FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Acerca del autor

Entre la felicidad y la tumba


Casi nada sabríamos de Aleksandr Medvedkin si no fuera por el extraordinario film que el director francés Chris Marker dedicó a su figura poco después de su muerte y en el marco del colapso definitivo del comunismo soviético: La tumba de Alejandro o Canto fúnebre para Alejandro (Le tombeau d’Alexandre, Francia, 1993). A Marker, y a algunos de sus colegas y amigos de la cinematografía francesa, apasionados por la obra y la vida de Medvedkin, debemos también la rehabilitación de La felicidad, presentada en París en 1984.


medvedkine








EDICIÓN FRANCESA DE AMBOS FILMS 








La amistad entre ambos directores subtiende el conjunto del relato del film de Marker, estructurado en cinco cartas dedicadas al amigo fallecido. Tomaremos nota en lo que sigue de algunos elementos de La tumba de Alejandro –que también es conocida como El último bolchevique– procurando a la par presentar los principales hechos públicos de la vida de Medvedkin y de su trayectoria como hombre y como cineasta.

“Campesino, hijo de un campesino, hijo de otro campesino…”: así define sus orígenes Medvedkin sobre el final de su vida ante los discípulos franceses. Convocado por el entusiasmo revolucionario, el joven Aleksandr, que trabajaba en el ferrocarril, se enroló en las filas del Ejército Rojo en el que combatió durante ocho años hasta alcanzar el grado de coronel. En 1928 declinó su ascenso y se dedicó a su vocación de cineasta, comprometido con la causa soviética a la que ofreció el resto de su vida.

Medvedkin había mostrado ya sus inclinaciones artísticas en el ejército, en el que, entre batalla y batalla, dirigía a sus camaradas en representaciones teatrales recogidas de la tradición popular y adaptadas a los insólitos escenarios de campaña.

Ya como realizador de cine, entre 1931 y 1934 acometió un singularísimo proyecto de su propia iniciativa, el cinetrén (kinopezd), que relata con detalles en su diario de notas El cine como propaganda política, 294 días sobre ruedas (Buenos Aires, Siglo XXI, 1973), escrito a lo largo de la experiencia. Vehículo único de la didáctica popular soviética, el cinetrén, montado especialmente y tripulado por el director y un grupo de técnicos especializados, consistía en una locomotora y dos vagones: uno equipado para el rodaje y la posproducción y el otro para la proyección de las películas realizadas durante los viajes. El propósito principal del cinetrén era recorrer ciertas unidades productivas del territorio soviético, registrar la vida y las formas de trabajo de la gente y editar a toda velocidad películas que se exhibían al otro día de la filmación y en las que se exponían los errores organizativos o las dificultades particulares que entorpecían o limitaban la producción agrícola, industrial o minera en el marco del plan quinquenal en pleno desarrollo. Se trataba de filmes breves, de unos pocos minutos de duración, que se mostraban a sus propios participantes a los que se invitaba luego a un debate en torno del origen de las dificultades y las prácticas que debían corregirse para mejorar la productividad.

La experiencia, que el director concibió y vivió como un aporte concreto al desarrollo del socialismo, dejó como resultado la realización de más de cuarenta cortometrajes exhibidos puntualmente en aldeas y fábricas, pero desconocidos por el gobierno central que nunca aceptó la difusión más amplia del proyecto –que rehusó seguir financiando– ni de los filmes. A principios de la década de 1980, los tres rollos de película que registran las más de nueve horas de cine popular del cinetrén fueron desempolvados de un archivo en cuyo catálogo no figuraban. ¿Qué hay en ellos? Trabajo humano puesto a desarrollar la Unión Soviética bajo la matriz de la colectivización de la tierra y la industrialización forzada. Hombres y mujeres entusiasmados y disciplinados, sí, pero también saboteadores, haraganes, ladrones y burócratas que se desentienden de los reclamos de los trabajadores o los castigan por no alcanzar las metas impuestas sin haberse ocupado de garantizar los medios para conseguirlas. Debates, preguntas, discusiones, atisbos de democracia obrera en un contexto político en el que ninguna de estas cosas eran ya bien recibidas por el poder. Hay, también, juicios ejemplificadores en contra de traidores y boicoteadores, sobre todos los kulaks inadaptados, que derivaban en muchos casos en sus ejecuciones.

Medvedkin no acierta en su diario a comprender la resistencia de muchos hombres y mujeres a la política colectivista y se muestra sorprendido e incluso indignado por la desidia y la falta de compromiso bastante extendidas y –sobre todo en el campo, que conoce bien desde la cuna– asombrado porque el ideal del trabajo colectivo, en cuya superioridad cree firmemente, tiene como resultado principal una merma sensible en la productividad agrícola general. Lo cierto es que su cinetrén no deja de mostrar cómo funciona, para bien y para mal, la producción soviética bajo el Plan Quinquenal en las entrañas mismas de las relaciones entre Estado y sociedad en las más diversas situaciones y condiciones, y las vidas, en muchos sitios misérrimas, de los trabajadores.

Marker apunta que de esta experiencia en tren a lo largo y a lo ancho del país en acelerada transformación extrajo Medvedkin el tema de La felicidad y el nulo entusiasmo con el que Jmir recibe la colectivización. Muestra además cómo muchos de los escenarios y las situaciones del film están inspirados en ciertas imágenes de los cortos del cinetrén. Unas y otras, las que fueron tomadas directamente de la realidad y las de la ficción que estas inspiraron recibieron el rechazo del partido y el olvido durante décadas.

El entusiasmo y el compromiso con su propia perspectiva que Aleksandr Medvedkin puso en su oficio de cineasta popular lo llevaron a situaciones de desautorización oficial o censura implícita o explícita desde mediados de los treinta. La película que siguió a La felicidad, Nueva Moscú (Novaya Moskva, 1938) se retiró de la proyección inmediatamente, cuando, azorados, los funcionarios soviéticos vieron en su transcurso, en montaje revertido, la reconstrucción de la catedral del Salvador, destruida por orden de Stalin pocos años antes. La nueva Moscú se mezclaba y se confundía en el film con la de los zares, en un juego con el tiempo que, en palabras del director, se proponía destacar las diferencias entre una y otra y favorecer la necesidad de las transformaciones presentes y futuras que se exhibían, brevemente, al final del film. Para las autoridades soviéticas Nueva Moscú marcó la hora en la que Medvedkin ya no podría seguir trabajando sobre sus propias ideas; de ahí en más se le impondrían los motivos y los temas de sus películas o, como lo señala Jacques Rancière, “Medvedkin tuvo entonces que renunciar a sus películas y resolverse a hacer las películas de los demás, las películas que cualquier otro podía realizar, para ilustrar la línea oficial del momento, celebrar los desfiles a la mayor gloria de Stalin, denunciar al comunismo chino, o ensalzar, poco antes de Chernobyl, la ecología soviética”.


ALEXANDR MEDVEDKIN (1900-1989)

FOTOGRAFIADO POR MARKER EN PARÍS EN 1971


El paralelo con Vertov y con Eisenstein es evidente y significativo. Su obra como cineasta declina a la sombra del realismo socialista y, sobre todo, a la par de la extensión del terror estalinista que se llevó fusilado, entre muchos otros, a su amigo y antiguo compañero en el ejército, el escritor Isaac Babel. Su viuda le cuenta a Marker cómo el mismo Medvedkin vivió esos años con temor creciente sobre su propia suerte, aun habiendo apoyado al principio los procesos contra la supuesta conspiración de 1937, convencido de la verdad del partido. Calló y sobrevivió, enviado, como sus más brillantes colegas, a hacer el tipo de propaganda que el régimen quería. Marker lo reencuentra en los archivos, y filmando el desfile en honor de Stalin del 1° de mayo de 1939. Ya no vemos allí la fantasía de las otras ciudades pasadas o futuras, solo la que existe y que celebra la realidad oficial que se ha apropiado de todas las imágenes que pueden ser difundidas.

¿He aquí la tumba de Alejandro? Antes que cualquier juicio personal y más allá de toda metáfora lineal, el film de Marker traza la memoria de un cineasta singular que se propuso atravesar la vida haciendo la historia de su sociedad y que se vio también él atravesado por la historia de su tiempo. En esta recuerdo único de un cineasta hecho por otro, su tiempo es también aquel de Jmir, el campesino de todas las Rusias y, luego, el nuestro, el de esa otra tumba de Alejandro, el zarevich Alejandro III, rehabilitada en la Moscú poscomunista de fin de siglo para la celebración de los paseantes y flanqueada por un soldado de rostro asombrosamente parecido a las máscaras de los represores de Jmir. No es una broma forzada ni una anacronía antojadiza: apenas transfiguradas, las imágenes del pasado que no podemos develar completamente se empeñan en retornar para que sigamos interrogándolas.

(Debemos las inspiraciones fundamentales de este artículo a las obras de Chris Marker y de Jacques Rancière señaladas en el texto).


Bibliografía

Medvedkin, Alexander, El cine como propaganda, 294 días en tren, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.

Rancière, Jacques, La fábula cinematográfica, Barcelona, Paidós, 2005.



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