FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UNLP

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II. La belle époque y el capitalismo global

América Latina


Tal como se señala en el apartado América Latina en la era del imperialismo, los años finales del siglo XIX conformaron el período de la decisiva incorporación del subcontinente a la economía capitalista mundial. Esto supuso una serie de transformaciones, tanto en la economía como en la sociedad, en el marco de intensas disputas políticas. Probablemente la forma más transitada de definir los cambios que se produjeron en este período sea aquella que los sintetiza como un proceso de “modernización”. El problema surge, entonces, en la manera de comprender a qué se llama “modernización” y cuáles fueron sus tensiones o contradicciones.

Es evidentemente en el ámbito de la producción donde los cambios fueron más notables. En las décadas de 1870 y 1880 se profundizó el proceso que había comenzado a mediados del siglo XIX y que condujo a una importante expansión de la economía, fundamentalmente en torno de la producción primaria para la exportación. Esta forma de inserción de las economías latinoamericanas en el mundo capitalista implicó una fuerte dependencia respecto de los países que ya habían dado pasos importantes en la industrialización. En este marco se consolidó lo que se ha denominado la “división internacional del trabajo”, caracterizada por centros de producción de manufacturas industrializadas (principalmente Europa, Estados Unidos y Japón), y periferias con economías basadas en la exportación de productos primarios, entre las que debemos situar a las de América Latina. He aquí un rasgo central de este período, que condujo a los diferentes países del continente a centrar su actividad en el producto de mayor demanda internacional que sus suelos pudieran ofrecer. Cada zona se especializó en la provisión de determinados productos. En las pampas de clima templado de la Argentina y Uruguay prosperó la producción de lana, cereales y carne. La agricultura tropical se extendió por una vasta región: el café desde Brasil hasta Colombia, Venezuela y América Central; el banano en la costa atlántica de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia y Venezuela; el azúcar en Cuba, Puerto Rico y Perú; el cacao en Ecuador. En el caso de la minería se recuperaron exportaciones tradicionales: la plata en México, Bolivia y Perú; el cobre y nitratos en Perú y Chile; el estaño en Bolivia y, algo más tarde, el petróleo en México y en Venezuela.

Este proceso de especialización vinculado a la demanda internacional supuso cambios en los niveles de inversión e infraestructura requeridos para la producción. Fue fundamental, en ese sentido, el papel desempeñado por Inglaterra en la construcción del transporte ferroviario, así como en el desarrollo de los mecanismos financieros y crediticios, y por su condición de mercado consumidor de los bienes producidos en la región. También EE.UU. iría ganando terreno, y su presencia en el continente llegaría a ser predominante, a través de la participación directa en la explotación de minerales, y fundamentalmente en la agricultura tropical en Centroamérica y el Caribe.

De esta manera, un aspecto de la llamada “modernización” fue el mayor nivel de inversión en la producción, el incremento de su escala y fundamentalmente los cambios en la infraestructura, cuyo impacto visual más notable fueron los miles de kilómetros de redes ferroviarias construidas por capitales ingleses. Esto acompañó un importante crecimiento de las ciudades, algunas de las cuales se transformaron al ritmo de las actividades comerciales y financieras, y del movimiento generado en torno de ellas. Fue en estos años que Buenos Aires, San Pablo, La Habana, Lima, Montevideo y Santiago de Chile, entre otras ciudades, abandonaron el viejo aspecto de aldeas o emporios comerciales y se transformaron en grandes urbes con nuevos edificios de arquitectura europea, instalaciones portuarias, y trazados que desbordaban las viejas murallas, a partir de nuevas avenidas y barrios residenciales. Estas ciudades tenían ahora alumbrado público, y el gas había dejado atrás los aromas del aceite o la grasa vacuna. En ellas floreció una incipiente burguesía, vinculada con las actividades comerciales, y muchas veces con los intereses de las potencias imperialistas. nota

La otra cara de la modernización fue el incremento de la dependencia con respecto a la economía de los países centrales, y la acentuación de los contrastes, tanto entre las diferentes naciones, como entre las diversas regiones con dispares vínculos con la economía europea.

Estos contrastes fueron evidentes en el impacto que estas transformaciones tuvieron en las formas de trabajo, en la propiedad de los recursos y, en general, en la estructura de las sociedades de América Latina.

En el caso del café, por ejemplo, las oportunidades que se presentaban para la exportación hicieron crecer en Brasil las expectativas de los terratenientes y empresarios paulistas, quienes recurrieron cada vez más al trabajo de inmigrantes. La mano de obra libre resultaba más rentable que el viejo sistema esclavista, que había predominado en la producción azucarera del norte. nota En Colombia y El Salvador, en cambio, explotaciones de menor extensión cubrían la demanda de fuerza de trabajo con el alto crecimiento vegetativo de la población mestiza; mientras que en Guatemala, la fuerza de trabajo era proporcionada por las comunidades indígenas que hasta entonces se habían mantenido aisladas de la economía de mercado. También en la producción de azúcar en el norte peruano se utilizaba mano de obra proveniente de las sierras. En este caso, convivían las plantaciones y los modernos ingenios, propiedad de empresarios alemanes y norteamericanos, con un antiguo sistema de reclutamiento de obreros conocido como enganche. Este consistía en el adelanto de dinero a los trabajadores de las sierras a través del enganchador, que era un prestamista intermediario vinculado con los propietarios de las tierras y autoridades locales de las zonas serranas conocidos como gamonales. El sistema permitía el contrato temporario, en función del ciclo agrícola, de mano de obra obligada a trabajar por las deudas contraídas, lo cual reproducía antiguas formas de dependencia, bastante distantes del moderno trabajador asalariado.

En México tampoco hubo una importante afluencia de inmigrantes; sin embargo, se produjo un crecimiento natural de la población. La concentración de la tierra, estimulada por las oportunidades de explotación de recursos minerales, pero también del henequén en la península de Yucatán, hizo que retrocediera el área de producción de alimentos y se consolidara el paisaje de la hacienda: la gran propiedad orientada a la producción exportable.

Tanto en el caso de la expansión del Brasil central, vinculada con la producción agropecuaria, como en el de la pampa húmeda argentina y uruguaya, junto con el enriquecimiento de los grandes terratenientes o latifundistas se produjo también el ascenso social y económico de una parte de los productores directos, que conformó una clase media rural. Aquí también fue importante el aporte de sucesivas oleadas de inmigrantes italianos y españoles, que contribuyeron a resolver el problema de la escasez de mano de obra y la necesidad de ocupar nuevos territorios, ganados a las poblaciones indígenas. En estos casos, la inserción en la economía global apareció asociada con la expansión del mercado interno. Las actividades primarias promovieron un incipiente proceso de industrialización, vinculado principalmente con complejos agroindustriales como saladeros, curtiembres o frigoríficos, pero también con otras actividades complementarias que estaban relacionadas con el crecimiento poblacional y de las ciudades.

En cambio, el boom exportador en la agricultura tropical y la minería significó la instalación de islotes económicos más decididamente vinculados a los centros capitalistas que al conjunto de la economía del país productor.

Además de las explotaciones vinculadas al mercado mundial, en los países de tradición indígena persistieron amplias zonas con una agricultura poco renovada donde coexistían la hacienda tradicional y la comunidad campesina. Los grandes latifundios escasamente productivos continuaron confiriendo a sus propietarios un importante poder político y social a nivel regional. Los “yanaconas” en el alto Perú, los “huasipungos” en Ecuador y los “inquilinos” en Chile, eran campesinos que entregaban su trabajo personal a los dueños de las haciendas a cambio de una pequeña parcela de la que dependía su subsistencia.

Estos contrastes apuntados ofrecen un paisaje en el que el crecimiento económico y el proceso de modernización tuvieron como características principales la concentración de la propiedad, el incremento de la incidencia del capital extranjero, la persistencia de antiguas formas de explotación del trabajo, pero también una serie de cambios en las sociedades, vinculados con el crecimiento de las ciudades y el aporte de la inmigración. Si bien la población siguió siendo predominantemente campesina, la proporción se redujo con respecto a la primera mitad del siglo; las nuevas actividades económicas dieron lugar, en algunos casos, a la consolidación de sectores medios, y el incipiente proceso de industrialización, fundamentalmente en algunos países como la Argentina, Chile, Uruguay y México, acompañó la formación de un proletariado urbano y la aparición de las primeras organizaciones de trabajadores. Estos sectores protagonizarían conflictos dentro del orden político sobre el que se había construido el proceso de modernización.

¿Qué características tenía ese orden político? Aquí también los contrastes y las diferencias de los casos nacionales resultan importantes. Sin embargo, puede decirse, en líneas generales, que el llamado “orden oligárquico” conformó el marco político que propició el conjunto de transformaciones que resultaban necesarias para consolidar el nuevo orden económico. Las oligarquías regionales se abocaron a la tarea de terminar de resolver sus diferencias, muchas veces a través de prolongados enfrentamientos, con el objetivo de construir estructuras estatales, necesarias para ofrecer un marco a la actividad agro-minera exportadora. Las políticas estatales resultaban fundamentales para generar condiciones propicias para la inversión de capitales extranjeros y para promover la formación de la fuerza de trabajo que demandaba la expansión de la producción vinculada al mercado mundial. Así, en la mayoría de los países, durante este período, se avanzó en la construcción de las instituciones del Estado nacional a través de la organización de un sistema administrativo más eficiente y especializado, junto con la aprobación de un marco jurídico adecuado para el desenvolvimiento de las nuevas actividades, y la consolidación de ejércitos nacionales profesionalizados y subordinados al gobierno nacional. Estos se ocuparon de neutralizar las resistencias de los poderes regionales, de reprimir las primeras protestas de trabajadores y de reducir o exterminar a las poblaciones indígenas que ocupaban territorios apetecidos para expandir la frontera de la producción primaria exportable.

Existía un acuerdo tácito sobre el orden económico que se debía propiciar y sobre la necesidad de restringir la participación democrática en la vida política; las principales disputas respondieron a las diferentes perspectivas de conservadores y liberales en torno de la mayor o menor influencia de la Iglesia católica en el orden social; también hubo conflictos en torno del carácter, centralista o federal, de la organización política que consagrarían los textos constitucionales.

Ya se tratara de gobiernos surgidos de consensos alcanzados entre oligarquías, que sostenían sistemas republicanos basados en elecciones con participación restringida y resultados fraudulentos, o de dictaduras que prescindían de esos mecanismos, el orden oligárquico sobre el que se construyó el proceso de modernización tuvo un sesgo marcadamente autoritario. En muchos casos, fue el resultado de la emergencia de caudillos regionales capaces de traducir sus liderazgos en términos “nacionales”.

En Colombia el sistema político seguía los lineamientos clásicos de un Partido Conservador católico con peso entre las clases altas y el campesinado, enfrentado a un Partido Liberal de tinte anticlerical. Ambos partidos, sin embargo, desplegaban sus conflictos a través de las mismas prácticas de disputas por el control de localidades y de redes clientelares de seguidores. En coincidencia con el auge de la producción de café, que reemplazó al tabaco como principal producto de exportación, Rafael Núñez emergió hacia 1880 como el encargado de iniciar el arduo proceso de resolución de los conflictos entre las oligarquías. Núñez, que provenía de los sectores liberales moderados, declinó pronto sus antiguos vínculos y buscó alianzas con el Partido Conservador, para formar un nuevo Partido Nacionalista. Este intento de agrupamiento que combinaba las expectativas de modernización vinculadas a las necesidades de los exportadores con concesiones a la Iglesia y cierto control sobre la economía, no sobrevivió a la muerte de Núñez, en 1894.


RAFAEL NÚÑEZ (1825-1894)


Las rencillas entre liberales y conservadores, que expresaban las dificultades para que un sector asumiera la definición de las bases de un proyecto de alcance nacional, detonaron finalmente en un conflicto conocido como la Guerra de los Mil Días, que comenzó en 1899. Finalmente, Rafael Reyes, emergente del enfrentamiento, sería el responsable de encauzar un nuevo consenso entre las elites, basado en el bipartidismo, y respaldado en el nuevo auge de la exportación de café que comenzó en la segunda década del siglo XX.

En Venezuela también correspondió a un liderazgo personalizado la dirección política del proceso “modernizador”. La figura de Antonio Guzmán Blanco, protagonista en la guerra civil que se extendió entre 1869 y 1872, funcionó como articulador entre el mundo del interior y la “economía transatlántica” de Caracas. Su condición de “caudillo nacional” le permitió consolidar una extendida red de relaciones personales que sostuvieron el orden político. Ese rasgo personalista del régimen venezolano cambiaría a partir de la autoproclamada Revolución Liberal Restauradora de 1899, que iniciaría un proceso centralizado de institucionalización, mediante la profesionalización del ejército.

En Perú y Ecuador, la dinámica de la política expresó en gran medida la escisión entre un sector moderno, integrado a la economía mundial, y las regiones ocupadas por la masa rural indígena, escasamente incorporada a la vida nacional. En el caso de Perú, luego de la derrota en la Guerra del Pacífico (1879-1883), la expansión de las actividades primarias de exportación se produjo en el marco de la llamada República Aristocrática (1895-1919). Durante este período se profundizaron los contrastes entre la costa, con predominio de población blanca y mestiza, donde se desarrollaban los cultivos de azúcar y algodón –a los que luego se agregaría la explotación del petróleo–, y la sierra, con una vasta población indígena y donde aún retenían un destacado poder social y político grandes hacendados tradicionales. Nicolás de Piérola, un caudillo con apoyo y capacidad de movilización de las masas, creador del Partido Democrático, fue el articulador del funcionamiento de la República Aristocrática, en la que su partido alternó con el Partido Civil para garantizar el predominio oligárquico, que funcionó en una alianza estratégica con el capital inglés y norteamericano. El predominio político de la oligarquía costeña se fundaba en la legislación que excluía del voto a los analfabetos, que conformaban la mayoría de la población del territorio peruano.


NICOLÁS DE PIÉROLA VILLENA. PRESIDENTE DEL PERÚ (1879-1881 y 1895-1899








NICOLÁS DE PIÉROLA VILLENA. PRESIDENTE DEL PERÚ (1879-1881 y 1895-1899)









En Ecuador, a mediados de siglo XIX, la lucha entre conservadores y liberales, entrelazada con caudillismos e intervenciones extranjeras, se resolvió a favor del predominio de los conservadores vinculados con las grandes familias terratenientes de la región de la sierra con asiento en Quito. El gobierno autoritario del conservador y católico Gabriel García Moreno sofocó las luchas partidarias e impulsó el desarrollo económico. Tras su muerte volvieron los enfrentamientos entre fracciones de la oligarquía. Los liberales, que predominaban en la costa donde se asentaban las grandes plantaciones de cacao y existía una población más heterogénea, con mayor movilidad social, lograron imponerse, a fines del siglo XIX, bajo el liderazgo del caudillo Eloy Alfaro, apoyado por la población de Guayaquil.

En Paraguay la vida política se redujo a la actividad de las elites, que controlaban el Partido Colorado y el Liberal, ambos sin participación popular y afectados por las luchas entre facciones. Al concluir la guerra contra la Triple Alianza, los jefes militares se hicieron cargo del gobierno. El liberalismo se presentó con un programa modernizador y antimilitarista; sin embargo, luego de su triunfo a principios de siglo, la apertura política fue muy reducida.

En América Central, la lucha entre liberales y conservadores atravesó el escenario político en la segunda mitad del siglo para luego dejar lugar a la imposición del orden a través del autoritarismo militar. En Guatemala prevalecieron los fuertes contrastes entre una muy alta proporción de población indígena de origen maya en las zonas más inhóspitas de las montañas y el Altiplano, y los distintos enclaves agrícolas controlados por el capital extranjero. En la costa del Pacífico se concentraron los cultivos de azúcar y algodón, en la franja que llegaba al Atlántico las plantaciones de banano, y en los valles, las fincas de café. La expansión cafetera estuvo asociada con la dictadura del liberal Justo Rufino Barrios (1873-1885). Su gobierno confiscó iglesias y expulsó congregaciones, promovió la educación y expropió las tierras de las comunidades indígenas obligando a sus miembros a ingresar como trabajadores en las fincas de café. El liberalismo guatemalteco se propuso reconstruir la unidad centroamericana, pero fracasó en su intento. Luego de un período de alternancia entre conservadores y liberales, con constantes interferencias militares, se instauró la larga dictadura del liberal Manuel Estrada Cabrera (1898-1920).

El Salvador, con una alta densidad de población, tuvo una composición étnica muy heterogénea. También aquí predominó el cultivo del café, que desplazó a las comunidades indias dedicadas a cultivos de subsistencia. Durante toda la segunda mitad del siglo la escena política estuvo signada por una gran inestabilidad en virtud de la constante rotación de facciones civiles y militares y la ausencia tanto de partidos sólidos como de largas dictaduras militares.

En el caso de Honduras, las áreas de más antiguo asentamiento continuaron dedicadas a cultivos de subsistencia con la presencia de un importante campesinado que conservaba sus propiedades. En las zonas bajas del Atlántico, en cambio, se instalaron los enclaves bananeros que utilizaban un gran número de trabajadores, muchos traídos de las islas del Caribe. Los dos principales partidos fueron el Liberal, con arraigo entre los sectores comerciales urbanos, y el Nacional, al que adherían los terratenientes.

Costa Rica se distinguió por una evolución política marcada por la ausencia de dictaduras militares. Aquí predominó la continuidad constitucional en gran medida asociada a la posición dominante de una clase de propietarios medios que prosperó con el cultivo y exportación del café.

Allí donde la renovación de la economía estuvo asociada con transformaciones sociales más pronunciadas, nuevos sectores presionaron sobre el orden oligárquico para lograr mayor participación, o cambios radicales.

En algunos casos, como la Argentina y en menor medida Brasil, los sectores trabajadores se nutrieron con el ingreso de inmigrantes europeos; en otros, como México, crecieron a través de la proletarización de la población campesina. Con la emergencia de las clases trabajadoras se crearon nuevas organizaciones, como las sociedades de ayuda mutua, primero, o los sindicatos, después, y ganaron presencia distintas corrientes de izquierda: el anarquismo, el anarcosindicalismo y el socialismo. Los trabajadores más temprana y eficazmente organizados fueron los vinculados con las actividades que hacían posibles las exportaciones: los ferrocarriles y el transporte naval. Los reclamos de los trabajadores tuvieron escasa acogida por parte de los gobiernos que, en la mayoría de los países, privilegiaron la consigna de orden y progreso. A las demandas y a las huelgas obreras se respondió con la represión policial y en ocasiones con la intervención del ejército.

Las “clases medias”, aunque favorecidas por el auge de las exportaciones, entraron en tensión con un orden político que las excluía del gobierno. Las primeras décadas del siglo XX fueron tiempos de cambios políticos en algunos de los países donde estos sectores pudieron articular demandas de participación, generalmente a través de nuevos y, en algunos casos, modernos partidos políticos. La democracia avanzó de la mano de la movilización y organización de los sectores medios, principalmente en el Cono Sur.

En la Argentina, por ejemplo, durante los últimos años del siglo XIX comenzó a resquebrajarse el acuerdo entre las oligarquías provinciales que había permitido poner fin a décadas de enfrentamientos entre caudillos regionales. Desde 1880, bajo la presidencia de Julio A. Roca, se había consolidado un proyecto modernizador bajo el predominio de los sectores terratenientes vinculados con la actividad agropecuaria. El Partido Autonomista Nacional, oligárquico en el plano político y liberal en la gestión económica y en el campo cultural, impulsó la modernización a través de una serie de reformas que garantizaron la presencia estatal en el conjunto del territorio nacional: sometió a las poblaciones indígenas, promovió la inmigración europea, difundió la enseñanza laica y estableció a la ciudad de Buenos Aires como capital federal, medida que posibilitó resolver el problema de los disputados recursos de la aduana. Como un síntoma de las debilidades de las economías dependientes, el llamado modelo agroexportador sufrió las oscilaciones de la economía internacional, y la crisis de 1890 ocasionó inestabilidades en el seno de la elite. En ese contexto emergería la oposición de la Unión Cívica Radical, dentro de la cual el sector encabezado por Leandro N. Alem protagonizaría levantamientos revolucionarios contra el orden político conservador.


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REVOLUCIÓN DE 1890








Este movimiento de una base social heterogénea, que incluía a las clases medias y populares urbanas, a los sectores medios de la zona rural cerealera y a los hacendados menores de la zona ganadera, pero también a los sectores marginales de las clases altas del interior, sería uno de los actores políticos que presionaría sobre un sistema sostenido en la exclusión. Al mismo tiempo, la importancia del anarquismo entre los trabajadores, junto con la emergencia de un Partido Socialista inspirado en sus homólogos europeos, terminaría por inclinar a la oligarquía hacia una reforma del régimen político. Así, la sanción de una nueva ley electoral en 1912 (la “Ley Sáenz Peña”), que extendía el voto a todos los ciudadanos adultos mayores, argentinos o naturalizados, de manera secreta y obligatoria, amplió las bases electorales y permitió la incorporación de otras fuerzas políticas. Ese intento de la oligarquía para traducir su poder hegemónico en el marco de un moderno sistema de partidos se vería alterado por el triunfo electoral de la UCR en 1916, que llevó a la presidencia a Hipólito Yrigoyen.

Brasil no había atravesado agudos enfrentamientos ni la disgregación de su territorio en el tránsito hacia la independencia. De esta manera se había consolidado un régimen político estable bajo la referencia de la monarquía y con un cierto grado de rotación entre liberales y conservadores, sin grandes divisiones en tendencias enfrentadas. Sin embargo, en 1889, un levantamiento encabezado por Deodoro de Fonseca, un militar que había participado de la Guerra del Paraguay, apoyado por el Partido Liberal puso fin al imperio e inauguró la República. En el cambio del orden político se combinaron una serie de factores. Por un lado, se había producido un distanciamiento de las fuerzas armadas y los liberales respecto de la corona después de la experiencia de la Guerra del Paraguay (1865-1871). Al mismo tiempo, se habían deteriorado las relaciones entre el gobierno y la Iglesia y entre los propietarios de esclavos y la monarquía, que había aprobado la abolición de la esclavitud. Todo esto coincidió con un elemento quizás fundamental en el cambio de escenario: la transformación económica y social producida por el avance del café en el litoral central y el agotamiento del ciclo del algodón y el azúcar en el nordeste. La Constitución sancionada en 1891 estableció los marcos del liberalismo; sin embargo, la vida política quedó bajo el control de los sectores dominantes de los distintos estados, a través de las figuras de los antiguos jefes militares de la Guardia Nacional, conocidos como “coroneles”. La competencia política se redujo a las ambiciones de los diferentes grupos regionales que rivalizaban por el control del gobierno central. Una característica del sistema político fue la ausencia de un partido de alcance nacional. Las elites políticas acordaron tácitamente dejar el ejercicio de la presidencia en manos, alternadamente, de los estados de San Pablo y Minas Gerais, que representaban los intereses más potentes del café y las actividades agropecuarias de exportación. De allí que se conociera este equilibrio como “la república del café con leche”. No obstante, nuevos actores emergieron a partir del orden republicano: por un lado el ejército, que incrementó su poder tras el protagonismo en la revolución triunfante. Su importancia se observó en la represión de los primeros levantamientos de trabajadores agrícolas de regiones postergadas en el nuevo escenario, como el famoso movimiento milenarista de los Canudos, en Bahía. Por otro lado, los sectores medios, que crecieron al calor de la transformación de las grandes ciudades como San Pablo y Río de Janeiro.

En Chile, la victoria sobre Perú en la Guerra del Pacífico (1879-1883) posibilitó la incorporación de territorios ricos en salitre que permitieron una expansión de las exportaciones de minerales. En ese contexto se impusieron los sectores liberales, que impulsaron una serie de reformas que recortaron los poderes de la Iglesia. Durante la presidencia de Domingo Santa María (1881-1886) pasaron a la órbita del Estado los registros de nacimientos, matrimonios y defunciones. Las tareas e injerencias del Estado se extendieron en el mandato de José Manuel Balmaceda (1886-1891), quien impulsó un sistema educativo nacional y realizó obras de infraestructura para la expansión de la actividad salitrera. En esas regiones del norte chileno, algunos años más tarde tendrían lugar las primeras grandes huelgas de los trabajadores del salitre, que fueron reprimidas violentamente por el Estado. nota Allí nacería un movimiento obrero predominantemente anarquista y sindicalista revolucionario, de donde surgirían líderes como Luis Emilio Recabarren, luego referente del Partido Obrero Socialista. Un sector del liberalismo había fundado un tiempo antes el Partido Radical, con predicamento entre los sectores medios urbanos. En ese contexto, los años finales del siglo XIX y los primeros del XX serían testigos de la conformación de una república parlamentaria, atenta a las transformaciones del escenario político. Antes de ello, los gobiernos oligárquicos liberales emprendieron la conquista de la Araucanía, desplazando la frontera del mundo “civilizado” hacia los territorios que ocupaban los pueblos originarios en el sur, en un movimiento similar al que acontecía del otro lado de la cordillera de los Andes con la llamada Conquista del “desierto”.

Uruguay era escenario de un clásico enfrentamiento entre dos facciones de los sectores dominantes: los “nacionales” o “blancos” de corte conservador y católico, con arraigo entre los sectores populares rurales, y los “colorados” de sesgo liberal y capacidad de inserción en el medio urbano. Sin embargo, en el marco del crecimiento de los sectores obreros, vinculado con la paulatina industrialización que acompañó la actividad agrícola, se produciría una de las primeras experiencias de políticas reformistas orientadas al crecimiento industrial asociado con derechos laborales. Este particular comportamiento del Estado, en un contexto en el que predominaban las respuestas represivas frente a las demandas de sectores que no eran parte de la oligarquía, se debió a las iniciativas de José Batlle y Ordóñez durante sus dos presidencias (1903-1907 y 1911-1915). Batlle era un líder emergente de las filas del Partido Colorado; a través de algunas concesiones a los sectores dominantes encaminó un proceso de pacificación, que le permitió luego impulsar medidas orientadas a una mayor participación del Estado.


Viva la paz institucional








VIVA LA PAZ INSTITUCIONAL









A diferencia de otros países, donde las políticas tendían solo a garantizar el funcionamiento del modelo primario exportador, Batlle promovió el impulso a los bancos nacionales y a la producción industrial. Al mismo tiempo, el Estado mostró otras caras frente a las demandas de los trabajadores: se sancionaron leyes de protección laboral, límites a las jornadas de trabajo y a los despidos, y jubilación para los empleados públicos y de las industrias.

En México, las reformas liberales habían comenzado a mediados del siglo XIX, con la sanción de la Ley Lerdo de 1856, que impulsaba la venta de tierras de propiedad comunitaria y de la Iglesia para su uso productivo, y con las políticas anticlericales de Benito Juárez. Sin embargo, el proceso de modernización fue conducido por el gobierno personalista de Porfirio Díaz. El “porfiriato” (1875-1910), como se conoce al período de gravitación de Díaz en la política mexicana, constituyó uno de los casos más representativos de liberalismo económico y conservadurismo político. Díaz promovió medidas orientadas a incrementar la inversión en la minería y la agricultura exportable, y a la construcción de una extensa red ferroviaria; esta modernización económica en los términos apuntados previamente, con una intensa participación norteamericana, se dio en el marco de instituciones débiles. Díaz puso fin a la confrontación de los liberales con la Iglesia y construyó un poder personal en base a la conciliación, pero fundamentalmente a la represión de quienes no se incorporaban a un sistema de equilibrio inestable entre las oligarquías regionales y los sectores afectados de diferentes maneras por las transformaciones del “progreso”. Este equilibrio se basaba en la inclusión de diversos actores (liberales moderados, terratenientes, sectores cercanos a la Iglesia, inversores norteamericanos) dentro de un mismo sistema de poder. Quienes alcanzaron mayor preponderancia fueron los llamados “científicos”. Se trataba del grupo de ideólogos del régimen, representantes paradigmáticos de las intelligentzias latinoamericanas, que aportaron el credo positivista sobre el que se sustentó la idea de “progreso” y el espíritu “civilizatorio” racista del orden oligárquico. Todos los sectores que convivían dentro del porfiriato conformaban una especie de olla a presión que Díaz sostenía por el mango. De allí que prolongara su mandato ante las inminentes crisis que generaban las discusiones por la sucesión. Así, el sistema de equilibrios basado en su poder personal se sostuvo hasta que las convulsiones provocadas por la modernización estallaron en un proceso revolucionario. Además de los trastornos sociales provocados por las pérdidas de tierras sufrida por los campesinos frente a los avances de la hacienda, la modernización había dado lugar a la organización de un incipiente movimiento obrero en los centros urbanos de producción industrial. Por otro lado, los sectores medios habían hecho renacer la tradición constitucionalista con la formación en 1900 del Partido Liberal Constitucionalista. A estos factores, vinculados con cuestiones sociales, habría que sumar la trama política y la escasa institucionalización sobre las que se construyó el poder del Estado (por ejemplo, la ausencia de un ejército profesional con presencia en todo el territorio), para encontrar los motivos que llevaron a la Revolución de 1910. El alzamiento contra Díaz movilizó a diversos sectores y puso en un mismo escenario las reivindicaciones de los campesinos por la tierra, los proyectos de los sectores liberales moderados, centrados en las tareas pendientes de la organización institucional, y los intereses de diversos caudillos que conformaron sus propios ejércitos de seguidores sobre la base de su poder regional. nota De la heterogénea coalición que se había levantado contra el dictador, se impuso, luego de años de cruentos enfrentamientos, la fuerza encabezada por Venustiano Carranza, más afín a los intereses de la burguesía. Aunque el ejército campesino liderado por Emiliano Zapata fue derrotado, la Constitución de 1917 incluyó parte de sus reclamos respecto de la preservación de las comunidades agrarias. nota


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BALADA DE LA REVOLUCIÓN, DE DIEGO RIVERA (1928)








Leandro Sessa


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