejército de coroneles Blimps pagados por Hitler. La atmósfera revolucionaria de Barcelona me atrajo profundamente, pero no había hecho intento alguno por comprenderla. En cuanto al calidoscopio de partidos políticos y sindicatos, con sus agotadores nombres —PSUC, POUM, FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT—, simplemente me exasperaba. A primera vista, daba la impresión de que España sufría una plaga de siglas. Sabía que formaba parte de algo que se llamaba el POUM (me había unido a la milicia del POUM y no a ninguna de las otras porque llegué a Barcelona con una credencial del ILP), pero no me di cuenta de que existían marcadas diferencias entre los partidos políticos. Una vez que en Monte Pocero señalaron la posición situada a nuestra izquierda diciendo: «Aquéllos son los socialistas» (refiriéndose a los del PSUC), me sentí desconcertado y pregunté: «¿Acaso no somos todos socialistas?». Me pareció una idiotez que hombres que se jugaban la vida por igual tuvieran partidos distintos; mi actitud siempre fue: «¿Por qué no dejamos de lado todas esas tonterías políticas y seguimos adelante con la guerra?». Ésta era, por supuesto, la actitud «antifascista» correcta que los periódicos ingleses habían difundido cuidadosamente, en gran parte con el fin de impedir que la gente comprendiera la naturaleza real de la lucha. Pero en España, especialmente en Cataluña, era una actitud que nadie podía mantener por mucho tiempo. Todo el mundo, aunque fuera de mala gana, tomaba partido tarde o temprano. Incluso si a uno no le importaban en absoluto los partidos políticos y sus posiciones ideológicas, era demasiado evidente que ello afectaba al propio destino personal. En tanto que miliciano, se era soldado contra Franco, pero también un peón en un gigantesco combate que enfrentaba a dos teorías políticas. Si cuando buscaba leña en la ladera de la montaña me había de preguntar si existía realmente una guerra o si era un invento del News Chronicle, si tuve que esquivar las ametralladoras comunistas en los tumultos de Barcelona, si finalmente tuve que huir de España con la policía pisándome los talones, todo eso me ocurrió de esa forma concreta porque pertenecía a la milicia del POUM y no a la del PSUC. ¡Tan enorme es la diferencia entre dos grupos de iniciales!

Para comprender la situación del bando gubernamental es necesario recordar cómo comenzó la guerra. El 18 de julio, cuando estalló la lucha, es probable que todos los antifascistas de Europa sintieran renacer sus esperanzas: por fin, aparentemente, una democracia se levantaba contra el fascismo. Durante muchos años, los países llamados democráticos se habían sometido al fascismo reiteradamente. Se había permitido a los japoneses hacer lo que habían querido en Manchuria. Hitler había subido al poder y se había dedicado a masacrar a sus opositores políticos de todos los colores. Mussolini había bombardeado a los abisinios mientras cincuenta y tres naciones (creo que eran cincuenta y tres) apenas si hicieron oír sus piadosas quejas desde la distancia. Pero cuando Franco trató de derrocar un gobierno tibiamente izquierdista, el pueblo español, contra todo lo esperado, se levantó y le hizo frente. Parecía, y posiblemente lo era, el cambio de la marea.

Varios hechos pasaron inadvertidos a la observación general. Franco no era estrictamente comparable a Hitler o a Mussolini. Su ascenso se debió a un golpe militar respaldado por la aristocracia y la Iglesia y, en lo esencial, especialmente al comienzo, no constituyó tanto un intento de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Ello significaba que Franco debía hacer frente no sólo a la clase trabajadora, sino también a diversos sectores de la burguesía liberal, precisamente los mismos grupos que apoyan al fascismo cuando éste aparece en una forma más moderna. Más importante que todo esto es el hecho de que la clase trabajadora española no resistió a Franco en nombre de la democracia y el statu quo, como podríamos haberlo hecho nosotros en Inglaterra: su resistencia se vio acompañada de un estallido revolucionario definido, y casi podría decirse que éste fue su carácter. Los campesinos se apoderaron de la tierra; los sindicatos se hicieron cargo de muchas fábricas y la mayor parte del transporte; se arrasaron iglesias y se expulsó o mató a los sacerdotes. El Daily Mail, entre los aplausos del clero católico, pudo representar a Franco como a un patriota que liberaba a su tierra de las hordas de «rojos» malvados.

Durante los primeros meses de la guerra, el verdadero opositor de Franco no fue tanto el gobierno como los sindicatos. En cuanto se produjo el levantamiento, los trabajadores urbanos organizados replicaron con un llamamiento a la huelga general y exigieron y obtuvieron, luego de cierta lucha, armas de los arsenales oficiales. De no haber actuado de manera espontánea y más o menos independiente, es probable que nunca se hubiera podido parar a Franco. Desde luego, no puede afirmarse esto con toda certeza, pero por lo menos hay motivos para pensarlo. El gobierno no había hecho nada o prácticamente nada por impedir el levantamiento, que se esperaba desde hacía bastante tiempo, y cuando comenzaron las dificultades su actitud fue débil y vacilante; tanto es así, que España tuvo tres primeros ministros en un solo día.  Además, la única medida que podía salvar la situación inmediata, armar a los trabajadores, fue tomada con renuencia y en respuesta al violento clamor popular. Se distribuyeron las armas y, en las ciudades importantes del este de España, los fascistas fueron derrotados mediante un tremendo esfuerzo, principalmente de la clase trabajadora, con la colaboración de parte de las fuerzas armadas (guardias de asalto, etcétera) que se mantenían leales. Se trataba del tipo de esfuerzo que quizá sólo puede realizar un pueblo que lucha con una convicción revolucionaria, esto es, que lucha por algo mejor que el statu quo. Se cree que, en los diversos centros de la rebelión, tres mil personas murieron en las calles en un solo día. Hombres y mujeres armados tan sólo con cartuchos de dinamita atravesaban corriendo las plazas abiertas y se apoderaban de edificios de piedra controlados por soldados regulares provistos de ametralladoras. Los nidos de ametralladoras que los fascistas habían colocado en puntos estratégicos fueron aplastados por taxis que se precipitaron sobre ellos a cien kilómetros por hora. Aun no sabiendo nada sobre la entrega de la tierra a los campesinos, sobre la creación de consejos locales, etcétera, resultaría muy difícil creer que los anarquistas y socialistas, que formaban la columna vertebral de la resistencia, hacían todo eso a fin de preservar la democracia capitalista, la cual, especialmente desde el punto de vista anarquista, no era más que una maquinaria centralizada de estafa.

Entretanto, los trabajadores contaban con armas y ya a esas alturas se negaban a devolverlas. (Un año más tarde se calculaba que los anarcosindicalistas en Cataluña poseían todavía treinta mil fusiles.) Las propiedades de los grandes terratenientes profascistas fueron tomadas en muchos lugares por los campesinos. Junto con la colectivización de la industria y el transporte, se hizo el intento de establecer los comienzos de un gobierno de trabajadores por medio de comités locales, patrullas de obreros en reemplazo de las viejas fuerzas policiales procapitalistas, milicias proletarias basadas en los sindicatos, etcétera. Desde luego, el proceso no era uniforme y llegó más lejos en Cataluña que en cualquier otra parte. Había zonas donde las instituciones del gobierno local permanecían casi inalteradas, y otras donde coexistían con los comités revolucionarios. En ciertos lugares se crearon comunas anarquistas independientes, algunas de las cuales siguieron existiendo hasta que el gobierno las disolvió un año después. En Cataluña, durante los primeros meses, el poder estaba casi por completo en manos de los anarcosindicalistas, quienes controlaban la mayor parte de las industrias clave. De hecho, lo que había ocurrido en España no era una mera guerra civil, sino el comienzo de una revolución. Ésta es la situación que la prensa antifascista fuera de España ha tratado especialmente de ocultar. Toda la lucha fue reducida a una cuestión de «fascismo frente a democracia», y el aspecto revolucionario se silenció hasta donde fue posible. En Inglaterra, donde la prensa está más centralizada y es más fácil engañar al público que en cualquier otra parte, sólo dos versiones de la guerra española tuvieron alguna publicidad digna de mención: la versión derechista de los patriotas cristianos enfrentando a los bolcheviques sedientos de sangre, y la versión izquierdista de los republicanos caballerosos que sofocaban una revuelta militar. Pero el hecho central fue exitosamente ocultado.

Existían varias razones para ello. Gracias a la prensa profascista circulaban espantosas mentiras sobre supuestas atrocidades, y los propagandistas bien intencionados creían, sin duda, que ayudaban al gobierno español al negar que España se había «vuelto roja». Pero la principal razón era ésta: exceptuando los pequeños grupos revolucionarios que existen en cualquier país, todo el mundo estaba decidido a impedir la revolución en España; en especial el Partido Comunista, respaldado por la Rusia soviética, invirtió su máxima energía contra la revolución. Según la tesis comunista, una revolución en esa etapa resultaría fatal y en España no debía aspirarse al control ejercido por los trabajadores, sino a la democracia burguesa. Es innecesario señalar por qué la opinión «liberal» adoptó idéntica actitud. El capital extranjero había hecho fuertes inversiones en España. La Barcelona Traction Company, por ejemplo, representaba diez millones de capital británico, y los sindicatos se habían apoderado de todo el transporte en Cataluña. Si la revolución seguía adelante, no habría ninguna compensación, o muy escasa; si prevalecía la república capitalista, las inversiones extranjeras estarían a salvo. Y puesto que era indispensable aplastar la revolución, simplificaba enormemente las cosas actuar como si la revolución no hubiera tenido lugar. De esa manera era posible ocultar el verdadero significado de los acontecimientos. Podía hacerse aparecer todo desplazamiento de poder de los sindicatos al gobierno central como un paso necesario en la reorganización militar. La situación resultaba muy curiosa: fuera de España pocas personas comprendían que se estaba produciendo una revolución; dentro de España, nadie lo dudaba. Hasta los periódicos del PSUC, controlados por los comunistas y más o menos comprometidos con una política antirrevolucionaria, hablaban de «nuestra gloriosa revolución». Y, mientras tanto, la prensa comunista en los países extranjeros vociferaba que no había ningún signo de revolución en ninguna parte; la toma de fábricas, la creación de comités de trabajadores y demás cosas no habían tenido lugar o bien habían ocurrido, pero «carecían de importancia política». De acuerdo con el Daily Worker (6 de agosto de 1936), quienes afirmaban que el pueblo español luchaba por la revolución social o por cualquier otra cosa que no fuera una democracia burguesa eran «canallas mentirosos». Por otro lado, Juan López, miembro del gobierno de Valencia, declaró en febrero de 1937 que «el pueblo español derramaba su sangre no por la República democrática y su constitución de papel, sino por... una revolución». Así, parecería que los canallas mentirosos integraban el gobierno por el cual luchábamos. Algunos de los periódicos extranjeros antifascistas descendieron incluso a la penosa mentira de afirmar que las iglesias sólo eran atacadas cuando los fascistas las utilizaban como fortalezas. La realidad es que los templos fueron saqueados en todas partes como algo muy natural, porque estaba perfectamente sobreentendido que el clero español formaba parte de la estafa capitalista. Durante los seis meses pasados en España sólo vi dos iglesias indemnes, y hasta julio de 1937 no se permitió reabrir ninguna ni realizar oficios, excepto en uno o dos templos protestantes de Madrid.

Pero, después de todo, sólo era el comienzo de una revolución, no una revolución total. Cuando los trabajadores, desde luego en Cataluña y quizá en alguna otra parte, tuvieron el poder necesario para ello, no derrocaron o reemplazaron totalmente al gobierno. Evidentemente no podían hacerlo mientras Franco golpeaba a la puerta y sectores de la clase media lo apoyaban. El país se encontraba en una etapa de transición, y podía desembocar en el socialismo o en el retorno a una república capitalista corriente. Los campesinos tenían la mayor parte de la tierra y era muy probable que la conservaran, a menos que Franco ganara; se habían colectivizado todas las grandes industrias, pero que se mantuvieran así o que volviera a introducirse el capitalismo dependería en última instancia del grupo que obtuviera el control. Al comienzo podía decirse que el gobierno central y la Generalitat de Cataluña (el gobierno catalán semiautónomo) representaban a la clase trabajadora. El gobierno estaba encabezado por Caballero, un socialista del ala izquierda, e incluía ministros que representaban a la UGT (sindicato socialista) y a la CNT (sindicato controlado por los anarquistas). La Generalitat catalana fue reemplazada virtualmente durante un tiempo por un Comité de Defensa Antifascista , compuesto principalmente por delegados de los sindicatos. Más tarde, el Comité de Defensa se disolvió y la Generalitat se reorganizó de modo que representara a las organizaciones obreras y a los partidos de izquierda. Pero las subsiguientes modificaciones del gobierno significaron un cambio hacia la derecha. Primero se expulsó al POUM de la Generalitat; seis meses más tarde, Caballero fue reemplazado por Negrín, socialista de derechas; poco después, la CNT fue eliminada del gobierno; luego la UGT; posteriormente la CNT también tuvo que apartarse de la Generalitat; por fin, un año después del estallido de la guerra y la revolución, existía un gobierno totalmente compuesto por socialistas de derechas, liberales y comunistas.

El vuelco general hacia la derecha se produjo en octubre—noviembre de 1936, cuando la URSS inició el envío de armas al gobierno y el poder comenzó a pasar de los anarquistas a los comunistas. Con la excepción de Rusia y México, ningún gobierno había tenido la decencia de acudir en auxilio de la República, y México, por razones obvias, no podía proporcionar armas en grandes cantidades. En consecuencia, los rusos podían imponer sus condiciones. Caben muy pocas dudas de que tales condiciones eran, en esencia, «impedir la revolución o quedarse sin armas», y de que la primera medida contra los elementos revolucionarios, la expulsión del POUM de la Generalitat catalana, se tomó por orden de la URSS. Se niega la existencia de presiones del gobierno ruso, pero esto carece de mayor importancia, pues puede darse por descontado que los partidos comunistas de todos los países ponen en práctica la política rusa, y nadie niega que en España el Partido Comunista fue el principal opositor del POUM primero, luego de los anarquistas, más tarde del grupo socialista que apoyaba a Caballero y, siempre, de una política revolucionaria. Con la intervención de la URSS, el triunfo del Partido Comunista estaba asegurado. El agradecimiento hacia Rusia por las armas recibidas y el hecho de que el Partido Comunista, en particular desde la llegada de las Brigadas Internacionales, parecía capaz de ganar la guerra, sirvieron para incrementar su prestigio. Las armas rusas se distribuían a través del Partido Comunista y sus partidos aliados, quienes cuidaron muy bien de que sus opositores políticos prácticamente no recibieran ninguna.  Al proclamar una política no revolucionaria, los comunistas pudieron agrupar a todos aquellos a quienes asustaban los extremistas. Resultaba fácil, por ejemplo, unir a los campesinos más acomodados contra las medidas de colectivización de los anarquistas. Hubo un prodigioso aumento en el número de afiliados del partido, provenientes en su mayor parte de la clase media: comerciantes, funcionarios, oficiales del ejército, campesinos acomodados, etcétera.

La guerra era en esencia un conflicto triangular. La lucha contra Franco debía continuar, pero el gobierno tenía la finalidad simultánea de recuperar el poder que permanecía en manos de los sindicatos. Ello se logró mediante una serie de pequeños pasos y, en líneas generales, con suma inteligencia. No hubo un movimiento contrarrevolucionario general y evidente, y hasta mayo de 1937 casi no fue necesario recurrir a la fuerza. En todos los casos, desde luego, resultaba que lo exigido por las necesidades militares era la entrega de algo que los trabajadores habían conquistado para sí en 1936. A las organizaciones obreras siempre podía hacérselas volver sobre sus pasos con un argumento que es casi demasiado evidente para que sea necesario manifestarlo: «A menos que se haga esto y aquello, perderemos la guerra». Ese argumento no podía fallar, pues perder la guerra era lo último que deseaban los revolucionarios; si la guerra se perdía, democracia y revolución, socialismo y anarquismo se convertían en palabras vacías. Los anarquistas —único movimiento revolucionario que ejercía gran influencia— fueron obligados a ceder en un punto tras otro. Se frenó el proceso de colectivización, se eliminaron los comités locales, se disolvieron las patrullas de trabajadores y se restablecieron, reforzadas y muy bien armadas, las fuerzas policiales de antes de la guerra; el gobierno se hizo cargo de varias industrias clave que habían estado bajo el control de los sindicatos (la toma de la Central Telefónica de Barcelona, que provocó las luchas de mayo, fue un incidente dentro de este proceso); por fin —hecho de máxima importancia—, las milicias de trabajadores, formadas por los sindicatos, se disolvieron y redistribuyeron en el nuevo Ejército Popular, un ejército «apolítico» de líneas semiburguesas, con pagas diferenciadas, una casta privilegiada de oficiales, etcétera. En esas especiales circunstancias éste fue el paso realmente decisivo; en Cataluña se produjo más tarde que en cualquier otra parte porque allí los partidos revolucionarios eran muy fuertes. Sin duda, la única garantía con que contaban los trabajadores para conservar sus conquistas consistía en mantener parte de las fuerzas armadas bajo su control. Como ya era habitual, la disolución de la milicia se realizó en nombre de la eficiencia militar. Nadie negaba la necesidad de una reorganización militar a fondo. No obstante, se hubieran podido reorganizar las milicias y lograr en ellas una mayor eficiencia manteniéndolas bajo el control directo de los sindicatos; el propósito principal del cambio era el de asegurar que los anarquistas no contaran con un ejército propio. Además, el espíritu democrático de las milicias las convertía en semilleros de ideas revolucionarias. Los comunistas lo sabían muy bien y lucharon incesante y encarnizadamente contra el POUM y el principio anarquista de igual paga para todos los rangos. Se llevó a cabo un «aburguesamiento» general, una destrucción deliberada del espíritu igualitario de los primeros meses de la revolución. Todo ocurría de forma tan rápida que la gente que hacia frecuentes visitas a España declaraba que le parecía llegar a un país distinto cada vez; lo que por un breve instante’ y de manera superficial parecía haber sido un Estado de trabajadores, estaba convirtiéndose ante nuestros ojos en una república burguesa corriente, con la habitual división entre ricos y pobres. En otoño de 1937, el «socialista» Negrín declaraba en discursos públicos que «respetamos la propiedad privada», y los miembros de las Cortes que al comienzo de la guerra habían tenido que huir a causa de sus simpatías profascistas comenzaban a regresar a España.

El proceso resulta fácil de entender si recordamos que tiene su origen en la alianza temporal que el fascismo, en cierta forma, obliga a realizar entre la burguesía y los trabajadores. Tal alianza, conocida como Frente Popular, constituye en esencia una alianza de enemigos y parece probable que siempre haya de terminar con que uno de los bandos devore al otro. El único rasgo inesperado en la situación española que fuera de España ha causado muchos malentendidos— es que, entre los partidos del lado gubernamental, los comunistas no estuvieron en la extrema izquierda, sino en la extrema derecha. En realidad no debería resultar sorprendente, pues las tácticas del Partido Comunista en otros países, particularmente en Francia, han puesto en evidencia que es necesario considerar al comunismo oficial, al menos por el momento, como una fuerza contrarrevolucionaria. La política del Komintern está hoy subordinada (se comprende, considerando la situación mundial) a la defensa de la URSS, que depende de un sistema de alianzas militares. En concreto, la URSS es aliada de Francia, un país imperialista—capitalista. Tal alianza no es muy útil a Rusia a menos que el capitalismo francés sea fuerte y, por lo tanto, la politica comunista en Francia debe ser antirrevolucionaria. Ello significa no sólo que los comunistas franceses marchen ahora tras la bandera tricolor y canten la Marsellesa, sino que —más importante aún— hayan tenido que dejar a un lado toda agitación efectiva en las colonias francesas. Hace menos de tres años que Thorez, secretario del Partido Comunista francés, declaró que los trabajadores franceses nunca serían llevados a luchar contra sus camaradas alemanes ; actualmente, es uno de los patriotas más vocingleros de Francia. La clave para comprender la conducta del Partido Comunista en cualquier país es la relación militar (real o potencial) de ese país con la URSS. En Inglaterra, por ejemplo, la posición es aún incierta y, por ende, el Partido Comunista inglés sigue siendo hostil al gobierno nacional y se opone al rearme. Con todo, si Gran Bretaña entra en una alianza o en un acuerdo militar con la URSS, el comunista inglés, al igual que el francés, no podrá hacer otra cosa que convertirse en un buen patriota y en un imperialista. Ya hay signos premonitorios de esta situación. En España, la «línea» comunista dependía sin duda del hecho de que Francia, aliada de Rusia, se opusiera decididamente a tener un vecino revolucionario e hiciera todo lo posible por impedir la liberación del Marruecos español. El Daily Mail, con sus historias de una revolución roja financiada por Moscú, estaba aún más equivocado que de costumbre. En realidad, eran los comunistas, más que cualquier otro sector, quienes impedían la revolución en España. Más tarde, cuando las fuerzas derechistas asumieron el control total, los comunistas se mostraron dispuestos a ir mucho más allá que los liberales en la caza de dirigentes revolucionarios.

He tratado de describir el curso general de la revolución española durante el primer año, a fin de facilitar la comprensión de la situación en cualquier momento dado.  Pero no quisiera sugerir que en febrero yo ya contaba con todas las opiniones implícitas en lo que acabo de decir. Lo que más me aclaró las cosas aún no había ocurrido y, en cualquier caso, mis simpatías eran en cierto sentido diferentes de las actuales. Ello se debía, en parte, a que el aspecto político de la guerra me aburría y, naturalmente, reaccionaba contra el punto de vista que me tocaba oír con más frecuencia, esto es, el del POUM—ILP. Los ingleses, entre los que me encontraba, eran en su mayor parte miembros del ILP, exceptuados unos pocos pertenecientes al Partido Comunista, y casi todos ellos tenían una formación política más sólida que yo. Durante largas semanas, en el monótono período en que nada ocurría en los alrededores dé Huesca, me encontré en medio de una discusión política prácticamente interminable. En el granero maloliente y frío de la granja donde estábamos instalados, en la asfixiante oscuridad de las trincheras, detrás del parapeto en las heladas horas de la noche, el conflicto de las «líneas» partidistas se discutía una y otra vez. Entre los españoles ocurría lo mismo, y la mayoría de los periódicos que leíamos centraban su atención en el conflicto entre los partidos. Uno tendría que haber sido sordo o imbécil para no recoger algunas ideas acerca de los propósitos de los diversos partidos.

Desde el punto de vista de la teoría política, sólo importaban tres tendencias: la del PSUC, la del POUM y la de la CNT—FAI. Al referirnos a estas últimas organizaciones solíamos decir simplemente «los anarquistas». Consideraré primero el PSUC, por ser el más importante; fue el partido que triunfó finalmente y que, ya en esa época, se encontraba visiblemente en ascenso.

Es necesario explicar que, cuando uno habla de la «línea» del PSUC, en realidad se refiere a la «línea» del Partido Comunista. El PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) era el partido socialista de Cataluña; se había formado al comienzo de la guerra por la fusión de diversos partidos marxistas, entre ellos el Partido Comunista Catalán, pero ahora se encontraba bajo control comunista y estaba adscrito a la Tercera Internacional. En otras regiones de España no había tenido lugar ninguna unificación formal entre socialistas y comunistas, pero en todas partes se podían considerar idénticos los puntos de vista comunista y socialista de derecha. En términos generales, el PSUC era el órgano político de la UGT (Unión General de Trabajadores) y de los sindicatos socialistas. El número de miembros de este sindicato en toda España ascendía en esos momentos al millón y medio. Agrupaba a muchas secciones de trabajadores manuales, pero desde el estallido de la guerra también había visto engrosadas sus filas por una gran afluencia de personas de clase media, puesto que ya en los comienzos de la revolución, personas de las más distintas procedencias habían considerado útil unirse a la UGTo a la CNT Ambos bloques sindicales tenían bases comunes, pero de los dos, la CNT era más decididamente una organización de la clase trabajadora. En resumen, el PSUC estaba integrado por trabajadores y pequeña burguesía (comerciantes, funcionarios y los campesinos más acomodados).

La «línea» del PSUC, predicada en la prensa comunista y procomunista de todo el mundo, era aproximadamente ésta: «En la actualidad, nada importa salvo ganar la guerra; sin una victoria definitiva, todo lo demás carece de sentido. Por lo tanto, éste no es el momento para hablar de llevar adelante la revolución. No podemos darnos el lujo de perder a los campesinos al obligarlos a aceptar la colectivización, ni de ahuyentar a la clase media que lucha a nuestro lado. Por encima de todo y por razones de eficacia, debemos acabar con el caos revolucionario. Necesitamos un gobierno central fuerte en lugar de comités locales, y un ejército bien adiestrado y completamente militarizado bajo un mando único. Aferrarse a los fragmentos de control obrero y repetir como loros frases revolucionarias es más que inútil: no sólo resulta un obstáculo, sino también contrarrevolucionario, porque conduce a divisiones que los fascistas pueden utilizar contra nosotros. En esta etapa no luchamos por la dictadura del proletariado, luchamos por la democracia parlamentaria. Quien trate de convertir la guerra civil en una revolución social le hace el juego a los fascistas y es, de hecho, aun sin quererlo, un traidor».

La «línea» del POUM difería de aquélla en todos los puntos excepto, desde luego, en la importancia de ganar la guerra. El POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) era uno de esos partidos comunistas disidentes que han surgido en muchos países durante los últimos años como resultado de la oposición al «estalinismo», esto es, al cambio, real o aparente, en la política comunista. Estaba constituido en parte por ex comunistas y, en parte, por un partido anterior, el Bloque Obrero y Campesino. Numéricamente se trataba de un partido pequeño , sin mayor influencia fuera de Cataluña, pero importante sobre todo porque agrupaba una proporción insólitamente elevada de individuos políticamente conscientes. En Cataluña, su zona de influencia más fuerte era Lérida. No representaba a ningún bloque sindical. Los milicianos del POUM eran en su mayor parte miembros de la CNT, pero los miembros reales del partido pertenecían en general a la UGT. No obstante, el POUM sólo tenía algo de influencia en la CNT. La «línea» del POUM era aproximadamente la que sigue: «Carece de sentido hablar de oponerse al fascismo por medio de una “democracia” burguesa. La “democracia” burguesa es sólo otro nombre del capitalismo y lo mismo ocurre con el fascismo; luchar contra el fascismo en nombre de la “democracia” significa luchar contra una forma de capitalismo en nombre de otra forma que es susceptible de convertirse en la primera en cualquier momento. La única alternativa real al fascismo es el control obrero. Si se fija cualquier otra meta, se terminará dándole la victoria a Franco o, en el mejor de los casos, se dejará entrar al fascismo por la puerta de atrás. Mientras tanto, los trabajadores deben aferrarse a cada centímetro ganado; si ceden al gobierno semiburgués, serán estafados. Las milicias y las fuerzas policiales de los trabajadores deben conservarse en su forma actual, y es necesario oponerse a todo esfuerzo tendente a aburguesarlas. Si los trabajadores no controlan las fuerzas armadas, las fuerzas armadas controlarán a los trabajadores. La guerra y la revolución son inseparables».

El punto de vista anarquista es más difícil de definir. En cualquier caso, el amplio término «anarquista» se utiliza para designar una multitud de individuos de opiniones muy diversas. El enorme bloque de sindicatos que constituían la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores), con unos dos millones de miembros, tenía como órgano político a la FAI (Federación Anarquista Ibérica), una organización verdaderamente anarquista. Pero, incluso los miembros de la FAI, aunque siempre impregnados, como quizá ocurra con la mayoría de los españoles, de la filosofía anarquista, no eran necesariamente anarquistas en el sentido más puro. En particular desde el comienzo de la guerra se habían orientado en la dirección del socialismo corriente, pues las circunstancias los habían obligado a tomar parte en la administración centralizada y también a violar todos sus principios al participar en el gobierno. No obstante, diferían fundamentalmente de los comunistas en tanto que, al igual que el POUM, propugnaban el control por parte de los trabajadores y no una democracia parlamentaria. Coincidían con el lema del POUM: «La guerra y la revolución son inseparables», si bien se mostraban menos dogmáticos al respecto. En líneas generales, la CNT—FAI representaba: 1) control directo de servicios e industrias por los trabajadores que constituyen sus plantillas, por ejemplo, en transportes, en fábricas textiles, etcétera; 2) gobierno ejercido por comités locales y resistencia a toda forma de autoritarismo centralizado; 3) hostilidad absoluta a la burguesía y la Iglesia. Este último punto, si bien era el menos preciso, revestía máxima importancia. Los anarquistas representaban lo opuesto de la mayoría de los llamados revolucionarios, porque aunque sus principios resultaran más bien vagos, su odio hacia los privilegios y la injusticia era absolutamente genuino. Desde un punto de vista filosófico, comunismo y anarquismo son polos opuestos; y en la práctica —por lo que se refiere al tipo de sociedad a la que aspiran— las diferencias son sólo de énfasis, pero por completo irreconciliables. El comunismo siempre pone el énfasis en el centralismo y la eficiencia, y el anarquismo, en la libertad y la igualdad. El anarquismo tiene profundas raíces en España y es probable que sobreviva al comunismo cuando la influencia rusa termine. Durante los primeros dos meses de la guerra fueron los anarquistas, más que cualquier otro sector, quienes salvaron la situación, y aún mucho más tarde la milicia anarquista, a pesar de su indisciplina, constituía el mejor elemento de lucha entre las fuerzas puramente españolas. Desde febrero de 1937 en adelante, los anarquistas y el POUM podían, en cierta medida, considerarse una unidad. Si los anarquistas, el POUM y el ala izquierda de los socialistas hubieran tenido el buen sentido de unirse desde el comienzo y forzar una política realista, la historia de la guerra podría haber sido distinta. Pero, al comienzo, cuando los partidos revolucionarios parecían tener la victoria en sus manos, ello resultó imposible. Entre anarquistas y socialistas existían antiguos resquemores; el POUM, desde su posición marxista, se mostraba escéptico con respecto al anarquismo; mientras que, desde el punto de vista anarquista, el «trotskismo» del POUM no era más preferible que el «estalinismo» de los comunistas. Con todo, las tácticas comunistas tendían a hacer coincidir ambas tendencias. La intervención del POUM en la desastrosa lucha de Barcelona, que tuvo lugar en mayo de 1937, se debió principalmente a un impulso instintivo de apoyo a la CNT, y más tarde, cuando el POUM fue proscrito, los anarquistas fueron los únicos que se atrevieron a levantar su voz para defenderlo.

Así, en líneas generales, la alineación de fuerzas era la siguiente: por un lado, la CNT—FAI, el POUM y un sector de los socialistas que propugnaba el control por parte de los trabajadores; por el otro, socialistas del ala derecha, liberales y comunistas, que defendían el gobierno centralizado y un ejército militarizado. Resulta fácil de entender por qué, en esa época, preferí la actitud comunista a la del POUM. Los comunistas tenían una política práctica definida, una política evidentemente mejor desde el punto de vista del sentido común que sólo tiene en cuenta el corto plazo. Y, por cierto, la política cotidiana del POUM, su propaganda, etcétera, eran increíblemente malas: tienen que haberlo sido, pues de otro modo habrían podido atraer una masa de afiliados más considerable. Lo que acababa de reafirmar todo esto era el hecho de que los comunistas, o así me parecía, seguían adelante con la guerra mientras que nosotros y los anarquistas nos quedábamos estancados. Tal era la sensación general en esa época. Los comunistas habían logrado poder y un enorme aumento de sus miembros apelando en parte a la clase media contra los revolucionarios, pero también, en alguna medida, porque eran los únicos que parecían capaces de ganar la guerra. Las armas rusas y la magnífica defensa de Madrid por tropas dirigidas en su mayor parte por comunistas habían convertido a estos últimos en los héroes de España. Como dijo alguien, cada aeroplano ruso que volaba sobre nuestras cabezas era propaganda comunista. El purismo revolucionario del POUM parecía bastante inútil, aunque su lógica me resultara evidente. Al fin y al cabo, lo que importaba era ganar la guerra.

Mientras tanto, la endiablada lucha interpartidista proseguía en los periódicos, en panfletos, en carteles, en libros, en todas partes. En esa época, los periódicos que yo leía con mayor frecuencia eran los del POUM, La Batalla y Adelante, y su incesante crítica contra el «contrarrevolucionario» PSUC me parecía pedante y cansina. Más tarde, cuando estudié detenidamente la prensa comunista y la del PSUC comprendí que el POUM resultaba casi inocente en comparación con sus adversarios. Por otra parte, contaba con muchas menos posibilidades. Al contrario que los comunistas, no tenía apoyo alguno de la prensa extranjera y, dentro de España, se encontraba en una situación muy desventajosa porque la censura periodística estaba casi por completo bajo control comunista, lo cual significaba que los periódicos del POUM corrían peligro de ser multados o eliminados si decían algo peligroso. También es justo señalar que, si bien el POUM predicaba interminables sermones sobre la revolución y citaba a Lenin ad nauseam, no solía lanzarse a ataques personales. Asimismo, reservaba sus polémicas casi exclusivamente a los artículos periodísticos. Sus grandes carteles multicolores, destinados a un público más amplio (los carteles son importantes en España debido a su vasta población analfabeta) no atacaban a los partidos rivales, sino que eran simplemente de índole antifascista o abstractamente revolucionaria: lo mismo cabe decir acerca de las canciones que entonaban los milicianos. Los ataques comunistas eran otra cosa. Más adelante habré de referirme a ellos; aquí sólo quiero dar una breve pincelada de la línea de ataque comunista.

Aparentemente, lo que enfrentaba a los comunistas y el POUM era una mera cuestión de tácticas. El POUM propugnaba la revolución inmediata, los comunistas no, y hasta allí ambos tenían mucho que decir en defensa de sus posiciones. Además, los comunistas sostenían que la propaganda del POUM dividía y debilitaba las fuerzas gubernamentales y ponía así en peligro la guerra; una vez más, aunque hoy no estoy de acuerdo, resultaba posible justificar este argumento. Pero es aquí donde la peculiaridad de la táctica comunista se muestra con toda claridad. Cautelosamente al comienzo, y luego de forma cada vez más franca, comenzaron a afirmar que el POUM dividía las fuerzas gubernamentales no por un error de criterio, sino de modo deliberado. Declararon que el POUM era sólo una pandilla de fascistas disfrazados, pagados por Franco y Hitler, que defendían una política seudorrevolucionaria como una forma de ayudar a la causa fascista. El POUM era una organización trotskista y la «quinta columna» de Franco. Ello implicaba que decenas de miles de trabajadores, ocho o diez mil soldados que se congelaban en las trincheras, y cientos de extranjeros que habían ido a España a luchar contra el fascismo, sacrificando a menudo sus medios de vida y su nacionalidad, eran traidores pagados por el enemigo. Esa versión se difundió por varios medios en toda España, y se repitió una y otra vez en la prensa comunista y procomunista de todo el mundo. Si me lo propusiera, podría llenar media docena de libros con tales citas.

Decían de nosotros que éramos trotskistas, fascistas, traidores, asesinos, cobardes, espías y cosas por el estilo. Admito que no resultaba agradable, en especial cuando uno pensaba en algunas de las personas responsables de esa campaña. No es muy agradable ver a un muchacho español de quince años transportado en una camilla, con el rostro pálido y asombrado asomando sobre las mantas, y pensar en los astutos señores que en Londres y París escriben panfletos para demostrar que ese muchacho es un fascista disfrazado. Uno de los rasgos más repugnantes de la guerra es que toda la propaganda bélica, todos los gritos y las mentiras y el odio provienen siempre de quienes no luchan. Los milicianos del PSUC a quienes conocí en el frente, los comunistas de las Brigadas Internacionales con quienes me encontraba de tanto en tanto nunca me llamaron trotskista ni traidor; dejaban ese tipo de cosas para los periodistas de la retaguardia. Los individuos que escribían panfletos contra nosotros y nos insultaban en los periódicos permanecían seguros en sus casas o, en el peor de los casos, en las oficinas periodísticas de Valencia, a cientos de kilómetros de las balas y el barro. Aparte de los libelos de la lucha entre partidos, estaban la autoglorificación y el vilipendio del enemigo, todo ello producto, como de costumbre, de gente que no luchaba y que, en muchos casos, habría huido para no hacerlo. Uno de los efectos más tristes de esta guerra ha sido el de enseñarme que la prensa de izquierda es tan espuria y deshonesta como la de derecha.  Siento honradamente que, de nuestro lado, el lado republicano, esta guerra era distinta de las guerras corrientes e imperialistas; pero uno nunca lo hubiera supuesto guiándose por la naturaleza de la propaganda bélica. La lucha apenas había comenzado cuando los periódicos de derecha e izquierda se lanzaron simultáneamente al mismo pozo negro del ultraje. Todos recordamos el titular del Daily Mail: «LOS ROJOS CRUCIFICAN MONJAS», mientras que, para el Daily Worker, la Legión Extranjera de Franco estaba «compuesta por asesinos, tratantes de blancas, traficantes de drogas y el desecho de todos los países europeos». En octubre de 1937, el New Statesman nos regalaba historias de barricadas fascistas hechas con los cuerpos de niños vivos (elemento muy incómodo para hacer barricadas), y Mr. Arthur Bryant declaraba que «en la España leal era “lugar común” aserrar las piernas de un comerciante conservador». Quienes escribían este tipo de cosas nunca lucharon; posiblemente creían que escribirlo constituía un sustituto de la lucha. Lo mismo ocurre en todas las guerras; los soldados son los que luchan, los periodistas son los que gritan, y ningún «verdadero patriota» se acerca jamás a una trinchera, exceptuando las brevísimas giras de propaganda. A veces me resulta un consuelo pensar que el avión está modificando las condiciones de la guerra. Quizá cuando se produzca la próxima contienda podamos ver un espectáculo sin precedentes en toda la historia: un patriota incendiario con un orificio de bala.

Por lo que se refiere al aspecto periodístico, esta guerra era un fraude como todas las guerras. Pero existía una diferencia: mientras los periodistas suelen reservar sus invectivas más ponzoñosas para el enemigo, en este caso, a medida que pasaba el tiempo los comunistas y el POUM llegaron a escribir unos contra otros cosas más terribles que acerca de los fascistas. No obstante, en esa época no me decidía a tomarlo demasiado en serio. La lucha entre partidos era molesta e incluso desagradable, pero no la consideraba más que una rencilla doméstica. No creía que pudiera alterar nada o que hubiera una diferencia realmente irreconciliable en cuanto a la política a seguir. Me daba cuenta de que los comunistas y los liberales se oponían a que la revolución siguiera adelante; no comprendí que eran capaces de hacerla retroceder.

Existían buenos motivos para ello. Durante ese período estuve en el frente, y allí la atmósfera social y política no había cambiado. Salí de Barcelona a comienzos de enero y no regresé de permiso hasta finales de abril: durante todo ese tiempo e incluso hasta más tarde— en la zona de Aragón controlada por los anarquistas y el POUM persistían las mismas condiciones, por lo menos aparentemente. La atmósfera revolucionaria permanecía tal como la conocí al llegar. Generales y reclutas, campesinos y milicianos seguían tratándose como iguales; todo el mundo recibía la misma paga, llevaba las mismas ropas, comía lo mismo y se trataba con todo el mundo de «tú» y «camarada»; no había ni jefes ni lacayos, no había ni mendigos, ni prostitutas, ni abogados, ni curas, ni gestos de sometimiento ni saludos reglamentarios. Yo respiraba el aire de la igualdad y era lo bastante ingenuo como para imaginar que ésta existía en toda España. No me di cuenta de que, un poco por casualidad, estaba aislado en el sector más revolucionario de la clase trabajadora española.

Así, pues, cuando mis camaradas de mayor educación política me dijeron que no se podía adoptar una actitud puramente militar frente a la guerra y que se debía elegir entre la revolución y el fascismo, me sentí inclinado a reírme de ellos. En general, aceptaba el punto de vista comunista, que equivalía a decir: «No podemos hablar de revolución hasta que hayamos ganado la guerra»; y no el punto de vista del POUM: «Debemos avanzar si no queremos retroceder». Más tarde, cuando decidí que el POUM estaba en lo cierto o, por lo menos, más en lo cierto que los comunistas, no fue del todo por su enfoque teórico. En teoría, la posición de los comunistas era buena, la dificultad radicaba en que su conducta concreta hacía difícil creer que la propugnaran de buena fe. El repetido lema «La guerra primero y la revolución después», si bien realmente sentido por el miliciano del PSUC, quien honestamente pensaba que la revolución podría continuar una vez ganada la guerra, era una farsa. Lo que se proponían los comunistas no era postergar la revolución española hasta un momento más adecuado, sino asegurarse de que nunca tuviera lugar. Con el correr del tiempo, esto se tornó cada vez más evidente, a medida que el poder fue siendo arrancado de las manos de la clase trabajadora y que se fue encarcelando a un número siempre creciente de revolucionarios de distintas tendencias. Cada movimiento era efectuado en nombre de las necesidades militares, porque éste era un pretexto hecho a la medida; pero tendía a alejar a los trabajadores de una posición ventajosa hacia una posición desde la cual, cuando la guerra terminara, les resultara imposible oponerse a la reimplantación del capitalismo. Ha de tenerse en cuenta que no me refiero al afiliado comunista, y menos aún a los millares de comunistas que murieron heroicamente en Madrid, pero ésos no eran los hombres que dirigían la política del partido. En cuanto a los individuos que ocupaban posiciones más destacadas, resulta inconcebible pensar que no actuaron conscientes de lo que hacían.

Sin embargo, a fin de cuentas, valía la pena ganar la guerra aunque se perdiera la revolución. Pero llegué a dudar de que, a la larga, la política comunista apuntara a la victoria. Pocas personas parecen haber pensado que lo conveniente era una política distinta para los diferentes períodos de la guerra. Probablemente los anarquistas salvaron la situación en los primeros dos meses, pero fueron incapaces de organizar la resistencia más allá de un cierto punto; los comunistas probablemente salvaron la situación en octubre—diciembre, pero ganar la guerra era cosa muy distinta. En Inglaterra, la política comunista de guerra ha sido aceptada sin discusión, porque fueron muy pocas las críticas que llegaron a ver la luz en la prensa y porque sus líneas generales eliminar el caos revolucionario, acelerar la producción, militarizar el ejército— parecían realistas y eficaces. Tal vez valga la pena señalar su debilidad inherente.

A fin de frenar toda tendencia revolucionaria y hacer que la guerra se pareciera tanto como fuera posible a una guerra convencional, se hizo necesario desperdiciar las oportunidades estratégicas que realmente existían. He descrito ya la forma en que estábamos armados, o desarmados, en el frente de Aragón. Casi no cabe duda de que las armas fueron deliberadamente retenidas a fin de que los anarquistas no contaran con demasiado poder en ese aspecto, pues podrían usarlo más tarde con un propósito revolucionario; en consecuencia, la gran ofensiva de Aragón, que hubiera alejado a Franco de Bilbao y posiblemente de Madrid, nunca tuvo lugar. Pero éste es un asunto comparativamente menor. Más importante fue el hecho de que, cuando la contienda quedó reducida a una «guerra por la democracia», se tornó imposible apelar a la ayuda en gran escala de la clase trabajadora en el extranjero. Si nos atenemos a los hechos, debemos admitir que la clase trabajadora del mundo ha observado con cierta indiferencia la guerra española. Decenas de miles de individuos acudieron a luchar, pero decenas de millones permanecieron apáticos. Durante el primer año de la guerra, se estima que el pueblo británico contribuyó a los diversos fondos de «ayuda a España» con alrededor de un cuarto de millón de libras —probablemente menos de la mitad de lo que gasta en una semana para ir al cine—. La acción industrial —huelgas y boicots— constituía la única forma de lucha con la que la clase trabajadora de los paises democráticos podría haber ayudado realmente a sus camaradas españoles. Nada por el estilo ni siquiera se anunció. Los dirigentes laboristas y comunistas de todo el mundo declararon que era impracticable; sin duda, estaban en lo cierto, sobre todo mientras siguieran gritando a voz en cuello que la España «roja» no era «roja». Desde 1914—1918, la expresión «guerra por la democracia» tenía un matiz siniestro. Durante muchos años, los comunistas mismos se habían dedicado a enseñar a los trabajadores militantes de todos los países que «democracia» era una manera eufemística de llamar al capitalismo. No es una buena táctica afirmar primero que «la democracia es una estafa», y pedir luego: «¡Luchad por la democracia!;>. Si, respaldados por el enorme prestigio de la Rusia soviética, hubieran apelado a los trabajadores del mundo, no en nombre de la «España democrática», sino de la «España revolucionaria», resulta difícil creer que no habrían recibido respuesta.

Pero lo más importante es que con una política no revolucionaria era difícil, si no imposible, atacar la retaguardia de Franco. En el verano de 1937, Franco controlaba sectores de población más vastos que el gobierno, mucho más vastos si se cuentan las colonias, pero con igual cantidad de tropas. Como es bien sabido, con una población hostil en la retaguardia es imposible mantener un ejército en el frente sin otro ejército igualmente numeroso, destinado a proteger las comunicaciones, impedir el sabotaje, etcétera. Por lo tanto, resulta obvio que no había un verdadero movimiento popular en la retaguardia de Franco. Es absurdo pensar que la gente en su territorio —por lo menos los trabajadores urbanos y los campesinos pobres— simpatizara con él, pero con cada paso hacia la derecha, la superioridad del gobierno resultaba menos evidente. Confirma todo esto el caso de Marruecos. ¿Por qué no hubo un levantamiento en Marruecos? Franco deseaba establecer una terrible dictadura y los moros preferían quedarse con Franco y no con el gobierno del Frente Popular. La verdad palpable es que no se hizo ningún intento de fomentar un levantamiento en Marruecos porque ello hubiera significado dar a la guerra un giro revolucionario. La primera necesidad  convencer a los moros de la buena fe del gobierno— debería haber llevado a proclamar la liberación de Marruecos. ¡Y ya podemos imaginarnos la alegría que se hubieran llevado los franceses! La mejor oportunidad estratégica de la guerra se desperdició en la vana esperanza de aplacar al capitalismo francés e inglés.

La tendencia de la política comunista consistía en reducir la lucha a una guerra corriente, no revolucionaria, en la que el gobierno estuviera en desventaja, pues una guerra de ese tipo sólo puede ganarse por medios mecánicos, esto es, en última instancia, por una provisión ilimitada de armas. Y el principal proveedor de armas del gobierno, la URSS, se encontraba en enorme desventaja desde el punto de vista geográfico en comparación con Italia y Alemania. Quizá el lema anarquista y del POUM: «La guerra y la revolución son inseparables» era más realista de lo que parece.

Por las razones dadas considero errónea la política comunista antirrevolucionaria. Por lo que se refiere a las consecuencias de esa política sobre el curso de la guerra, espero y deseo equivocarme. Quisiera que esta guerra se ganara por cualquier medio. Y, desde luego, aún no podemos saber lo que ocurrirá. El gobierno puede volver a inclinarse hacia la izquierda, los moros pueden rebelarse por su propia cuenta, Inglaterra puede decidirse a sobornar a Italia, la guerra puede ganarse mediante recursos simplemente militares: no hay manera de saberlo. Dejo expresadas mis opiniones, y el resultado final mostrará en qué medida son acertadas o erróneas.

Pero en febrero de 1937 no veía las cosas bajo este prisma. Estaba harto de la inactividad en el frente de Aragón y, sobre todo, tenía plena conciencia de que no había aportado mi parte en la lucha. Solía recordar los carteles de reclutamiento de Barcelona que interrogaban acusadoramente a los transeúntes: «¿Y tú qué has hecho por la democracia?», y sentía que sólo podía responder: «He recibido mis raciones». Cuando ingresé en la milicia, me prometí matar a un fascista —a fin de cuentas, si cada uno de nosotros hacía lo mismo, no tardarían en desaparecer—, y aún no había matado a nadie, ni había tenido casi oportunidad de hacerlo.

Por supuesto deseaba ir a Madrid. Todos en el ejército, cualquiera que fuese su actitud política, deseaban ir a Madrid. Ello probablemente significaría pasar a la Columna Internacional, pues el POUM contaba entonces con muy pocas tropas en Madrid y los anarquistas tenían menos hombres que antes.

Por el momento, debía quedarme allí, pero les dije a todos que, en cuanto nos dieran permiso, trataría de pasarme a la Columna Internacional, lo cual significaba colocarme bajo control comunista. Varios trataron de disuadirme, pero nadie intentó interferir. Es justo decir que en el POUM había muy poca caza de herejes, quizá demasiado poca, considerando sus circunstancias especiales; nadie era castigado por tener opiniones políticas contrarias, exceptuando una tendencia profascista. Pasé buena parte de mi tiempo en la milicia criticando acerbamente la «línea» del POUM, pero nunca me vi envuelto en dificultades por ello. Ni siquiera se ejerció algún tipo de presión sobre mí para que ingresara en el partido, aunque pienso que la mayoría de los milicianos lo hacían. Nunca ingresé en el partido, actitud de la que me arrepentí bastante cuando el POUM fue disuelto”.

 

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