FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

ISBN 957 950 34 0658 8

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Sobre el interés histórico del film

 

Sinopsis

1915. Dos muchachos que rondan los veinte años compiten en una carrera de cien metros en una comarca rural cerca de Perth, Australia occidental. El fondo histórico del asunto es la campaña de reclutamiento de soldados para ir al frente de batalla de la Primera Guerra Mundial en defensa del Imperio británico, del que Australia formaba parte. A partir de la prueba, Archy y Frank se hacen amigos. El primero quiere ir a la guerra pero es menor de edad; el otro quiere evitarla, pero termina enganchándose con su compañero y, después de algunas marchas y contramarchas, consiguen ser incorporados. Jóvenes sencillos de una tierra de los confines del mapa imperial, los dos sueñan con hacerse hombres, conocer mundo, ascender a oficiales y volver a casa cubiertos de gloria y aventuras que relatar. Una vez integrados a la tropa, parten con otros miles de soldados recién enrolados hacia Egipto: allí los espera el entrenamiento y el adiestramiento antes de la entrada en combate.

Mientras se preparan en tierra egipcia, los protagonistas y sus camaradas más próximos entran en contacto con la población local: una versión muy distinta del orden sociopolítico imperial aparece ante sus ojos. Los preparativos concluyen y los soldados se embarcan hasta Gallipoli, en el estrecho de los Dardanelos, frente a la costa turca, escenario en el cual deben enfrentar al ejército local aliado de los alemanes. Contra lo que los propios oficiales a cargo de la expedición esperaban, las tropas australianas son utilizadas por el comando británico como una simple fuerza de choque que debe distraer al enemigo mientras el ataque real se sustancia a sus espaldas por soldados ingleses. Como el director nos viene anunciando desde el inicio de su relato, el desenlace del film da cuenta, en clave bélica, de un orden político implacable; y a los muchachos que marcharon en busca de la gloria, los espera, muy lejos de casa, la revelación de que el lugar que tienen asignado en el reparto del poder mundial es el de las víctimas.


Gallipoli: una lectura: La guerra del fin del mundo

Gallipoli es un ejemplo acabado del tipo especial de interés que un film de ficción puede ofrecer cuando se organiza en base a una premisa histórica verídica. La anécdota en la que se basa la película constituye un hito de la historia australiana: la marcha de miles de jóvenes del oeste del país a la Primera Guerra Mundial en tanto soldados de la colonia británica, y la muerte de una gran parte de ellos en el frente turco, conducidos por el poder imperial a una situación muy desigual de batalla en la que son puestos en primera fila.

 

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Peter Weir organizó su película a partir de este hecho real de la historia, pero se desmarcó de la voluntad documental y de la pretensión de reconstrucción testimonial convencional para permitirse imaginar una situación ficticia pero no por ello menos histórica: las experiencias previas, los motivos y las andanzas posibles de un grupo de muchachos de su país que por motivos diversos y concretos deciden alistarse en el ejército para combatir a favor del imperio. Logra, a partir de esta decisión, un relato intenso y real de una experiencia sepultada por la historia de la gran guerra y que solo ha quedado grabada en la conciencia nacional de su país, considerado entonces una periferia remota del orden mundial.

Weir decide entonces ir a la guerra como dos australianos de 1915 lo harían: incautos, ilusionados, desprevenidos; ansiosos de aventuras y de gloria. Ignorantes de las lógicas más elementales de la política imperial y confiados en que vivirían acontecimientos que podrían contar con pasión a la vuelta de sus hazañas. Si bien el film disemina pequeñas pero claras advertencias del rumbo de las cosas, es el punto de vista crédulo de sus dos protagonistas el que sustenta la marcha del relato y el que le confiere su lograda profundidad y su valor fecundo como fuente de reflexión histórica. Gallipoli es una película histórica no porque se base en una situación verídica de la crónica de la Primera Guerra Mundial, sino porque desarrolla una ficción que aloja los imaginarios históricos de los sujetos que narra, los sitúa con sensibilidad y rigor en un tiempo y un espacio propios y los acompaña en la marcha de sus experiencias reales, que se presentan jalonadas por los hechos básicos que motivaron la obra. Un ejemplo rotundo de una verdad que la historiografía tradicional se empeña en desconocer: la riqueza elusiva de la buena ficción procede sobre los hechos sin pretender reconstruirlos cabalmente, sino imaginándolos en sus condiciones de posibilidad y en las vivencias particulares de los sujetos.


¿Quiénes, cómo, por qué?

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¿Quiénes son esos muchachos que van a una guerra que parece ajena y resulta lejana sin que haya de por medio un reclutamiento forzoso? Lo primero que apunta Weir es que son muchos y de diversa condición cultural y socioeconómica. El contrapunto entre Archy y Frank es sumamente ilustrativo en este sentido; el primero es hijo de una familia próspera, establecida en el trabajo de la tierra; el otro, un modesto empleado del ferrocarril que anda en busca de empleos mejores. Si bien en el grupo grande, la mayoría de los muchachos son simples trabajadores manuales, las redes de la política imperial atraen también a quienes, como Archy, buscan alejarse de los mandatos familiares y de la pequeñez de la vida rural tradicional. Así, Archy va a la guerra porque supone que en la aventura vivirá experiencias que lo harán hombre de mundo, como su tío Jack. Lo cierto es que analizando las situaciones vitales bien diferentes que presenta la introducción de la obra, el filme deja sentado que la tragedia de Gallipoli no solo arrastró a jóvenes pobres sin horizontes económicos promisorios, sino que atravesó las clases sociales y alcanzó también a muchachos de familias propietarias y a oficiales establecidos del ejército australiano.

Weir lleva las cosas varios pasos más allá de los estereotipos: el personaje de Frank, lo más parecido a un buscavidas sin horizontes claros de futuro, es quien más se resiste a pelear a favor del imperio. Descendiente de irlandeses, depositario de una tradición familiar antibritánica, Frank descree a rajatabla del gran relato imperial, y cuando se enrola lo hace más por la amistad que surge con Archy y por las promesas de ascenso social que la aventura implica, que por sentir algún tipo de convicción personal frente al conflicto.

La postura de Frank se complementa a la perfección con el escepticismo olímpico del viejo rastreador que les salva la vida a los muchachos en su marcha desorientada por el desierto de sal en el que se pierden. Ignorante de las noticias del mundo, el anciano no comprende por qué dos jóvenes locales quieren ir a la guerra a defender a Inglaterra; agrega, incluso, que la presunta llegada de los alemanes al lugar, el peligro que nombra Archy en su argumentación a favor de la decisión, debería ser bienvenida… Toda una declaración contra la lógica imperial, que sale de boca de alguien desconectado de la gran política mundial pero experto en la realidad cotidiana de su mundo. Su mirada en derredor es un comentario concluyente en apoyo de sus palabras y un apunte que, por otra parte, deja sentadas las ideas del director sobre el asunto.


Lo viejo y lo nuevo

Si prestamos atención a las dos figuras de autoridad que se narran en el filme, notaremos que ambos, el tío Jack y el mayor Barton, se ven desbordados por los acontecimientos, y que lo que saben del mundo en el que nacieron y crecieron no les sirve para señalar el camino a los jóvenes que tienen a su cargo.

Bien mirada, la película transcurre entre la voz áspera y potente del tío entrenando a Archy al principio del filme, y el silbatazo trágico con el que Barton envía a sus hombres a una muerte segura. Los dos le señalan al muchacho una carrera, algo hacia lo que tiene que ir con todas sus energías y su concentración; pero entre uno y otro episodio todas las seguridades respecto de lo que hay por delante se han desvanecido. La consternación de Barton en el final, subrayada por Weir con la sugerencia de su suicidio, es la prueba definitiva de que los viejos ya no saben en qué mundo les toca vivir y actuar, y cuando lo comprenden es demasiado tarde para salir del círculo en el que están encerrados y han encerrado a los muchachos. Porque la probabilidad de muerte en combate, inherente a toda situación de guerra, es sustituida en Gallipoli por el sacrificio inútil de las vidas de los jóvenes, entregadas como parte de una táctica militar que ni siquiera se lleva adelante.   

Para la lógica del filme, el ansia de Archy, su deseo de salir al mundo y de ir más allá de la seguridad familiar, proviene de la figura influyente de su tío. Lo que Archy no sabe, y de lo que su tío intenta advertirle sin éxito, es que el mundo de la juventud de Jack no es el actual y que la guerra es algo más que correr aventuras en lugares lejanos. Lo cierto es que el tío aventurero es una referencia fuerte para el protagonista, y que no habría mayor Barton sin tío Jack como ideal simbólico para el joven. No casualmente, uno sale de la historia cuando entra el otro.

Para el oficial australiano, la guerra se presenta como una ocasión en la que coronar la carrera a la que ha dedicado su vida. Así, marcha al llamado del imperio convencido de que es lo que corresponde y de que los australianos a quienes conduce pueden aportar su esfuerzo para sostener y apoyar la causa británica. En la experiencia decepcionante de Barton uno puede comprender la reacción antibritánica que motivó en Australia no ya la muerte de la mayoría de los soldados enviados a Turquía, sino las circunstancias atroces e inútiles en las que dejaron sus vidas al otro lado del mundo. He aquí un punto de ruptura entre la tradición colonial australiana y un sentimiento nacional en germen que se apoyó con firmeza en el acontecimiento Gallipoli.


Australia, Egipto, Turquía      

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Un auténtico recorrido imperial, no solo porque vincula históricamente regiones geográficas alejadas y diferentes, sino porque responde además al itinerario real que siguieron las tropas australianas camino a Gallipoli. Y aquí de nuevo podemos ver la voluntad del director de no desvincular su ficción de los hechos reales. Weir podría haber omitido el intermedio egipcio en su relato y volcarse a narrar las peripecias de sus criaturas de cara a la batalla final; pero toma una decisión narrativa que le confiere mayor espesor histórico a la trama y corre al filme en general del formato bélico.

Una situación curiosa que solo puede explicarse por las circunstancias excepcionales de una guerra imperial a escala mundial: unos miles de jóvenes provenientes de Oceanía pasan una estadía prolongada en el norte de África a la espera de la orden que los conduzca a las costas de Asia a defender los intereses de un país europeo. Y nada de esto es inventado por el cine, que se limita a representar las experiencias de la crónica histórica. Weir esquiva además toda tentación pintoresquista del Egipto bajo dominio británico y lo muestra como un universo propio, con reglas culturales, económicas y sociales muy diferentes de las que conocen los protagonistas, lo que motiva un choque cultural que el director registra con humor, pero también con cierto interés histórico y antropológico que recoge tanto las distancias más elementales, como las diferencias religiosas, económicas y culturales, claramente visibles en el trato comercial con los egipcios y en el paseo por el mercado durante el que los australianos asisten, entre asombrados y entusiasmados, a la oferta de mujeres enjauladas para la práctica de la prostitución con los visitantes. Un mundo ajeno que promueve en los muchachos un extrañamiento real que el filme se ocupa de señalar y establecer con claridad y detalle.

En Egipto, además, las tropas provenientes de Oceanía toman nota del lugar subsidiario que se les asigna en la planificación militar de los aliados. Su entrenamiento, que no pasa de algunas escaramuzas informales, los prepara muy mal para una batalla en la que serán ofrecidos en primera línea a las balas de la metralla enemiga. Las relaciones con los oficiales británicos en Egipto se cuentan por medio de ciertas anécdotas graciosas, pero queda claramente sentada la diferencia de jerarquía de unos y otros y su correlato con el destino que les aguarda en el combate. 

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Todo el intermedio egipcio, al pie de las majestuosas pirámides, agrega a la situación un tinte grotesco que subraya el costado excepcional del contexto histórico imperial y el de la guerra en particular. La escena en la que Archy y Frank escalan la pirámide para grabar sus nombres en la piedra, corona la singularidad de una situación en la que un par de muchachos nacidos en Australia occidental pasan por Egipto rumbo a una extraña batalla en el Mediterráneo oriental.

Las aventuras de nuestros atletas y de sus amigos terminan en Gallipoli. La apertura de la parte final del filme señala, por medio de la oscuridad de la situación de desembarco y la música seria y grave de Albinoni, que algo muy distinto de lo esperado está por suceder. Rápidamente, los protagonistas comprenden que esa batalla a la que han marchado sin demasiadas prevenciones y preocupaciones no se parece en nada a la escena de gloria y aventuras que imaginaban al salir de la apacible tierra natal.

Weir agrega unos cuantos elementos históricos en su presentación del campamento aliado al pie del monte Nek. Por un lado, el apunte de la desorganización visible de las fuerzas que integran los soldados recién llegados, por otro, algunos objetos que el propio director encontró en las excavaciones de las trincheras de la costa, que él mismo exploró mientras preparaba el rodaje del film. Entre esos objetos sobresale una lata de carne de origen uruguayo, de marca Liebig –otro elemento que confirma la estructura imperial que se expone en la guerra– que marca el punto más allá del cual los soldados serían presa fácil de las líneas enemigas. Weir decidió usar esos objetos asignándoles un lugar concreto en la escena de la batalla, un detalle que refuerza la voluntad realista del relato, más allá de que las vidas de sus protagonistas han sido imaginadas para el film.

Y cuando llega la hora del combate, todo lo que esos muchachos simples son, todo en lo que han creído y han abrazado con el fervor y la ingenuidad propios de quienes desconocen la lógica de las estructuras políticas del mundo y del tiempo en el que viven, queda expuesto a las fauces del monstruo. La carrera final de Archy, que el director congela para fijar en esa imagen el punto de partida y de llegada de su historia, encierra a la vez la lógica y el absurdo de un sacrificio imperial que se cobra todas esas vidas entregadas en una embestida militar sin sentido.  

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La era del imperio quedó reflejada en Gallipoli  como una maquinaria implacable de poder devoradora de hombres de los más distantes confines del mundo; y en el film de Peter Weir, como una instancia ineludible de la historia de sus compatriotas y del lugar de su país en el orden de la época. Ahí está la despedida de Archy en la carta que escribe a su familia: una vida joven y plena, que se desplaza velozmente en línea vertical hacia los límites del círculo imperial de la política mundial.


Acerca del director          

El más famoso e importante de los directores de cine australianos, Peter Weir, nació en Sydney en 1944 y lleva realizadas dieciséis películas entre su país natal y Estados Unidos, donde comenzó a dirigir a mediados de la década de 1980. Hijo de un agente inmobiliario, Weir estudió economía y negocios en la Universidad de Sydney pero dejó inconclusa su carrera para emprender un viaje por Europa a mediados de la década de 1970. De regreso en su país, comenzó a dirigir películas en 1971, primero para la televisión de Sydney y más tarde para el cine.

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Weir es seguramente uno de los mejores narradores del cine actual. Respaldada en un registro clásico, su obra como director ha explorado, en circunstancias históricas y géneros diversos, situaciones en las que los protagonistas se ven profundamente confrontados con un ambiente con el que deben dirimir sus conflictos. Pero esta constante, que desarrolla el tema del enfrentamiento entre individuo y marco cultural e histórico, nunca se plantea en sus películas de manera superficial; Weir es un artista preocupado por la consistencia de sus historias y esto se percibe en el celoso grado de detalle con el que presenta a sus personajes, sus motivos y sus decisiones; pero también en la siempre lograda construcción del mundo en el que deben moverse sus criaturas.

Tal como quisimos poner de relieve en nuestra lectura de la forma cinematográfica de la obra, todos estos elementos se perciben con claridad en Gallipoli, acaso la película mayor de su etapa australiana; pero también están presentes en la célebre Testigo en peligro (Witness, 1985), en la que se traban y destraban conflictos culturales y sociológicos alrededor del protagonista, compuesto por Harrison Ford, la comunidad amish en la que se integra y los policías que intentan eliminarlo y eliminar al testigo, el niño amish al que protege. Lo mismo cabe considerar de la más famosa de sus obras recientes, The Truman show (1998), una lúcida e implacable reflexión sobre el lugar del individuo y de la sociedad de masas a ambos lados de una realidad siniestra construida por los medios de comunicación en general y la televisión en particular. Estos elementos también aparecían en La sociedad de los poetas muertos (Dead poets society, 1989), film que recogió un amplio reconocimiento del público y que narraba el conflicto entre la actuación de un profesor de literatura de estilo pedagógico muy libre que conecta muy bien con sus estudiantes y las ortodoxias de la práctica educativa más tradicional de la institución en la que se desempeña. En Capitán de mar y guerra (Master and commnader, the far side of the World, 2003) vuelve a ocuparse de un tema histórico: las peripecias de un capitán inglés que comanda, con estilo enteramente personal, una nave de guerra en tiempos imperiales. Weir exhibe nuevamente en este filme, en curioso ritmo de acción reposada, toda su capacidad narrativa y su preocupación por mirar la época con cuidado de historiador. La película se disfruta como una pieza de aventuras singular, muy rara en el contexto de la realización contemporánea, pero también como una mirada histórica profunda sobre la vida en el mar en tiempos de construcción del Imperio británico. Otra prueba de su interés de historiador: Weir dirigió otro film de contenido histórico en Australia en 1982: El año que vivimos en peligro (The year we lived dangerously), en el que Gibson interpretaba a un periodista australiano, corresponsal extranjero en medio de una fallida revolución política contra el régimen de Sukarno en Indonesia en 1965. 

En el 2010, se estrenó de The way back, filme basado en la obra autobiográfica del teniente polaco Slavomir Rawicz, que cuenta la historia de un grupo de soldados que escapa del Gulag soviético en 1940.

La obsesión por mantener el control de sus obras –que normalmente nacen de su propia iniciativa y en las que trabaja, personalmente o en colaboración, en la escritura de los guiones– aparta a Weir de las reglas más al uso que exigen a los directores de éxito un ritmo de realización más prolífico. Es probable que este rasgo, propio de un artista paciente, esté en la base de la profundidad de su cine. Lo cierto es que quedan muy pocos directores en actividad de la generación de Weir de los que uno pueda decir que, a más de treinta años de haber empezado a dirigir, sostengan todavía una obra que trasunte, como la suya, una mirada personal profunda, inquieta y de auténtico cineasta, del mundo alrededor.

 

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