FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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Sobre el interés histórico del film



Nueva York, 1870. La alta sociedad despliega en torno de tres familias ilustres sus ritos tribales importados de Europa. La ópera, las amplias y lujosas mansiones, las fiestas planificadas hasta el más mínimo detalle son los espacios sociales que comparten los hombres y las mujeres de buenas familias.

Todo lo que circula en la superficie de sus relaciones se encuentra atado a las más rígidas normas de las apariencias y de las costumbres. Todo debe encajar dentro del tono de discreción general y de corrección moral estrictamente pautado desde las convenciones.

Scorsese organiza el relato de la célebre novela de Edith Warton sobre la alta burguesía norteamericana de fin de siglo tomando dos decisiones claves para la estructura del film: por un lado, elige introducirnos a la forma general del mundo social que describe por medio de la voz en off de Joanne Woodward, quien en el tono intimista y reposado de quien cuenta algo sucedido hace mucho tiempo, nos instala a una cierta distancia de los protagonistas y de los hechos. Esa exterioridad se ve apoyada en el movimiento elegante y preciso de la cámara, que recorre las instancias sociales con el ánimo de un visitante curioso que intenta pasar desapercibido en el cuadro general y, a la vez, subrayar las formas más extremas de la sofisticación y la suntuosidad de la costumbres: los modos en la mesa, la forma y el contenido del servicio, lo que se supone que deben hacer hombres y mujeres en las reuniones, el consumo superficial y vacío del arte –particularmente de la pintura y de la música– que rodea las grandes celebraciones y los encuentros de clase.

Si el tratamiento formal de la historia nos mantiene siempre a una cierta distancia que da cuenta de una aproximación histórica consciente del paso del tiempo, que nos corre de la tan recurrida e improbable noción de reconstrucción de época, el personaje central de la película, el atribulado Newland Archer, nos lleva al centro de esas relaciones de clase que lo sujetan en el amplio sentido del término. A la manera del Frederic Moreau de La educación sentimental de Flaubert, Archer descubre poco a poco que, para sobrevivir en el medio social al que pertenece, debe dejar prolijamente de lado sus deseos, sus sueños y sus convicciones, y lo descubre en torno de un amor correspondido pero imposible con la prima de quien será, como lo señalan las reglas del medio, su prometida y su esposa.

Si la bella madame Olenska atrae el deseo y el interés profundo de Archer, es porque el trato con ella lo pone en contacto con todo aquello que escapa a las convenciones morales y familiares de las que, en el fondo, no se puede desasir. La condesa representa todo aquello que Archer jamás tendrá y que trasciende la afectación de clase y las duplicidades que constituyen profundamente el mundo en el que ha nacido y en el que morirá. No casualmente, Archer dirige su deseo hacia alguien que pertenece a la familia de su prometida y que, además, se encuentra en el centro de la maledicencia cortesana a raíz de un divorcio que no termina de resolverse: una salida tan deseada como imposible que lo conduce a la frustración y lo vuelve a sentar en el sillón del padre de familia correcto, del buen esposo y del abogado responsable.

Ineluctable y consistente, la historia se cierra, casi tres décadas más tarde, con la evocación del protagonista de aquello que ha tenido y que no ha tenido. Un reencuentro que no se concreta y una conclusión amarga, no exenta de espesor, que confronta a Newland Archer de nuevo con la quimera de su felicidad.

Scorsese despliega toda su sensibilidad al servicio de una historia que se desenvuelve en un mundo infrecuente para sus preocupaciones sociales. Resulta admirable su forma refinada y sutil de acercarse a un medio tan impropio y de hacerlo tomando nota de la distancia que lo separa de él. Casi una década después, volvería a escarbar en la historia de su amada ciudad para encontrarse en Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002) con los personajes de los más bajos fondos, y comprobar, otra vez, que no hay salida del medio social y cultural al que se pertenece.

Martin Scorsese  MARTIN SCORSESE

Imposibles de comentar en breves líneas, la figura y la obra de Martin Scorsese serán durante mucho tiempo una referencia ineludible de la historia del cine del último cuarto del siglo xx. Hijo de una humilde familia ítalo-americana, el joven Martin estudió cine en la Universidad de Nueva York y realizó su primer largometraje ¿Quién golpea a mi puerta? (Who’s that knocking at my door?) en 1967. Desde entonces lleva dirigidas más de cincuenta películas, una obra monumental y de enorme influencia saludada una y otra vez por críticos, especialistas e historiadores del cine. La mirada de Scorsese, cargada siempre de inquietudes personales que traslucen su propia procedencia social y cultural, es una marca distintiva de las últimas décadas del cine estadounidense y su prestigio ha ido creciendo con el paso del tiempo sin que el interés de sus títulos sucesivos decayera. Prueba de esto es uno de sus últimos films estrenados en la Argentina, La isla siniestra (Shutter Island, 2010), un oscuro y tenso relato de suspenso que mira de reojo la historia da la posguerra en los Estados Unidos y rompe el eje narrativo para desplegar dos historias contradictorias que se enfrentan como espejos. Scorsese sigue en la vanguardia, más allá de sus largos setenta años y de todos los clichés que se han construido en torno de su obra. Vinculado inicialmente con el policial de pequeñas o grandes mafias, el cine de Scorsese sigue su propio camino animándose a las biografías de Bob Dylan (Bob Dylan, No direction home, 2005) o George Harrison, (George Harrison, Living in the material world, 2011), dramas históricos con la gran ciudad de fondo, como La edad de la inocencia o Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002) o reconstrucciones personales de distintas figuras, como El aviador (The aviator, 2004) en torno de la figura del excéntrico multimillonario Howard Hughes o Shine a light, sobre los Rolling Stones en 2008. Otros títulos insoslayables de su filmografía: Calles salvajes (Mean streets, 1973); Taxi driver (1976); Toro salvaje (Raging bull, 1980); Después de hora (After hours, 1985); Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) y Los infiltrados (The departed, 2006).

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