FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Germinal

II. La belle époque y el capitalismo global


Germinal







LA PORTADA DE LA PRIMERA EDICIÓN FRANCESA








LA ESCENA RESUME LOS MOMENTOS MÁS ÉPICOS DE LA NOVELA: EL COMBATE A LADRILLAZOS, LOS MINEROS MUERTOS, EL ATAQUE DEL EJÉRCITO A LA MINA Y EL ACCIDENTE DEL PEQUEÑO JEANLIN.


“[…] Ya el crepúsculo oscurecía la habitación; serían las cinco cuan-do un estruendo espantoso estremeció al señor Hennebeau, que continuaba con los codos encima de los papeles, silencioso, inmóvil, inerte. Creyó que llegaban ya los dos miserables. Pero el tumulto aumentaba; estalló una gritería espantosa, terrible, imponente, y en el instante en que se asomaba a la ventana, oyéronse gritos de:

— ¡Pan, pan, pan!

Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo en un ataque contra la Voreux, galopaban de espaldas adonde hacían falta, para ocupar militarmente la referida mina.

Precisamente a dos kilómetros de las primeras casas, un poco más allá del sitio donde cruzaban la carretera y el camino de Vandame, la señora de Hennebeau y las señoritas a quienes acompañaba, acababan de ver pasar las turbas de huelguistas amotinados. El día en Marchiennes había transcurrido alegre-mente; habían tenido un buen almuerzo en casa del director de la fábrica; luego una interesante visita a los talleres de una fábrica contigua, que les ocupó toda la tarde; y cuando al fin regresaban a su casa a la caída de la tarde de aquel sereno día de invierno, Cecilia había tenido el capricho de beber un vaso de leche al pasar por una casa de campo. Todos se apearon del carruaje; Négrel echó pie a tierra también, mientras la campesina, admirada de verse favorecida por aquellos señores, se apresuraba a servirlos, y decía que deseaba sacar un mantel limpio para ponerles la mesa. Pero como Lucía y Juana querían ver ordeñar la leche, fueron todos al establo con vasos, y se divirtieron mucho, llenando cada cual su vaso directamente de la ubre.

La señora de Hennebeau, con aquel aire maternal que no abandonaba nunca, tocaba apenas con los labios el borde del vaso. De pronto un ruido extraño, un rugido de tempestad que sonaba en el campo, los puso en cuidado.

—¿Qué será eso? —dijeron.

El establo, que se hallaba fuera de la granja y casi a orillas de la carretera, tenía una puerta muy grande para carros. Las jóvenes sacaron por allí la cabeza, y se quedaron asombradas al ver, allá a lo lejos, por la izquierda, una muchedumbre compacta y agitada, que desembocaba por el camino de Vandame.

—¡Diablo! —murmuró Négrel, asomándose a su vez—. ¿Si acabará esta gente por enfadarse de verdad?

—Probablemente son los carboneros que vuelven a pasar —dijo la mujer de la granja—. Ya van dos veces que los vemos. Parece que las cosas no van bien, y que son los amos de toda la comarca.

Hablaba con temerosa prudencia, observando en los rostros de aquellos señores el efecto de sus palabras; y cuando se dio cuenta del espanto de todos, la profunda ansiedad que les producía aquel encuentro, se apresuró a añadir:

—¡Qué canallas! ¡Qué infames!

Négrel, viendo que era demasiado tarde para tomar el carruaje otra vez y llegar a Montsou, dio orden al cochero de que metiese el coche en el corral de la granja, que era buen escondite, y él mismo ató allí su caballo, al cual tenía un chiquillo de la brida. Cuando volvió a reunirse con las señoras vio que su tía y las tres jóvenes, asustadísimas, se disponían a seguir a la mujer de la granja, quien les ofrecía esconderlas en su casa. Pero el ingeniero opinó que estaban allí más seguros, porque nadie había de irles a buscar a la cuadra. La puerta cochera sin embargo cerraba muy mal, y tenía tales rendijas, que desde dentro podía verse fácilmente cuanto ocurría en el camino.

—¡Vamos, valor! —dijo Pablo, tratando de echar a broma aventura tan desagradable—. ¡Venderemos cara la vida, si es necesario! —añadió sonriendo.

Pero la broma agrandó el miedo de las señoras. El estrépito y la gritería iban en aumento. Nada se veía aún; pero del camino

vacío parecía soplar un viento de tempestad, semejante a esas ráfagas bruscas que preceden a las grandes tormentas.

—No, no quiero ver nada —dijo Cecilia, escondiéndose detrás de un montón de paja, y tapándose los ojos con las manos, como hacía para no ver los relámpagos en los días de tormenta.

La señora de Hennebeau, muy pálida, encolerizada contra aquellas gentes, que por segunda vez le echaban a perder un día de diversión, permanecía inmóvil, con cara adusta y expresiva mirada de cólera, mientras Lucía y Juana a pesar de su temblor aplicaban los ojos a las rendijas, deseosas de no perder nada del espectáculo que se preparaba.

Los rugidos de los amotinados crecían; Juan apareció delante de todos, imitando con la bocina extraños toques de corneta.

—Coged los pomitos de sales, que el pueblo huele bastante mal —murmuró Négrel, quien, a pesar de sus ideas republicanas, gustaba de bromear con las señoras a costa de la gente baja.

Pero aquel chiste suyo se perdió en el huracán de gestos y de gritos. Habían aparecido las mujeres, ¡cerca de mil mujeres!, con los cabellos desgreñados por la violencia de la carrera, enseñando la carne, mal tapada por sus andrajosas faldas. Algunas llevaban criaturas de pecho en brazos, y las levantaban en alto, agitándolas como si fuesen una bandera de duelo y de venganza. Otras, más jóvenes, blandían palos, mientras las más viejas, horribles de miseria y de cinismo, gritaban con tal furia, que las venas y los músculos del cuello se les señalaban como si fueran a romperse. Y detrás de ellas llegaron los hombres, dos mil locos furiosos, aprendices, cortadores de arcilla, carga-dores; una masa compacta, movida por el mismo impulso, compuesta de individuos que se apiñaban de tal suerte, que no se distinguía ni los descoloridos calzones, ni las blusas desgarradas y sucias, confundidos con el color terroso del camino. Todos los ojos chispeaban, no se veían más que los negros agujeros de las bocas abiertas para entonar La Marsellesa, cuyas estrofas se perdían en un rugido colosal y confuso, acompañadas por el ruido acompasado que producían los zuecos en el endurecido suelo de la carretera. Por encima de las cabezas, entre el bosque de barras de hierro y de palos agitados Curiosamente, se distinguía un hacha; ésta, que era la única arma que llevaban, era como el estandarte de aquella horda salvaje, y presentaba, al destacarse sobre el fondo azul del cielo el perfil de la cuchilla de una guillotina.

— ¡Qué caras tan terribles! —balbuceó la señora de Hennebeau.

Négrel se esforzaba por sonreír todavía; pero el miedo se iba apoderando de él, y sólo pudo decir entre dientes:

— ¡Qué el diablo me lleve, si conozco a uno solo de ellos! ¿De dónde saldrán esos bandidos?

Y, en efecto, el furor, la cólera y el hambre, aquellos dos meses de terribles sufrimientos y aquella vertiginosa carrera que du-raba ya muchas horas, habían convertido los pacíficos semblantes de los mineros de Montsou en verdaderos hocicos de fiera. En aquel momento se ocultaba el sol, y sus últimos rayos, de un púrpura sombrío, parecieron ensangrentar la llanura.

— ¡Oh! ¡Soberbio, magnífico! —dijeron a media voz Lucía y Juana, despierto su artístico entusiasmo ante la grandiosidad y el horror del cuadro.

Sin embargo, ambas temblaban, y habían retrocedido hasta colocarse junto a la señora de Hennebeau, que estaba apoyada en una cuba vacía. La idea de que bastaba una mirada por cualquier rendija de aquella puerta desvencijada para que las asesinasen, las tenía a todas sobrecogidas de espanto. Négrel, que era valiente, y de ordinario muy sereno, se sentía presa ahora de espanto, de uno de esos espantos indescriptibles que inspiran los peligros desconocidos. Cecilia, oculta tras un montón de paja, no se movía. Y las otras, a pesar de su deseo de apartar la vista del terrible cuadro, no lo lograban, sin embargo, y se-guían mirando hacia la carretera.

Era aquello la sangrienta visión del movimiento revolucionario que acabaría con todos fatalmente cualquier noche de fines de este siglo. Sí; una noche el pueblo, harto de sufrir, desenfrenado, galoparía de aquel modo en horrible tumulto de aquelarre, recorriendo los caminos y las ciudades y bebería la sangre de los burgueses, paseando sus cabezas y robando el oro de sus arcas. Las mujeres chillarían como furias, los hombres abrirían sus bocas de lobo para devorarlo todo. Sí; se verían los mismos andrajos, el mismo ruido cadencioso e imponente de pisadas, el mismo estrépito horroroso cuando aquel bárbaro torrente des-bordado barriese la sociedad actual. Las llamas de los incendios alumbrarían el mundo, en las ciudades no quedaría piedra sobre piedra, y volverían a la vida salvaje de los bosques, después de haberse hecho dueños del universo en una noche. No habría nada de lo que hay ahora, ni una sola fortuna, ni un solo prestigio de los que ahora nos gobiernan, ni un título que diese derecho a las actuales posesiones hasta que tal, vez apareciese una sociedad nueva. Sí; aquellas cosas que veían pasar por el camino, eran para ellas una profecía terrible.

De pronto, un grito inmenso dominó los acordes de La Marsellesa. —¡Pan, pan, pan! —aullaban tres mil voces a la vez.

Négrel se puso más pálido de lo que estaba; Lucía y Juana se abrazaron a la señora de Hennebeau, a quien apenas podían sostener sus piernas temblorosas. ¿Sería aquella la noche del derrumbamiento de la sociedad? Y lo que vieron en aquel instante acabó de horrorizarías. Ya habían pasado la mayor parte de la columna de revoltosos, y estaban pasando los rezagados. De pronto apareció la Mouquette. Se iba quedando atrás, por-que se detenía a mirar por las ventanas y por las verjas de los jardines en las casas de los burgueses; y cuando descubría a uno de éstos, no pudiendo escupirle al rostro, le enseñaba lo que para ella era el colmo del desprecio.

Sin duda en aquel momento vería a alguno, porque, levantándose las faldas, y encorvándose hacia adelante, mostró la parte posterior de su cuerpo, completamente desnuda, a la luz de los últimos rayos del sol. Tal espectáculo, en aquellas circunstancias, no causaba risa, sino, al contrario, espanto.

Todo desapareció: los huelguistas avanzaban en dirección a Montsou. Entonces sacaron el carruaje del corral donde estaba escondido; pero el cochero no osaba asumir la responsabilidad de llevar a casa a las señoras sin que ocurriese una catástrofe si los huelguistas seguían ocupando la carretera. Y lo malo era que no había otro camino.

—Pues es preciso, sin embargo; nos marchamos, porque nos espera la comida —exclamó la señora de Hennebeau, fuera de sí, y exasperada por el miedo—. Esta canalla ha elegido para sus fecharías una tarde en que tenemos convidados. ¡Haga usted bien a esta gentuza!

Lucía y Juana estaban ocupadas de sacar de entre la paja a Cecilia, que, muerta de miedo, creía que los salvajes no habían acabado de pasar, y que insistía en no ver nada de aquello. Por fin, todos ocuparon sus sitios en el carruaje. Négrel montó a caballo, y tuvo la idea de que fuesen por las ruinas de Réquillart.

—Ve despacio —dijo al cochero—, que el camino está atroz. Si al llegar allí tropezamos con grupos que nos impidan tomar de nuevo el camino real, te detienes detrás de la mina antigua, y desde allí iremos hasta casa a pie, y entraremos por la puertecilla del jardín, mientras tú te llevas el coche y los caballos a cualquier posada.

Se pusieron en marcha. Los huelguistas llegaban en aquel momento a Montsou. Los habitantes del pueblecillo después de haber visto pasar varios destacamentos de dragones y gendarmes, estaban muy agitados y llenos de miedo. Circulaban de boca en boca historias espantosas, y se hablaba de pasquines, en los cuales se amenazaba con la muerte a todos los burgueses; aún cuando nadie los había visto ni leído, muchos citaban frases textuales de ellos. En casa del notario, sobre todo, el pánico estaba en su colmo, porque acababan de recibir, por correo, un anónimo, anunciándole que en su cueva había dispuesto un barril de pólvora para hacer volar la casa si no se ponía en favor del pueblo.

Precisamente los señores Grégoire, que habían prolongado su visita por hallarse en la casa al recibo del anónimo, lo discutían, lo analizaban, suponiendo que era una broma de cualquier mal intencionado cuando de pronto el espantoso vocerío de las turbas de mineros acabó de conmocionarlos a todos. El matrimonio Grégoire sonreía, se asomaba por detrás de los cristales del balcón levantando los visillos, negándose a creer en una desgracia, y persuadidos de que todo se arreglaría amistosa-mente. Acababan de dar las cinco, y tenían tiempo de esperar a que la calle estuviese despejada, para atravesarla hasta la acera de enfrente y entrar en casa del señor Hennebeau, donde los aguardaban a comer, y donde debían reunirse con Cecilia. Pero en todo Montsou no había nadie que participase de su con-fianza: las puertas y ventanas eran cerradas con violencia, y las gentes corrían fuera de sí en todas direcciones. Al otro lado de la calle vieron a Maigrat, que cerraba cuidadosamente su almacén, tan pálido y tan tembloroso que no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de su mujer.

Las turbas acababan de detenerse frente a la casa del director, gritando con más fuerza que nunca:

— ¡Pan, pan, pan!

El señor Hennebeau, en pie, detrás de la vidriera del balcón de su despacho, tuvo que retirarse cuando llegó Hipólito asustado a cerrar las maderas, por temor de que al verle rompieran a pedradas los cristales. Cerró de igual modo los balcones del piso bajo y después los del principal.

Maquinalmente, el señor Hennebeau, que lo quería ver todo, subió al segundo piso, al cuarto de Pablo: era el que estaba mejor situado, porque desde allí se descubría la carretera hasta los talleres de la Compañía y se colocó detrás de la persiana para dominar las turbas. Pero la vista de aquélla alcoba le hacía tanto daño, ahora que estaba arreglada y con la cama hecha, como cuando la visitara aquella mañana.

Toda su rabia de entonces, la terrible batalla librada en su interior durante la tarde entera, se convertía en un gran cansancio, en una fatiga abrumadora. Su corazón estaba ya como la alcoba, refrescado, en buen orden, barrido de las basuras de aquella mañana, vuelto a su corrección habitual. ¿A qué un escándalo? ¿Acaso había sucedido algo nuevo en su vida conyugal? La única novedad era que su mujer tenía un amante más; y, francamente, la circunstancia de que éste fuese su sobrino, apenas agravaba el hecho; tal vez, por el contrario, pre-sentaba la ventaja de cubrir las apariencias. Tenía lástima de sí mismo al recuerdo de sus celos. ¡Qué ridiculez haber dado puñetazos a la cama! Puesto que había tolerado a otros antes, toleraría ahora a éste. Todo se reducía a un poco más de desprecio. Se hallaba emponzoñado por una amargura horrible: la inutilidad de todos sus esfuerzos, el eterno dolor de su existencia, la vergüenza de sí mismo al pensar que adoraba a una mujer que le abandonaba de tan indigna manera.

Al pie de los balcones los gritos redoblaron con violencia. — ¡Pan, pan, pan!

— ¡Imbéciles! —dijo el señor Hennebeau entre dientes y llevándose una mano al corazón.

Oía que le injuriaban porque tenía un gran sueldo, que le llamaban holgazán y canalla; que se hartaba de comida, mientras el obrero se moría de hambre. Las mujeres habían visto la cocina, y se desencadenó entre ellos una tempestad horrible de imprecaciones contra el faisán que estaba en el horno, contra las salsas, cuyo olor sabroso excitaba sus estómagos vacíos. ¡Ah!, ¡era preciso asesinar a los canallas de los burgueses, que se llenaban de champán y de trufas hasta reventar!

— ¡Pan, pan, pan!

— ¡Imbéciles! —repitió Hennebeau—. ¿Soy yo acaso dichoso?

Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimientos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer faisán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también verse muerto de hambre, con el vientre vacío, con el estómago atormentado por los calambres; tal vez aquello mataría su eterno dolor. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la más sucia y ser capaz de contentarse con eso! ¿Qué más felicidad?

—¡Pan, pan, pan! —gritaban las turbas.

Entonces él se exaltó, y exclamó furioso, casi dominando el tumulto: — ¡Pan! ¿Basta con eso, imbéciles?

Él tenía pan, y no por eso sufría menos. Su desdichada suerte conyugal, su vida de continuo dolor, se le subía a la garganta, como si fuesen a ahogarlo. No se adelantaba nada con sólo tener pan. ¿Quién sería el idiota que cifraba la dicha de este mundo en el reparto de la riqueza? Esos estúpidos revolucionarios podían demoler la sociedad, y fundar otra; pero no darían a la humanidad ni un solo goce más, ni le ahorrarían un solo pesar, asegurando a todos el pan. Por el contrario, aumentarían las desventuras de la tierra, y hasta harían rabiar a los perros de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. No: la felicidad verdadera consistía en no ser y, ya que se fuese, en ser árbol o piedra; menos aún, grano de arena, que no se siente dolorido al ser pisado por la planta del hombre.

En aquella exasperación de su tormento las lágrimas arrasaban los ojos de Hennebeau y empezaban a resbalar por sus mejillas. El crepúsculo había ya envuelto en tinieblas la carretera, cuando multitud de piedras empezaron a ser lanzadas contra la fachada de la casa. Sin odio hacia aquellos seres hambrientos, rabioso solamente por la herida de su corazón, que manaba sangre, el infeliz seguía murmurando, mientras enjugaba sus lágrimas:

— ¡Imbéciles! ¡Qué partida de idiotas!

Pero el grito de la muchedumbre hambrienta lo dominó todo con su aullido de tempestad.

—¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!

Esteban, a quien las bofetadas de Catalina habían sacado de su embriaguez, continuaba al frente de los amotinados. Pero al mismo tiempo que con voz enronquecida los lanzaba sobre Montsou, otra voz resonaba en él, un grito de razón y de justicia, que lo asombraba, pidiéndole cuentas de todos aquellos desmanes. Él no había deseado nada de aquello: ¿cómo era que, habiendo salido para Juan—Bart con objeto de obrar prudentemente y con frialdad evitando todo desastre, acababa el día, después de haber caminando de violencia en violencia, asaltando la casa del director, o sitiándola al menos?

Y él, sin embargo, era quien acababa de gritar: "¡Alto!" Es verdad que su objeto principal había sido proteger los talleres de la Compañía, que los huelguistas intentaban destruir. Y ahora que veía a las turbas apedreando la fachada del hotel, discurría, buscaba, sin encontrarla, una víctima legítima sobre la cual lanzar sus huestes para evitar mayores males. Precisa-mente estaba pensando en su impotencia, allí en medio del camino, cuando un hombre le llamó desde la taberna de Tison, cuya mujer se había apresurado a cerrar desde que llegaron los amotinados, si bien dejando libre media puerta de calle.

—Soy yo: oye un momento.

Era Rasseneur. Veinticinco o treinta individuos, entre mujeres y hombres, casi todos ellos del barrio de los Doscientos Cuarenta, que se quedaran por la mañana en sus casas y que habían ido por la tarde al pueblo con objeto de saber noticias, habían invadido la taberna al acercarse los amotinados. Zacarías ocupaba una mesa con Filomena, su mujer. Más allá Pierron y la suya, vueltos de espalda, ocultaban la cara. Nadie bebía, no habían hecho más que buscar allí un refugio.

Cuando Esteban vio que era Rasseneur, le volvió la espalda, y no se detuvo hasta que oyó decir a éste:

—Te molesta verme, ¿no es verdad?... Bien te lo predije. Ya empiezan las dificultades. Ya podéis ahora pedir pan, que lo que os darán será plomo.

Entonces Esteban volvió sobre sus pasos, y contestó:

—Lo que me molesta, son los cobardes que se cruzan de brazos, viéndonos exponer el pellejo.

— ¿Tienes idea de robar ahí enfrente? —preguntó Rasseneur.

—No tengo más idea que la de estar con mis compañeros hasta el final, dispuesto a morir con ellos.

Y Esteban se alejó, desesperado, dispuesto, en efecto, a dejarse matar. Al salir a la calle, tropezó con dos chicuelos que se disponían a tirar piedras, y después de pegarles un soberbio pun-tapié a cada uno empezó a gritar a sus compañeros, diciéndoles que romper los vidrios no conducía a nada.

Braulio y Lidia, que se habían juntado con Juan, aprendían de éste a manejar la honda, y cada cual tiraba una piedra apostando a quién haría más daño. Lidia acababa de tener la torpeza de herir con una piedra a una de las mujeres del grupo de amo-tinadas, y los dos muchachos se reían de la gracia, en tanto que el viejo Mouque y su amigo Buenamuerte, sentados en un banco, les miraban con la mayor tranquilidad. Las piernas hinchadas de Buenamuerte le sostenían tan mal, que con mucho trabajo había podido arrastrarse hasta allí, sin que nadie comprendiera qué curiosidad le llevaba a presenciar aquel espectáculo, porque estaba en uno de esos días en que no era posible sacarle una palabra del cuerpo.

Ya nadie obedecía a Esteban. Las piedras, a pesar de sus órdenes, seguían lloviendo, y él se admiraba de ver a aquellos brutos sacados con tanto trabajo de su apatía, para luego convertirse en fieras terribles a quien nadie podía contener. Toda la antigua sangre flamenca estaba allí, esa sangre que necesita meses y meses para calentarse, pero que, una vez caliente, se entrega a los más terribles excesos, sin oír consejos, hasta que la bestia se ve harta de atrocidades. En los países meridionales las turbas se inflaman con más facilidad, pero cometen menos excesos. Esteban tuvo que reñir con Levaque para arrancarle el hacha; y no sabía cómo componérselas con Maheu, que tiraba piedras con las dos manos. Sobre todo, las mujeres le daban miedo: la de Levaque, la Mouquette y todas, presas de furor homicida, aullando como perros, con los dientes y las uñas fuera, excitadas por la Quemada, que las dominaba a todas, gracias a su elevada estatura, tenían el aspecto feroz.

Pero hubo un momento de tregua: una sorpresa de un minuto determinó la calma, que todos los ruegos y las órdenes de Esteban no consiguieran obtener. Era que los Grégoire se decidían a despedirse del notario para entrar en casa del director, y parecían tan tranquilos, tan confiados como si sólo se tratara de una broma de los mineros, cuya resignación les estaba dando de comer hacía un siglo, que los revoltosos asombrados, con-movidos, cesaron, en efecto, de tirar piedras, por miedo de que alguna lastimase a aquellos dos viejos que se presentaban como llovidos del cielo. Los dejaron entrar en el jardín, subir la escalinata, llamar a la puerta tranquilamente, y esperar con la misma tranquilidad, porque tardaban en abrirles. Precisamente en aquel momento Rosa, la doncella, volvía de su paseo, son-riendo con amabilidad a los obreros, a los cuales conocía perfectamente, porque era hija de Montsou. Ella fue la que, a fuerza de puñetazos y golpes, obligó a Hipólito a entreabrir la puerta de la casa. Ya era tiempo, porque en aquel momento empezaba a llover piedras otra vez. La muchedumbre, vuelta de su sorpresa, gritaba con más furor:

— ¡Mueran los burgueses! ¡Viva el socialismo!

Rosa continuaba sonriendo en el vestíbulo de la casa, como si le divirtiese la aventura, y decía al criado, que tenía un susto mayúsculo:

— ¡Si no son malos! ¡Los conozco bien!

El señor Grégoire colgó con la mayor calma su sombrero en la percha de la antesala, y después de ayudar a su mujer a quitarse el abrigo, dijo a su vez:

—Realmente, en el fondo no tienen malicia. Así que se harten de gritar, se irán a comer, y lo harán con más apetito.

En aquel momento el señor Hennebeau bajaba del segundo piso. Había visto lo ocurrido, y salía a recibir a sus convidados con su habitual frialdad y cortesía. Solamente la palidez de su semblante acusaba la agitación pasada. Se había dominado, y en él ya no quedaba más que el ingeniero, el administrador correcto y decidido a cumplir con deber.

—Todavía no han venido las señoras —dijo, después de saludar.

Por primera vez, los señores Grégoire se sintieron inquietos. ¡Que no había vuelto Cecilia! ¿Y cómo entraría en la casa, si seguía la broma de los mineros?

—He pensado en hacer despejar la carretera —añadió el señor Hennebeau—. Pero, por desgracia, estoy solo, y no sé a dónde mandar al criado para que vengan cuatro soldados y un cabo que echen de ahí a esos canallas.

Rosa, que continuaba en la antesala, se atrevió a decir:

— ¡Oh, señor! ¡Si no son malos!

El director movía la cabeza, en tanto que el tumulto aumentaba la calle y las pedradas contra la fachada seguían sin cesar.

—Yo no les odio, porque de sobra comprendo lo que es el mundo, y se necesita ser todo lo bruto que ellos son para creer que nosotros tenernos interés en acrecentar sus desdichas. Pero mi deber es restablecer el orden. ¡Y pensar que, según dicen, hay gendarmes en el pueblo, y que no he visto ni uno siquiera desde esta mañana!

Se interrumpió y, dirigiéndose a la señora Crégoire, añadió con su habitual cortesía:

—Pero, por Dios, señora no estemos aquí: pasen al salón, y que enciendan las luces.

La cocinera llegaba en aquel momento exasperada, y los de-tuvo en el vestíbulo algunos minutos más. La pobre iba a manifestar que no aceptaba la responsabilidad de la comida, por-que estaba esperando unas cosas de casa del pastelero de Marchiennes, que le debían haber llevado a las cinco. Indudable-mente el mozo de la pastelería se habría quedado en el camino, asustado del motín. Quizás le habrían robado lo que llevaba. De todos modos ya estaba advertido el señor; prefería tirar la comida, a presentarla mal por causa de los revolucionarios.

— ¡Un poco de paciencia! —dijo el señor Hennebeau—. No se ha perdido nada todavía; tal vez venga el pastelero un poco más tarde.

Y al volverse otra vez a la señora Grégoire, abriendo él mismo la puerta del salón, quedó muy sorprendido al ver sentado en el banco de la antesala a un hombre a quien no había visto hasta aquel momento. Al reconocerle, exclamó:

— ¡Hola! ¿Es usted, Maigrat? ¿Pues qué pasa?

Maigrat se había puesto en pie, y entonces se vio su semblante descolorido, pálido, lívido de espanto. Había perdido su as-pecto de hombre bonachón, y dijo que se había atrevido a entrar en casa del director para reclamarle ayuda y protección, si aquellos bandidos atacaban su almacén.

—Ya ve usted que yo mismo estoy amenazado —contestó el señor Hennebeau—, y que no tengo medios de defensa. Mejor habría hecho usted en quedarse en su casa para guardar la tienda.

— ¡Oh! Lo he cerrado todo muy bien; y, además, he dejado allí a mi mujer.

El director se impacientó, sin disimular su desprecio. ¡Vaya una defensa que podría hacer aquella infeliz!

—Pues yo no puedo hacer nada. Defiéndase como pueda. Y le aconsejo que se vuelva enseguida a su casa, pues ya ve usted que están pidiendo otra vez pan... Oiga, oiga.

En efecto los gritos redoblaban, y Maigrat creyó oír su nombre. Entonces acabó de perder la cabeza. Era imposible volver a su casa, porque le matarían sin duda. Por otro lado, la idea de su ruina le volvía loco, y continuó con la cara pegada a la vidriera de la puerta, sudando, tembloroso, contemplando el desastre, mientras los Grégoire se decidían a entrar en el salón.

El señor Hennebeau afectaba hacer tranquilamente los honores de su casa. Pero en vano rogaba a sus convidados que se sentasen; la sala, cerrada, iluminada por dos quinqués, aun cuando no había anochecido, se llenaba de espanto a cada nueva acometida de los revoltosos. Allí dentro los bramidos de las turbas parecían más amenazadores por su misma vaguedad. Todos hablaban de aquella inconcebible revolución. El director se admiraba de no haber previsto nada; y tan mal montada tenía su policía, que se indignaba, sobre todo contra Rasseneur, cuya detestable influencia reconocía. Es verdad que pronto llegarían los gendarmes; porque era imposible que le abandonaran así. En cuanto a los señores Grégoire, no pensaban más que en su hija: ¡la pobre, que se asustaba tan pronto! Quizás al ver el peligro se habría vuelto a Marchiennes. Estuvieron esperando un cuarto de hora todavía, en medio del estruendo de las voces y de las pedradas. Aquella situación no era ya tolerable; el señor Hennebeau hablaba de salir a la calle, arrollar él solo a los grupos, y salir al encuentro del carruaje, cuando Hipólito se precipitó en el salón, gritando:

— ¡Señor, señor, que matan a la señora!

Como Négrel había temido, el carruaje no pudo salir de Réquillart, a causa de las amenazas de los amotinados. Al ver esto, se decidieron a andar a pie los cien metros que los separaban de la casa, para entrar por la puertecilla del jardín; el jardinero los oiría y les abriría. Al principio, estos planes salieron a pedir de boca; ya estaban la señora de Hennebeau y las tres muchachas junto a la puerta, cuando una porción de mujeres se abalanza-ron a ellas. Entonces todo se echó a perder. Nadie abrió la puerta: en vano Négrel había querido derribarla, y temiendo lo que iba a pasar, tomó el partido de coger a su tía y a sus amigas, y llegar a la entrada principal de la casa atravesando por entre los grupos. Pero aquella maniobra produjo una conmoción terrible en la muchedumbre: unos les impedían el paso, mientras otros, gritando desaforadamente, los perseguían, y otros ignoraban a qué atribuir la presencia de aquellos señores tan peripuestos, paseándose por entre los agitados grupos.

En aquel instante, la confusión fue tal, que se produjo uno de esos hechos que, después de pasados, no pueden explicarse. Lucía y Juana, que habían conseguido llegar a la entrada, penetraron en la casa con la protección de las criadas, que entre-abrieron la puerta para dejarles paso; la señora de Hennebeau había conseguido llegar detrás de ellas; por fin entró Négrel, y corrió los cerrojos, creyendo que todos estaban a salvo. Pero Cecilia no había entrado: había desaparecido, poseída de tal miedo, que, en vez de seguir a los demás, cayó al huir en medio de los grupos amenazadores.

Enseguida se oyó gritar:

— ¡Viva el socialismo! ¡Mueran los burgueses! ¡Mueran!

Algunos desde lejos creían que era la señora Hennebeau. Otros suponían que era una amiga de la mujer del director, a quien detestaban los obreros. Pero, de todos modos, importaba poco quien fuera; lo que producía exasperación era su vestido de seda, su abrigo de pieles y su sombrero adornado con plumas. Olía bien, llevaba reloj, y tenía un cutis finísimo, que jamás había tocado el carbón.

— ¡Espera —gritó la Quemada—, que te vamos a desnudar!

—A nosotros nos roban eso los muy puercos —añadió la mujer de Levaque—. ¡Se abrigan con pieles, mientras los demás nos morimos de frío!... ¡Andad, andad: ponedla en cueros, para que aprenda a vivir!

Entonces la Mouquette fue la más exaltada.

— ¡Sí, sí; y azotémosla luego!

Aquellas mujeres, en su salvaje rivalidad, se ahogaban, y alargaban el paso para llegar pronto, porque cada una de ellas deseaba llevarse algo de aquella señorita. Seguro que no estaba formada de distinto modo que las demás. Por el contrario: algunas que se cubrían con todos aquellos ringorrangos eran feísimas por dentro. La injusticia había durado mucho tiempo, y era necesario obligarlas a que se vistiesen como los obreros, y no permitirlas que gastaran un dineral en que les planchasen algunas enaguas.

La pobre Cecilia, en medio de aquellas fieras, tiritaba de miedo, sin poderse mover, y tartamudeando sin cesar la misma frase:

— ¡Señoras, por Dios; señoras, no me hagan daño!

Pero de pronto dio un grito terrible. Dos manos frías acababan de cogerla por el cuello. Eran las del viejo Buenamuerte, al lado del cual la habían llevado los empujones de las turbas. Parecía borracho de hambre, idiotizado por la miseria, recién salido, de una manera brusca, de aquella resignación suya, que duraba medio siglo, sin que se comprendiese a qué acceso de venganza obedecía. Después de haber expuesto varias veces su vida para salvar la de algunos compañeros sin temor al grisú y a los hundimientos, cedía a influencias misteriosas, que no se explicaban; a una necesidad de hacer daño; a la fascinación de aquel cuello blanco y finísimo.

— ¡No, no! —chillaban las mujeres—. ¡Ponedla en cueros! ¡Ponedla en cueros!

Cuando en la casa advirtieron la ausencia de Cecilia, Négrel y el señor Hennebeau abrieron nuevamente la puerta para lanzarse en auxilio de la pobre muchacha; pero la muchedumbre se apiñaba contra la puerta, y era muy difícil salir. Se había entablado una lucha terrible, que los Grégoire contemplaban asustados desde lo alto de la escalinata.

— ¡Déjala, viejo! ¡Es la señorita de la Piolaine!gritó brusca-mente la mujer de Maheu, al reconocer a Cecilia.

Esteban, por su parte, horrorizado de tales represalias contra una niña, se esforzaba por arrebatarla a aquellos energúmenos. En aquel momento tuvo una inspiración, y blandiendo el hacha, que arrancara poco antes de manos de Levaque, gritó con fuerza:

— ¡A casa de Maigrat!... ¡Allí hay pan! ¡Echemos abajo la tienda de Maigrat!

Y pegó un hachazo contra la ventana del almacén. Algunos le habían seguido, entre los cuales estaban Maheu y Levaque. Pero las mujeres se ensañaban contra Cecilia, que de las manos de Buenamuerte había caído en las garras de la Quemada. Li-dia y Braulio, dirigidos por Juan, trataban, andando a cuatro patas, de meterse debajo de sus faldas, para ver las piernas de aquella señorita. Ya empezaban a desnudarla, ya se oía rasgar la tela del vestido, cuando apareció un hombre a caballo, atropellando briosamente a cuantos no se quitaban pronto de en medio.

— ¡Ah!, ¡canallas, miserables, vais a matar a nuestras hijas ahora!

Era Deneulin que llegaba en aquel momento para comer en casa de Hennebeau. Manejando el caballo con gran habilidad, se abalanzó al grupo, cogió a Cecilia por la cintura, la subió hasta colocarla en el borde delantero de la silla, y atropelló de nuevo a los grupos, que se retiraban ante las brutales acometidas del caballo, que se había encabritado. Junto a la puerta del jardín continuaba la batalla. Pero él pasó arrollando a los amotinados. Aquel refuerzo inesperado libró a Négrel y a Hennebeau, que estaban en verdadero peligro; y mientras el joven ingeniero entraba en el hotel, sosteniendo a Cecilia, que estaba desmayada, Deneulin, que ayudaba a Hennebeau a defenderse, recibió una pedrada, que por poco le destroza el hombro.

—Eso es —gritó—; rompedme ahora los huesos, después de haberme roto las máquinas.

Y cerró rápidamente la puerta, contra la cual fueron a estrellarse cincuenta o sesenta piedras lanzadas con furia.

— ¡Perros rabiosos! —dijo Deneulin—. Si me descuido, me rompen la cabeza... Y no puede uno quejarse; pues, ¿qué van a hacer, si los muy brutos no saben otra cosa?

En el salón, Grégoire y su mujer lloraban, contemplando cariñosamente a Cecilia que iba recobrando el conocimiento. No le habían hecho nada, ni siquiera un arañazo; no había perdido más que el velo del sombrero. Pero su susto aumentó al ver allí a Melania, su cocinera, que subía a decirles que habían querido demoler la Piolaine. Llena de miedo se apresuraba a ponerlo en conocimiento de sus amos. Había entrado por la puerta entre-abierta en el momento de mayor tumulto sin que nadie notase su presencia; y en su interminable relato, aquella piedra de Juan que no había roto más que un cristal, uno sólo, se con-vertía en un verdadero bombardeo capaz de resentir todas las paredes. Los señores de Grégoire estaban aterrorizados al ver que querían matar a su hija y demoler su casa. ¡Luego era verdad que aquellos obreros les tenían odio porque vivían sin ha-cer nada y a costa de ellos!

La doncella Rosa, que había acudido con una toalla y un tarro de agua de colonia, repitió por tercera vez:

—Pues es muy raro todo esto, porque en realidad no son malos.

La señora de Hennebeau, sentada en un sillón, muy pálida, no lograba reponerse de su violenta emoción; y sólo pudo sonreír cuando oyó que todos felicitaban a Négrel. Parecía que no hubiera sido el señor Deneulin el salvador de Cecilia. Sobre todo, los padres de ésta daban calurosamente las gracias al joven, a quien ya consideraban como yerno suyo. El señor Hennebeau contemplaba aquella escena, yendo de su mujer al querido de ésta, a quien había pensado matar aquella mañana, y desde Négrel a la joven, destinada probablemente a desembarazarse pronto de su sobrino. No tenía prisa ninguna, porque le asustaba pensar dónde iría a parar su mujer: tal vez a caer en brazos de un lacayo.

—Y a vosotras, hijas mías —preguntó Deneulin a sus niñas—, ¿no os han roto nada?

Lucía y Juana tenían mucho miedo, pero, después de todo, estaban satisfechas de haber visto aquello, y, pasado el susto, reían de lo lindo.

— ¡Caramba! —exclamó su padre—. ¡Vaya un día el de hoy!... Si queréis dote, tendréis que ganarlo vosotras mismas; eso si no llega el caso de que os veáis obligadas a mantenerme.

Aunque con voz insegura, estaba bromeando; pero no pudo contener las lágrimas cuando sus dos hijas se echaron a su cuello, besándole cariñosamente.

El señor Hennebeau había oído aquella confesión de ruina, y una idea repentina acudió a su mente. Vandame, sin duda, sería al cabo de los de Montsou; aquello era su desquite, que le haría reconquistar el perdido favor de la Compañía. En todos los desastres de su vida se refugiaba en la estricta obediencia de las órdenes recibidas, porque, educado militarmente, tal conducta le servía de consuelo en sus pesares domésticos. Poco a poco, todos fueron tranquilizándose, y el salón, iluminado por los dos quinqués, fue adquiriendo su aspecto normal. ¿Qué sucedería en la calle? Porque ya no se oía a las turbas, ni tiraban piedras a los balcones; sólo se percibían murmullos imponentes, pero lejanos. Todos quisieron saber a qué atenerse, y salieron al vestíbulo con el fin de dirigir una mirada a la calle, a través de la vidriera. Las señoras de Hennebeau y de Grégoire, y las tres jóvenes, subieron al piso principal y procuraron ver lo que su-cedía, a través de las persianas.

— ¿No veis a ese canalla de Rasseneur a la puerta de la taberna de enfrente? —dijo el señor Hennebeau a Deneulin—. Es menester a todo trance deshacerse de él.

Y sin embargo no era Rasseneur, sino Esteban, quien derribaba a fuerza de hachazos las puertas de la casa de Maigrat. Y se-guía llamando a sus compañeros: ¿acaso lo que había allí dentro no era de los mineros? ¿Acaso no tenían el derecho de arrebatar lo que les pertenecía, a un ladrón que estaba explotándolos desde tiempo inmemorial, y que los mataba entonces de hambre, obedeciendo a órdenes de la Compañía? Poco a poco, todos fueron abandonando la casa del director, para acudir a la tienda antigua. El grito de: "pan, pan, pan" hendía nuevamente los aires. De seguro encontrarían pan detrás de aquella puerta. La rabia del hambre se apoderaba otra vez de ellos, como si bruscamente se hallaran sin fuerzas para esperar más, temerosos de caer desfallecidos en medio de la carretera. Tal era la aglomeración de gente, que Esteban temía herir a alguien, cada vez que levantaba el hacha para golpear la puerta.

Entre tanto, Maigrat, que había salido al vestíbulo del hotel, se refugió primero abajo, en la cocina; pero soñando con atenta-dos abominables contra su casa, no pudo contener su impaciencia y acababa de subir al jardín para ver lo que sucedía, cuando vio que, en efecto, asaltaban la tienda con horrible clamor en medio del cual se distinguía su nombre. No, no era una pesadilla; estaba despierto: contemplaba desde allí todo el espectáculo del pillaje de su propiedad. Cada hachazo de Esteban se lo daban en el corazón. Ya estaba casi rota la puerta; un momento más, y se apoderaban de la tienda. Allá en su imaginación reconstruía exactamente las escenas que iban a tener efecto; veía a todos aquellos bandidos rompiéndolo, destrozándolo todo, apoderándose de cuanto encontraban a mano, comiendo y bebiendo cuanto allí tenía, y acabando por quemar la casa. No, no era posible resignarse de aquel modo a contemplar su ruina; no, antes morir. Desde que se hallaba en el jardín, estaba viendo en una ventana de su casa, de las que daban a la fachada de detrás, la silueta de su pobre mujer, pálida y temblorosa, mirando a la calle a través de los cristales: indudable-mente esperaba resignada los golpes que sin duda iba a recibir. ¡La pobre estaba tan acostumbrada a padecer!

En aquella parte de la casa había un cobertizo, de tal suerte colocado, que desde el jardín era fácil llegar a él subiendo por la tapia del mismo: luego, no era tampoco difícil subir, con la ayuda de los árboles, hasta las ventanas de casa de Maigrat. Y la idea de tener que entrar de aquel modo le atormentaba con cierto remordimiento por haber salido de allí. Tal vez hubiera podido librarse de la muerte formando detrás de ella una barricada con los muebles; después podría recurrir a otros medios heroicos de defensa, tal como verter aceite o petróleo ardiendo desde las ventanas.

Pero aquel cariño a sus mercancías luchaba con su miedo cerval y su natural cobardía. De pronto, al oír un hachazo más fuerte que los demás, acabó de decidirse. La avaricia triunfaba: él y su mujer defenderían los sacos de provisiones hasta perder la última gota de su sangre.

Pero casi enseguida que se subió al techo del cobertizo se oye-ron gritos terribles:

— ¡Mirad, mirad!... ¡Ese ladrón está ahí arriba! ¡Al gato, al gato! —gritaban los amotinados.

Acababan de ver a Maigrat en el tejado del cobertizo. A impulsos de la extraña fiebre que le dominaba, y a pesar de su obesidad y pesadez, había trepado ágilmente por la tapia y se esforzaba por llegar a una ventana. Quizá lo hubiera conseguido, a no echarse a temblar de miedo que le alcanzara alguna piedra; porque las turbas, a las cuales ya no veía, seguían voceando en la calle:

— ¡Al gato, al gato!... ¡Hay que cazarlo!

Bruscamente, le faltaron las dos manos a la vez, y, cayendo como una bola, tropezó en la canal del tejado, y fue a dar en tierra, con tan mala suerte, que se abrió la cabeza en la caída. Quedó muerto en el acto. Su mujer, asomada a la ventana, pálida y temblorosa, continuaba mirando.

La primera impresión de la muchedumbre fue de estupor. Esteban se detuvo con el hacha entre las manos; Maheu, Levaque, todos los demás. olvidaban la tienda, con la cabeza vuelta hacia el sitio de la catástrofe, contemplando un hilo de sangre que salía de la frente del muerto. Cesaron los gritos, y en la semioscuridad del crepúsculo se produjo un silencio profundísimo.

De pronto empezó de nuevo la gritería. Eran las mujeres, las cual se habían precipitado hacia el muerto, presas de la embriaguez de la sangre, cuyas gotas veían.

— ¡Es verdad que hay Dios! ¡Ah, canalla; ya se acabó!

Rodeaban el cadáver todavía caliente, lo insultaban con sus carcajadas, llamándole canalla y granuja; escupían en la cara de aquel muerto el rencor producido por la vida de miseria y de hambre.

— ¡Yo te debía setenta francos!, pues ya estás pagado, ¡ladrón! —dijo la mujer de Maheu, más furiosa que todas las demás—. Ya no te negarás a fiarme... ¡Espera! ¡Espera!, ¡que todavía voy a darte de comer!

Con los diez dedos arañó la tierra y cogió dos puñados de ella, con los cuales le llenó la boca violentamente.

— ¡Toma!, ¡come, bribón!... ¡Toma!, ¡come, come, como nos devorabas antes!

Las injurias menudeaban, mientras el muerto, tendido boca arriba, miraba, inmóvil, con los ojos abiertos, la inmensidad del cielo, medio envuelto ya en tinieblas. Aquella tierra con que le llenaron la boca era el pan que se había negado a dar a los de-más, y ya no comería más que de aquel pan. En verdad que estaba pagando caro las infamias que había cometido con los pobres. Pero las mujeres deseaban vengarse todavía más.

— ¡Hay que destrozarlo!

— ¡Sí, sí! ¡Qué no queden ni señales de ese cuerpo! ¡Nos ha hecho mucho daño!

La Mouquette empezó a quitarle los pantalones, ayudada por la de Levaque, que levantaba las piernas. Y la Quemada, con sus escuálidas y arrugadas manos de vieja, le abrió los muslos, empuñó aquella virilidad muerta, y haciendo un esfuerzo de salvaje, trató de arrancarla de un solo tirón. Pero los ligamentos resistían; tuvo que empezar otra vez, hasta que acabó quedándose en la mano con aquel jirón de piel velluda y ensangrentada que agitó en el aire, prorrumpiendo en una bestial carca-jada de triunfo.

— ¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!

Multitud de voces chillonas saludaron con imprecaciones el horrendo trofeo.

— ¡Ah, bribón! ¡Ya no te meterás más con nuestras hijas! —¡Sí, ya se acabaron tus infamias!

—Ya no tendremos que comprar el pan a costa de nuestro cuerpo.

Aquellas infames salvajadas producían un placer terrible. Unas a otras, las mujeres se enseñaban aquel ensangrentado despojo, como si fuese un reptil venenoso que a todas las hubiera picado y que veían inerte v a merced de ellas en aquel momento. Todas le escupían, todas le insultaban groseramente, todas repetían en un furioso acceso de desprecio:

— ¡Anda, anda; que te entierren así, grandísimo bribón!

La Quemada colocó entonces aquel jirón de carne en la punta de un palo; y levantándolo en alto, tremolándolo como si fuese un pendón, se echó a la carretera corriendo y dando voces, se-guida por aquella turba de mujeres desgreñadas y medio des-nudas. La sangre chorreaba por el palo, y aquel pedazo de carne pendía de la punta como un despojo colgado de un gancho de carnicero. Allí arriba, en la ventana, la mujer de Maigrat continuaba inmóvil; pero a los últimos reflejos del sol que se ocultaba, cualquiera que la hubiese observado, hubiese visto, a través de los cristales, cierta contracción de sus facciones que parecía una sonrisa. Harta de golpes, harta de vivir despreciada y pospuesta a todas las mujeres que visitaban su casa, harta de trabajar desde por la mañana hasta la noche, tal vez sonreía, en efecto, al ver correr a aquellas mujeres detrás del sangriento despojo de su marido.

La horrenda mutilación había producido un horror profundo en los hombres. Ni Esteban, ni Maheu, ni los demás tuvieron tiempo de intervenir para evitarla; e inmóviles permanecieron también ante aquella furiosa carrera. A la puerta de la taberna se asomaban algunas cabezas. Rasseneur, pálido de indignación y Zacarías y Filomena estupefactos por lo que habían visto. Los dos viejos, Buenamuerte y Mouque, meneaban la cabeza con extraña expresión. Solamente Juan se reía, dando codazos a Braulio y obligando a Lidia a que levantase la cabeza. Pero las mujeres regresaban ya, desandando lo andado, y pasaban por debajo de las ventanas de la Dirección. Y desde detrás de las persianas las señoras y señoritas que estaban allí, alargaban el cuello para enterarse de lo que sucedía. No habían podido ver la escena, no sólo a causa de la tapia del jardín, sino por efecto de la semioscuridad del crepúsculo.

— ¿Qué traen en la punta de aquel palo? —preguntó Cecilia, que desde allí se atrevía a mirar.

Lucía y Juana dijeron que debía de ser una piel de conejo.

—No, no —murmuró la señora de Hennebeau—; habrán robado en alguna tienda; parece el despojo de un cerdo.

En aquel momento se estremeció y calló. La señora Grégoire acababa de hacerle una seña con la rodilla. Las dos quedaron aterradas. Las tres señoritas, muy pálidas, no preguntaban ya, y seguían con ojos espantados aquella visión horrible que iba desapareciendo en la oscuridad.

Esteban blandió de nuevo el hacha. Pero el malestar general no se disipaba; aquel cadáver tendido en el suelo protegía la tienda. Muchos habían retrocedido. Maheu permanecía sombrío y contemplando el horrible espectáculo de la muerte, cuando oyó una voz que le hablaba al oído, diciéndole que escapase. Volvió la cabeza, y reconoció a Catalina, que estaba todavía vestida de hombre y negra de carbón. La rechazó con un gesto. No quería oírla, y la amenazaba con pegarle. Entonces ella pareció desolada; vaciló un momento. y corrió hacia Esteban:

— ¡Escapa, escapa, que están ahí los gendarmes!

También él la rechazaba y la injuriaba, sintiendo que a su mejilla subía la sangre al recuerdo de la bofetada. Pero ella no se daba por vencida, y le decía que tirase el hacha; cogiéndole de los brazos, con fuerza irresistible le arrastraba en pos de sí.

— ¡Cuando te digo que están ahí los gendarmes!... óyeme. Si lo quieres saber, te diré que Chaval ha ido a buscarlos, y los con-duce hasta aquí... Escapa, que no quiero que te cojan.

Y se lo llevó de allí en el instante en que a lo lejos se oía el rápido galopar de muchos caballos. De pronto se oyó el grito de:

— ¡Los gendarmes! ¡Los gendarmes!

Y todos huyeron a la desbandada, tan precipitadamente que, en menos de dos minutos, la carretera quedó desierta, como barrida por un huracán terrible. Sólo el cadáver de Maigrat formaba una mancha de sombra en lo blanco del camino. En la puerta de la taberna Tison no quedó más que Rasseneur, que, alegre y tranquilo, se felicitaba por la llegada de los soldados; mientras que todos los burgueses de Montsou, en pie, sudando de espanto, detrás de sus persianas, dando diente con diente, esperaban ver aparecer a los gendarmes. La caballería se aproximaba al galope y un momento después los gendarmes, en columna cerrada, desembocaban por una calle del pueblo. Y detrás de ellos, confiado a su custodia, llegaba el carro del pastelero de Marchiennes, y de él saltaba al suelo un marmitón, quien, con la mayor tranquilidad del mundo empezó a desempaquetar los postres de dulce para la comida del director […]”.

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