FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sobre el interés histórico del film


Realizada por encargo expreso de Adolf Hitler, la película más famosa de Leni Riefenstahl perdura como el mayor testimonio fílmico del nazismo, en parte por las virtudes formales que la caracterizan y en parte porque casi todo el cine documental o de ficción producido durante la Alemania nazi resulta hoy inaccesible.

Más allá de los debates que se han suscitado sobre el papel de la directora en el sistema de la propaganda nazi; más allá de las discusiones sobre su pertenencia o no al Partido Nacional Socialista Alemán y sobre la naturaleza de su singular compromiso con el nazismo y con Hitler, nos interesa en primera instancia analizar el film, lo que en él se relata, lo que se exhibe y lo que se pone en relación en sus imágenes y en su organización interna, para considerar después su valor histórico, su lugar en el cine de propaganda y en el contexto de su realización y la contradictoria figura de su realizadora.

Un espectáculo planificado

El motivo de El triunfo de la voluntad es el registro y la narración épica del sexto congreso del Partido Nacional Socialista Alemán, celebrado en Nuremberg en septiembre de 1934. Riefenstahl ya había dirigido un film de propaganda para el partido de gobierno, La victoria de la fe (Ein volk, ein Reich, ein Führer), basado en el quinto congreso del nazismo. de 1933, y su siguiente film se concibió como continuidad cinematográfica y política de su labor al servicio del partido. Los máximos dirigentes nazis, convencidos ya del inmenso valor de la propaganda por medio del cine, dispusieron todo lo necesario para que la filmación se desplegara con la mayor cantidad de recursos tecnológicos, económicos y políticos que facilitaran su rodaje, y el propio congreso se planificó en parte en función del lugar y del movimiento de las cámaras y de ciertas disposiciones técnicas y espaciales necesarias para el registro del evento como un espectáculo cinematográfico. El propio Albert Speer, arquitecto jefe del gobierno nazi, colaboró con Riefenstahl en la organización del dispositivo.

El comienzo del film da cuenta de la estrecha vinculación entre Hitler, la plana mayor del nazismo y la directora, habilitada a viajar en el mismo avión en el que, cual representación de la divinidad misma, el líder se acerca a la ciudad y desciende para entrar en contacto con sus fieles y celebrar juntos las glorias del presente y las promesas del porvenir.

Riefenstahl dedica los primeros diez minutos del film a consagrar la apoteosis de Hitler e imprime como preludio de las imágenes un texto que informa y ordena el tiempo histórico y su sentido recientemente revelado, al tiempo que le asigna un significado muy preciso a lo que va a narrar: “A veinte años de la guerra, a dieciséis años de los padecimientos de Alemania, diecinueve meses transcurridos desde el renacimiento alemán, Adolf Hitler vuela hacia Nuremberg para pasar revista a sus tropas y acercarse a sus fieles seguidores. Un fundido nos lleva del texto a la hélice central del avión, que se encuadra a la manera de un plano subjetivo del conductor y que transporta al líder que se abre paso entre las nubes. La música de Wagner refuerza el tono, expectante y trascendente a la vez, que se intenta imprimir a la obra desde su mismo comienzo.

Después de una serie de panorámicas de la ciudad en las que se ven ya a la distancia las multitudes organizadas en espera del gran encuentro, la nave toca tierra y Hitler y sus colaboradores más cercanos descienden. Riefenstahl asigna cinco largos y emotivos minutos a subrayar el encuentro entre el líder y su pueblo, primero apelando al plano y contraplano –la multitud y Hitler sucesivamente, en planos cortos que destacan el momento culminante del encuentro– y después montando la cámara en el coche en el que el líder se pasea por las calles de la ciudad con su brazo derecho en alto saludando a la gente que se reúne al costado del camino para devolver el saludo. Una extraña semisubjetiva del líder, que recoge el éxtasis que promueve en el pueblo su presencia y su paso cercano.

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EL LÍDER Y SU COMUNIÓN CON EL PUEBLO


 En los primeros diez minutos del film, Riefenstahl resuelve el contenido emocional más intenso de la obra: muestra el descenso del ídolo desde las alturas celestes, lo pone circunstancialmente a la altura de la gente registrando lo que se comunica en el intercambio y lo pasea para ponerlo en contacto con la multitud, confundirlo para destacar su brazo derecho en alto saludando al pueblo y recortar en el encuadre la comunión de voluntades que se expresan y se hacen acto a su paso: la sonrisa de Hitler, la ciudad embanderada, el saludo de los niños y sus madres, los gestos y los rostros firmes de los soldados –tomados muchas veces en primer plano-, el clamor final de la multitud ante la entrada de Hitler al hotel... El impacto más fuerte de El triunfo de la voluntad está en esas secuencias iniciales que hacen de una trayectoria física corriente –el descenso de un avión sobre un territorio dado- un relato épico político en el que lo vertical y lo horizontal se imbrican y se vuelven complementarios. Es tal la fuerza y la elocuencia de esas imágenes que los textos informativos y descriptivos que imprime la directora en ellas resultan completamente redundantes o directamente prescindibles.

Lo que sigue en la hora y media que constituye el resto del film es el relato del congreso propiamente dicho, presentado en orden cronológico y atendiendo a cada una de las instancias de su desarrollo. Si en las primeras secuencias se destaca la emoción y la vibración popular promovida por la llegada de Hitler, la continuidad del relato se apoya en el registro de dos elementos fundamentales: énfasis y espacio; el primero centrado en la exhibición del rasgo exterior más distintivo de la retórica política del nazismo –cuya cáscara nos ha llegado a nosotros como una parodia de sí mismo-; el segundo, apoyado en la monumentalidad de un espacio enteramente organizado, habitado por multitudes disciplinadas y ceremoniosas. Una grandiosa puesta en escena en la que se apoya una solemnidad autoritaria, que circula desde arriba en las figuras y las voces de los líderes que se dirigen a las multitudes desde estrados elevados y que Riefenstahl registra recortando sus perfiles sobre el cielo; pomposa –basta ver el despliegue militar obsceno que se sucede a lo largo de todo el film-, pero de ninguna manera vacía, la directora anuda este intercambio simbólico en la perfecta disposición de los cuerpos en el espacio y en la firme convicción acusada en los rostros en primer plano que nos entrega reiteradamente.

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LA MAGNIFICENCIA DEL ORDEN


 Contra toda interpretación ex post de los hechos a la luz de la historia del nazismo, de Alemania y del mundo alrededor, no había nada de ridículo o de risible en el despliegue ostentoso de autoridad y disciplina que se exhibe en El triunfo de la voluntad: el espectador que se permite tomar cierta distancia y considerar el film en los términos de su presente histórico, de su contexto de realización, percibe la potente convicción que lo organiza en tanto obra, que se desprende de las convicciones ideológicas que se representan y se relatan en ella, y un cierto y bastante definido temor ante el tono amenazante de una prédica y de un conjunto de prácticas que se dirigen hacia un rumbo concreto y determinado: la aniquilación de todo elemento social y político que ponga en entredicho u obstaculice la marcha potente y decidida del programa nazi. Así lo expresó Frank Capra, el más popular de los grandes directores de Hollywood de la época en su autobiografía: “El asesinato en masa de inocentes se halla más allá de la comprensión humana. Pero una visión de El triunfo de la voluntad hubiera debido predecirlo…, a cualquier mente que hubiera podido permanecer serena ante el horror. Sí, el mensaje del film era llano y brutal: ‘¡El poder es nuestro! ¡Un poder imbatible! ¡Rendíos, todos los débiles balbuceantes de la libertad! ¡Los mansos solo heredarán la tierra que llenará sus tumbas! ¡Rendíos!’” (Frank Capra, El nombre delante del título, Madrid, T&B editores, 2007).


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LAS MULTITUDES Y LA PRÉDICA DE HITLER


Un discurso tras otro, vuelven a nosotros las caricaturas que, de Chaplin en El gran dictador en adelante, la cultura nos ha propinado de sus líderes desplegando un histrionismo grandilocuente y acentuando el tono imperioso de sus declamaciones. Tan fuerte es hoy esta imagen, que parece imposible imaginarse a un alemán hablando con suavidad o con ternura. Pero retrocedamos en el tiempo, pensemos imágenes y sentidos en contexto: el énfasis que martillea la banda de sonido de El triunfo de la voluntad es consistente y significativo, proviene de la convicción de una serie de personas que acaban de conquistar el poder del Estado después de una larga lucha, que han llegado a su objetivo sin resignar sus creencias y sus principios fundamentales, sin negociar o negociando apenas con el sistema político, sin ceder ni ofrecer concesiones importantes a sus contrincantes, a quienes se aprestan a eliminar. “Nosotros hemos creado al Estado”, dice el líder en un pasaje de uno de sus discursos. Este relato del paso del llano a la cima es breve pero muy significativo: Hitler y sus colegas se refieren al tránsito del partido hacia el gobierno para sellar una cierta perspectiva histórica, que es la que la directora anuncia en el prólogo, y para señalar que el poder conquistado no será puesto en juego otra vez: Alemania ha encontrado a su líder y ya no necesita volver sobre sus pasos. En el curso de las disertaciones, los líderes nazis anuncian que se ha establecido el régimen de partido único y que serán declarados ilegales todos los otros partidos políticos existentes. Un futuro sin partidos, sin clases y sin castas. Un pueblo, un líder: la fórmula se ha consagrado. Lo que queda de ahora en más es aprender a endurecerse. Hitler refuerza ante las juventudes del partido este mandato: obediencia, intrepidez, valentía.

Si claros, precisos y contundentes resultan tanto el tono como el contenido del discurso político del nazismo, las imágenes de El triunfo de la voluntad son ciertamente más impactantes. Cabe aquí, por supuesto, considerar la creatividad y la imaginación de la directora, su enorme capacidad para construir y relatar el espectáculo que se ha montado en parte para el despliegue de su genio: cámaras en ángulos heterodoxos pero siempre efectivos, un uso amplio de los movimientos de cámara y de la alternancia de distancias cortas y largas, siempre con el sentido de unir lo singular y lo general, un montaje de pleno significado político en el que lo vertical y lo horizontal armonizan y se refuerzan mutuamente, una variedad de recursos narrativos insólitos para la época, una edición de sonido impecable en la sucesión de la música y de los silencios y el efecto trascendente que generan y que no dan tregua al espectador; todo converge en la producción de un gran ritual filmado por medio de otro gran ritual, y más allá de las facilidades y los apoyos con los que contó la realización, sigue resultando sorprendente la modernidad formal del film, el ágil sentido del ritmo que lo organiza y la intensidad que sigue destilando su visión.

Pero salgamos por un momento del círculo que nos proponen directora y protagonistas, permitámonos pensar las imágenes de El triunfo de la voluntad desprendiéndolas de su asunto y del relato que encadenan y nos encontraremos entonces con otras evocaciones, con otros trasfondos, con otros sentidos posibles. Es muy interesante pensar las imágenes del nazismo celebrado por Leni Riefenstahl más allá de su propia mirada consagratoria del asunto: en muchos planos lejanos, en las marchas y en las quietudes de las multitudes que vitorean de día y de noche a la gran asamblea de la que son parte, se trasluce una imaginería medieval –estandartes, lanzas en alto, unísonos clamorosos– que nos muestra también a esos cientos de miles como una forma muy organizada de la barbarie, como un conjunto bien dispuesto de guerreros tribales, brutales y atrasados. Mucho se ha escrito sobre los vínculos de los fascismos con las raíces premodernas de la historia europea, su remisión a un fondo preliberal y antiiluminista y a una forma arcaica de la nación asociada al liderazgo unipersonal (Enzo Traverso desarrolla esta cuestión en su estudio genealógico sobre la violencia nazi); es interesante comprobar que en las propias imágenes y en la propia simbología organizada del nazismo se traslucen sus ideales históricos y políticos: una multitud fanática o fanatizada que se levanta en armas para adoptar una posición de conquista sobre un espacio que se reclama como propio.


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IMÁGENES DE UN PUEBLO MOVILIZADO

Sin aludir directamente a una situación concreta de guerra, la retórica oficial y la disposición de los cuerpos la convocan permanentemente, la invitan a la ceremonia, la rondan con sus discursos, con sus canciones y con sus miradas. Hasta cierto punto, al contemplar El triunfo de la voluntad resulta inevitable pensar en que muy pronto esa Alemania que se quiere renacida volverá al fuego fundamental que considera su origen. No es solo el culto de lo militar, las formas espléndidas y sofisticadas de asumirlo y de celebrarlo, sino también la necesidad de afirmación de los propios ideales por la fuerza que se exhibe en todo el film, en las palabras y en las ideas de los dirigentes, en los cantos y los saludos del pueblo, en la simbología multiplicada en el llano y en el horizonte, en los desfiles de soldados y civiles que se mueven con el vigor y la tensión de un ímpetu renovado y con la seguridad del que no concibe otra razón que la de la propia victoria.

El cierre del film puede provocar también otras evocaciones. Si en la marcha final de los soldados nazis reunidos en Nuremberg en 1934 la guerra ronda como una figura latente, es inevitable pensar en otro final, el de un film que los nazis prohibieron por considerarlo abyecto para la propia causa y la que proponían a la nación: nos referimos al plano final de Sin novedad en el frente (All quiet on the western front), el film de Lewis Milestone de 1930 cuyas copias, junto con ejemplares de la novela en que se inspiraba, fueron quemadas públicamente durante el nazismo. Milestone cerraba su película con un desfile de soldados alemanes entregados al sacrificio de la Primera Guerra Mundial, recortaba sus figuras sobre una gran cementerio que representaba el destino trágico de una generación devorada por el espíritu bélico y por una causa nacionalista resuelta en terrible derrota. Desde polos ideológicos opuestos, la ficción basada en la novela de Remarque y el espectacular documental de propaganda nazi reconocen un origen común y se resuelven en una imagen semejante. El belicismo de la causa nazi volvería a convocar, apenas una década más tarde, aquel final que sus propios líderes consideraban degradante y vergonzoso. En ocasiones, la historia del cine ofrece entre sus pliegues y sus contramarchas ciertos sentidos políticos que las imágenes atrapan mejor que muchos conceptos.

Cuando Leni Riefenstahl murió, un aura incitante y polémica seguía envolviendo su figura.


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LENI RIEFENSTAHL (1902-2003)








Su enorme y refinada capacidad como cineasta, el indudable genio creativo que destilan sus películas y que se puede apreciar aún a través de las décadas, no son obstáculos para afirmar que el compromiso de Riefenstahl con el nazismo resulta innegable e incontrovertible, más allá de que la directora desmintió su afiliación al partido y su apoyo político a la causa nazi, reconociendo solamente una simpatía por Hitler en los primeros años de su gobierno. Lo cierto es que Leni Riefenstahl gozó bajo el nazismo de privilegios únicos. Sus relaciones con Speer y con Hess fueron, además, especialmente amistosas.

En el año 1993, el cineasta alemán Ray Müller realizó un film entrevista, El poder de la imagen (Die Macht der Bilder), en el que la directora seguía desconociendo su trabajo al servicio del nazismo como una forma de apoyo político al régimen al que su obra ayudó, acaso como ninguna otra, a relatar en imágenes una épica poderosa y consagratoria.



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