FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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En cuanto al término modernismo


No siempre remite a un mismo significado el uso de la palabra modernismo. Si bien el consenso cultural sitúa esta corriente estética entre fines del siglo xix y comienzos del siglo xx, en el mundo anglosajón las resonancias han ido un poco más lejos, y de manera retrospectiva –esto es, desde alrededor de 1950– el vocablo modernism alude a un proceso mucho más amplio que el de las meras vanguardias de la década de 1920 a las que históricamente había hecho referencia: el término se remonta a 1890 pero extiende su dominio hasta avanzada la década de 1960.

Esta resignificación tardía del concepto permite incluir a Henry James (1843-1916) y luego a Virginia Woolf (1882-1941) y a T. S. Eliot (1888-1965) entre los creadores más renombrados. Como se verá, el concepto que han instalado ingleses y norteamericanos a propósito del modernismo excede los límites de la etapa vinculada a lo que se conoce como Belle Époque. No ocurre lo mismo en el mundo hispanoamericano, donde esta corriente estética dominó el período y marcó la época a partir de su atrevimiento y de su fuerza innovadora, al punto de revertir, acaso por primera vez en la lengua castellana, el flujo de novedades estilísticas y literarias, que ahora se expandió desde los países de América hacia España, fundamentalmente a través del poeta nicaragüense Rubén Darío.

Es innegable que en términos creativos el modernismo literario hereda buena parte de las transformaciones que el simbolismo y el parnasianismo habían producido en la literatura francesa. La autonomía estética de la obra literaria se exaspera en un refinamiento que induce una vitalidad distinta en el interior de la lengua, una marcada apertura sensorial a través de metáforas inéditas y de un trabajo exquisito de imágenes visuales y auditivas acuñadas en originales sinestesias; por lo demás, el modernismo apoya buena parte de su sensualidad en un uso marcadamente musical del verso y en una métrica pulida de manera artesanal. Y en el plano temático –por denominarlo de algún modo– no faltan las apelaciones a figuras mitológicas ni localizaciones exóticas (medievales, orientales), propias de estos espíritus evasivos, sedientos de belleza pura y participantes de un dandismo irrenunciable en tanto vida nocturna, rupturas de la moral y distancia burguesa. Una y otra vez esta disipación de muchos de sus creadores –que no es otra cosa que la devolución que el artista hace de sí mismo en el contexto burgués, en oposición o asimilándose al ritmo de la historia– ha encontrado eco en la figura diletante que evoca la frase “los años locos”, identificados con una visión de “el arte por el arte”.

“El estilo modernista resultaba así exquisito, matizado, sorprendente, por ejemplo, en los colores, no se usaban los acostumbrados elementales sino una detalladísima paleta (“un matiz crisoberilo”, dice Lugones de un crepúsculo; “glauco”, era otro color predilecto para unos ojos y para el mar). Pero, además, ese lenguaje refinado se hizo capaz de encontrar nuevas bellezas en lo conversacional, incluso con ironía, y a veces recurriendo a lo vago, a lo impreciso –al modo de Verlaine–, todo ello con reciente pretensión de perfección artística”, describe José María Valverde, que rescata la poesía “honda” que produjo en ocasiones el movimiento, más allá de cierta superficialidad.

Lo cierto es que desde el punto de vista de los procedimientos el modernismo echó mano de la experimentación, y consolidó algunas búsquedas que llegaron a identificarlo en la historia literaria, como la plasticidad de las imágenes y la oxigenación de la retórica métrica. Por supuesto que, como sus antecesores simbolistas y parnasianos, estaba reaccionando contra el gran enemigo contemporáneo: el realismo, que había llevado las de ganar en el recetario decimonónico. Años más tarde buena parte de las vanguardias reaccionarían contra las estetizaciones de este período, pero la apertura formal dejó su huella en tanto llevó adelante un impulso liberador y en algún sentido intrépido, que se internalizó en los hábitos poéticos (¿no serán los vanguardistas caligramas de Apollinaire deudores de esta conquista?).

Como se dijo, modernismo, según los idiomas y las tradiciones culturales que utilicen ese término refiere a diferentes momentos históricos (modernism, durante la primera mitad del siglo xx, aludió solo a los movimientos vanguardistas de las primeras décadas). Sin embargo, estas referencias a la palabra modernismo se tocan entre sí: la novelista inglesa Virginia Woolf es considerada modernista a pesar de que lo mejor de su obra apareció entrados los años veinte (La señora Dalloway en 1925, Al faro en 1927, y Orlando: una biografía en 1928), esto es, cuando el movimiento hispanoamericano comandado por el nicaragüense Rubén Darío era una memoria apenas perpetuada por epígonos como Leopoldo Lugones.

 

Virginia Woolf

 

 

 

 

 

 VIRGINIA WOOLF

 

 

 

 

 

 

 

Pero aun cuando distingamos una distancia temporal e incluso idiomática, con todo existen puntos en común que reconocen los mismos valores: una cuota fuerte de lirismo en la prosa, el refinamiento de las formas a través del virtuosismo estilístico, y el abandono de las convenciones realistas como modelo literario, más un fuerte apego por la experimentación. No hay que descuidar entonces esta asociación, a pesar de que la lengua castellana restringió el alcance del término modernismo al lapso comprendido a grandes rasgos entre 1890 y 1910 (en Francia se lo denominó Art Nouveau y en los países anglosajones Modern Style: tal vez la ausencia de autores de relieve desdibujó el peso de estos motes en el terreno literario), y en todo caso se valió de la palabra modernidad para englobar ese proceso social más amplio que en los centros culturales de Occidente abarca casi un siglo y cuyo final se sitúa durante la década de 1960-1970.

Pero en la Belle Époque, el período que nos atañe, los avances tecnológicos y las consecuencias racionalistas que trajeron aparejadas –no solo en el plano científico– habían puesto en jaque a las tradiciones y a cualquier murmullo de autoridad que viniese del pasado. Es el momento de la experimentación y de la novedad: se impone una conciencia del artificio frente a las representaciones realistas, ganan terreno la paradoja y el indeterminismo frente a las certezas filosóficas, científicas y religiosas; los recursos técnicos dan cuenta de un fraccionamiento en la percepción y el arte apela ahora a la yuxtaposición y al montaje. Por lo demás, el imaginario cultural es un campo propicio para discutir la autonomía del arte en tanto dador de felicidad por sí mismo –en términos de apariencia estética–, idea que colapsará años más tarde cuando las vanguardias intenten deshacerse de este blindaje de la obra artística y disparen fuerte contra lo que debates posteriores –la discusión entre Theodor Adorno y Walter Benjamin, ya más avanzado el siglo xx, rondará la cuestión y la expandirá por décadas– dieron en llamar el aura en el arte, el culto a su insularidad.

Estamos frente al ocaso de los subjetivismos fuertes que el arte había arrastrado durante el siglo xix (el romanticismo), y en cierta forma la relación del yo con la experiencia se fragmenta y atomiza. “Para el artista moderno no se trata de un retorno nostálgico a la integridad del yo anterior a los procesos de modernización, sino a una tensión dialéctica con lo contingente, lo transitorio, lo fugitivo”, grafica Gonzalo Aguilar en su notable ensayo “Modernismo”. “Desde el punto de vista histórico, esta descomposición de la subjetividad se reformula, en el campo artístico, con las matrices de antipsicologismo y el antirromanticismo propios del modernismo y con la convicción de que la lógica evolutiva era inherente al material y no dependía de las consideraciones subjetivas”, agrega Aguilar. En este marco algunos movimientos estéticos incubarán la noción de procedimiento como herramienta favorita, y pensarán su arte como producto de un mecanismo que prescinde –de ser esto posible, ya sabemos que el siglo xx es el siglo de las paradojas– incluso del mismo artista. Es que dentro de un estado de cosas que llena los ojos de progresos mecánicos y robustece la intensidad social con la presencia de los movimientos obreros y sus reclamos y luchas (entre otras variables), el retraimiento de la subjetividad del creador derivará en una suerte de jerarquización de los materiales. Las vanguardias harán uso y abuso de este método. Peter Bürger indagará esta situación incierta del artista moderno dentro del contexto desfavorable para la subjetividad, en su reconocido trabajo Teoría de las vanguardias.

Una vez más: los matices de un término como modernismo se invisten de vectores a veces hasta contradictorios. Sin embargo está claro que el colapso de la representación realista, tal como venía siendo concebida en el siglo xix, y el auge de la autorreflexión artística, que abrió el menú de la modernidad (Arnold Hausser y Octavio Paz han coincidido en señalar el efecto duplicador de realidades que inauguró el modernismo, la ausencia de lo real es en este sentido básica para pensar la noción de autonomía), fueron dos hitos de un cambio estético que se diría estructural. Los personajes no tienen una historia con integridad exterior, ni se respeta la sucesión cronológica, ni hay un mundo externo de mucho peso. En el formidable análisis que lleva adelante Eric Auerbach acerca de la literatura de Virginia Woolf, se percibe cómo modalizó la literatura este proceso a través de diferentes técnicas narrativas. Escribe en su libro Mímesis a propósito de la novelista inglesa: “Tan lejos se lleva este procedimiento que no parece existir en absoluto un punto de vista exterior a la novela, desde el cual puedan ser observados sus hombres y los acontecimientos, como tampoco parece existir una realidad objetiva, diferente de los contenidos de conciencia de los personajes. (…) El episodio está narrado objetivamente, pero en cuanto a su interpretación, del descenso de tono se deduce que el autor no contempla a Mrs. Ramsay con ojos seguros, sino inquisitivos, lo mismo, exactamente, que cualquier personaje de la novela que hubiera visto a Mrs. Ramsay en la situación descrita y hubiera oído las palabras en cuestión”. Hay un estado de cosas que ha perdido la confianza en una integración orgánica de la realidad. Desde entonces todos hemos sido contemporáneos de esta incertidumbre, acaso todavía hoy.

 

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